jueves, 6 de diciembre de 2012

En las calles de Egipto

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El agravamiento de la situación en Egipto es la consecuencia lógica e histórica de un proceso que nació viciado por la resistencia de la Fuerzas Armadas a la revolución. El rechazo de la Constitución es el resultado de una oportunidad perdida por las maniobras del poder militar que crearon las condiciones para que estén de nuevo los tanques en la calle, con muertos y cientos de heridos en las calles de las ciudades egipcias.
Las constituciones pueden ser mejores o peores, pero tienen que ser aceptadas, ser hijas del consenso, siendo esa la base de su fortaleza. Sin reglas aceptadas no puede haber democracia, en Egipto o en cualquier otro lugar. La función de una constitución es fijar las reglas del juego, no acabar con él. Desde todos los sectores, profesionales y civiles, se han alzado voces en contra señalando su parcialidad. La respuesta de la Hermandad es monótona: todos los estamentos están corruptos, son residuos del régimen anterior. Ellos también lo son a su manera. Mujeres, diplomáticos, educadores, periodistas, jueces, artistas... todos son mubarakistas deseosos de hacer fracasar la constitución redactada entre hermanos y salafistas, aunque a algunos de estos finalmente, al grito de "¿para qué queremos leyes, si tenemos las de Dios?", también les parezca excesiva; otra astucia de la Hermandad para fingir una moderación que no tiene.


El caso de Egipto nos muestra cómo la Revolución del 25 de enero fue más del pueblo que de los dirigentes y líderes, algo que siempre se sostuvo, pero que no se ha entendido en su profundo significado. Lo que para unos es hoy el final del proceso —la creación de un gobierno de salvación nacional—, quizá debería haber sido el principio, lo que hubiera hecho que la necesidad de dar salida a los deseos de libertad del pueblo se concretara en un entendimiento forzoso de las fuerzas políticas. Se hizo justo lo contrario, lanzar a la arena de la pugna política a todos los partidos y grupos en una muy desigual carrera.
Lo que se obtuvo fueron unos distorsionados resultados políticos que respondían a las diferencias y juegos extraños que desde el poder se habían mantenido durante la época de Mubarak. Una distorsión tan grande que obligaba a elegir entre votar al representante de un orden que acababa de ser superado por la revolución y una forma integrista de entender la política en la que los fines están marcados y en lo único que admite variación es en las tácticas para lograrlo.


La Hermandad pasó de decir que no iba a presentar ni candidato a la presidencia a tener un presidente que se convierte en autócrata cuando silencia los demás poderes en un movimiento inaudito e injustificable, por mucho que se diga que es provisional. Es demasiado cambio en tan poco tiempo, demasiado oportunismo. La repulsa al autocratismo no ha sido solo en Egipcio, sino en todos los países democráticos que aplaudieron y apoyaron de corazón las revoluciones de la primavera árabe, entre ellas la egipcia. Autocratismo fue la ley excepcional que permitió gobernar a Hosni Mubarak como lo hizo hasta la llegada de la revolución misma; una excepcionalidad de treinta años. Todo el mundo está equivocado menos la Hermandad y Morsi. Así suele suceder:  los que quieren traer el cielo acaban imponiendo el infierno.

Hoy las calles egipcias se tiñen de nuevo de sangre, esta vez desunida. Ya no son los mártires, sino los muertos de un bando u otro. Son el resultado de la intransigencia mostrada por la incapacidad de negociar, de asumir un Egipto plural; de la falta de miras de las Fuerzas Armadas primero y de la Hermandad después.
La revolución ha quedado como un estallido de hartazgo, como un grito de libertad ante los oídos sordos de dictadores, militares, empresarios corruptos y todo un sistema que dejó que el país se fuera desgastando y hundiendo en la indiferencia. La revolución fue el agua entre dos orillas, siempre distantes, la portadora de vida. Como el agua, seguirá fluyendo. No se secará.
Solo nos cabe esperar y pedir porque la voluntad de libertad de los egipcios se sobreponga a la de dominio que algunos manifiestan, los mismos que a lo largo la historia, de un signo u otro, les han negado su capacidad de decidir su futuro sustrayéndoles el presente.
Las calles de Egipto deberían ser el escenario de la alegría de la libertad ganada y no el de la protesta  ante la frustración constante del futuro.  





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