El
diario El país publica hoy el artículo de titulado "La prensa sí puede
frenar a los extremistas". De Eduardo Suárez se nos dice que "es
periodista y fellow del Reuters Institute for the Study of Journalism de la
Universidad de Oxford". Conoce pues tanto la práctica profesional como la
investigación en los medios. El País ha colocado la siguiente entradilla al
artículo, "El objetivo de quienes crean información falsa es hallar
altavoces que propaguen sus mensajes. Los diarios deberían pensárselo dos veces
antes de difundir en sus páginas opiniones estridentes y noticias falsas",
lo que solo plantea una pequeña parte del problema y una solución simplista
ante la complejidad del fenómeno de la intoxicación informativa que viven
nuestra sociedades altamente tecnológicas e interconectadas.
La
tesis central del artículo, sí tiene, en cambio, mayor calado y permite ir más
allá de un silencio paradójico e imposible. Me refiero al dilema de hablar de
las cosas o callarlas, de pensar incluso que la crítica es negativa porque
supone una forma de atención. El problema lo hemos planteado aquí en muchas
ocasiones tras el fenómeno de la llegada de Trump al poder y del efecto de
convertirse en el centro de atención día tras día.
Se
señala en el artículo:
Donald Trump no es el detonante sino el fruto
de este fenómeno, que germinó durante décadas de la mano de locutores como Rush
Limbaugh y canales como Fox News.
Es posible que la tecnología haya acelerado
ese proceso durante la última década. Pero sería un error señalar a Twitter,
YouTube o Facebook como los principales culpables del deterioro que desembocó
en la elección de Trump.*
El
primer párrafo pudiera parecer que sirve para descargar de responsabilidad al
propio Trump. Aquí hemos señalado, en efecto, que Trump no es quien ha creado a
su electorado, solo les ha dado la oportunidad de aglutinarse a su alrededor. Pero
sucede lo mismo si trasladamos a Rush Limbaugh o la Fox. No es fácil pensar en
términos de efectos y causas en muchos fenómenos sociales porque son de enorme
complejidad, es decir, son un tejido de múltiples fenómenos e interacciones,
como señalaba el sociólogo Edgar Morin. A diferencia de fenómenos que tienen
una causa "fundante" y se establece una clara linealidad entre
efectos y causas, no tiene mucho sentido intentar buscar un "punto".
Desde el punto de las investigaciones, a todos nos gusta señalar orígenes
claros. Sin embargo, esto es muchas veces un deseo más que una realidad porque
por mucho que nos empeñemos nada surge de la nada ni en un laboratorio. No
existe la generación espontánea en lo que a asuntos sociales se refiere.
El racismo
norteamericano que Trump ha aprovechado no comenzó con la Fox ni con Trump.
Lleva dividiendo a la sociedad norteamericana desde su fundación y esto ha sido
aprovechado. Está en las mentes, servido en familias y muchas veces en escuelas
y comunidades. Llegan personajes, como ha ocurrido con Trump, capaces de acoger
esa forma de pensar y darle un objetivo. Aquí hemos señalado en ocasiones que
puede considerarse la elección de Trump favorecida por el movimiento pendular
tras la elección de Obama. ¿No había racismo antes de Obama? Por supuesto.
Pero, ¿qué cambia en la sociedad norteamericana para pasar de tener un
presidente negro a tener uno considerado racista, apoyado por los supremacistas?
No creo que se formaran más racista, pero sí que el tener un objetivo en un
presidente negro sirvió para reforzar los sentimientos existentes.
Trump
no ganó en las urnas, en donde sacó tres millones de votos. Muchos analistas han
señalado —y estoy de acuerdo— que quienes perdieron las lecciones fueron los demócratas,
en cuyas filas ocurrió lo contrario que en las republicanas. En vez de tener un
elemento como Trump, sumando gente con sus discursos xenófobos contra los
latinos, racistas (sin duda así lo hizo en sus discursos de campaña, si bien de
forma ambigua), contra China (culpable de frenar el desarrollo norteamericano y
destruir los empleos) y parasitarios(los aliados, que se benefician del dinero
y generosidad de los Estados Unidos), los demócratas estaban completamente
divididos.
Lo que
oponían a Trump era el rechazo al incumplimiento por parte de Obama hacer
entrar en cintura a Wall Street, causante de la gran crisis financiera, uno de
sus temas; la división del propio Bernie Sanders contra la candidata elegida,
Hillary Clinton, una durísima campaña de primarias que hizo mucho daño en sus
filas, absteniéndose muchos; y finalmente, la controvertida figura de la propia
Clinton, que no gozaba de la totalidad de las simpatías republicanas porque se
la consideraba parte de una "clase política", algo que Obama había
eludido, y a los Clinton como demasiado comprometidos con el sistema económico.
En
efecto, como señala Suárez, no hay que culpar a las redes sociales de estas
cosas, aunque es indudable que son usadas para estos fines. Pero tampoco se
debe, como se hace en el artículo, menospreciar el papel de las injerencias exteriores,
en especial las rusas en el proceso (no solo de los Estados Unidos, ya que lo
están haciendo por todas partes). Menos preciarlo es echar por tierra la
investigación del fiscal Mueller, que puede acabar con Trump en un impeachment
y ya ha enviado a la cárcel a toda una serie de personas próximas, asesores o
miembros de su equipo.
Las
soluciones demasiado simplistas está claro que no pueden funcionar es este
mundo informativo abierto en el que nos encontramos. Eduardo Suárez escribe:
El objetivo de quienes contaminan
a diario el debate público es encontrar altavoces que difundan sus mensajes.
Este axioma debería definir nuestra conducta en las redes sociales. Criticar el
tuit de un provocador ayuda a propagarlo. A menudo, ignorar a un extremista es
mejor que responderle o mofarte de él. La responsabilidad de cada uno es directamente
proporcional al tamaño de su audiencia. Un paso en falso puede convertir una
cuenta con millones de seguidores en un megáfono al servicio de la ideología
radical.
Esa actitud es aún más importante
en el caso de los periodistas. Las redes sociales han democratizado el acceso a
la esfera pública, pero los grandes medios siguen teniendo un peso enorme a la
hora de definir los asuntos en los que los ciudadanos fijan su atención. Por
eso, los diarios deberían pensárselo dos veces antes de difundir en sus páginas
opiniones estridentes y bulos diseñados para manipular la opinión pública.
Reproducirlos de forma acrítica es contraproducente. Desmentirlos si no han
alcanzado al gran público no es una buena decisión. Esta contención es muy
difícil cuando los periodistas se enfrentan a políticos que mienten o exageran
por sistema.*
Las propuestas me parece poco factibles y, sobre todo,
peligrosas. Entiendo que si el deseo de ellos es ser difundidos a través de las
críticas, les resultara todavía más favorecedor difundirse sin obtener
resistencia. El fenómeno es demasiado complejo como para callarse. Una cuestión
es no reproducir noticias o artículos que provoquen la difusión de falsedades y
otra abstenerse criticarlos. Te los encontrarás en el poder y entonces ya será
demasiado tarde. Por supuesto que reproducirlos de forma acrítica es suicida,
convertirse en apéndice comunicativo, es decir, en cómplices.
No comparto la idea de que el peso de los medios sea
suficiente para frenar el avance. Los medios se ven precisamente reducidos en
su eficacia. Y si su eficacia es callarse, estamos ante una paradoja mayor.
Suárez cita a Lakoff y escribe algo con lo que sí estamos de
acuerdo:
Cuentan más los prejuicios
identitarios, que Trump alimenta con metáforas, conceptos simplones y juegos de
palabras que sus adversarios propagan encantados, añadiendo una nota de sarcasmo
o una corrección factual.*
La cuestión es contradictoria con lo expresado antes, sobre
el papel de los medios y sus efectos. Los prejuicios identitarios es a lo que
nos referido anteriormente. No es una cuestión de las redes o de los programas
de radio o televisión. Escuchan lo que quieren escuchar. Eso implica que el
papel de los medios no es hablar a los que no se van a situar al otro lado
porque no les interesa, sino reforzar las razones de los que no están de
acuerdo. Es decir, dar argumentos para los que quieren tenerlos. Todos tenemos
esos "prejuicios identitarios", pero no es lo mismo que sea un
prejuicio racista a que sea uno solidario con el inmigrante, por ejemplo.
La función de la crítica no es tanto convencer a los
seguidores de Trump, como reforzar a los que les que no están de acuerdo con él.
Esto, evidentemente se puede hacer de muchas formas, de forma ramplona y
demagógica (como hace el propio Trump con los demás o de forma inteligente y
dotando de razones finas y causas reales. Esa es la diferencia.
Es la diferencia entre reproducir falsedades sobre el cambio
climático o los datos reales de la inmigración o limitarse a dar mentiras y
datos imaginados. La opción no puede ser el silencio. Eso es un error que se
paga caro.
La única opción es el rearme en los principios y que estos
no se basen en las falsedades. Decir que simplemente callándose será suficiente
es suicida. Lo que hay que evitar es el fenómeno que está ocurriendo en muchos
sitios y explica mejor el proceso que ha llevado a Trump a la Casa Blanca.
Me refiero al desencanto producido por la propia política,
al desgaste social que los malos políticos producen con su demagogia,
corrupción, falta de soluciones, luchas más allá de lo razonable, etc. Eso
aleja a la gente que cree en la política como forma de convivencia. Ese
alejamiento, en cambio, tiene un sentido totalmente distinto entre los que se
radicalizan al hilo de todas estas cosas y llevan a las presidencias a
personas, de Trump a Bolsonaro, que prometen soluciones drásticas, radicales,
que se manifiestan como no pertenecientes a una clase política a la que
denigran.
Por eso creo que han sido las deserciones demócratas allí
donde se debía haber votado lo que dio la victoria a los republicanos en su
momento. Un fenómeno parecido es el que hemos visto en las elecciones
andaluzas. Pesa más el desencanto por un lado y la capitalización radical por
otro que otras cuestiones. Es más fácil movilizar a la gente con demagogia que con
razones o datos, obviamente. Por eso es necesario más que silencio mejor información
y evitar transmitir "desencanto" por el sistema democrático.
Lo podremos ver (y desgraciadamente lo veremos) en las
elecciones europeas. Son los euroescépticos los que han recogido el desencanto
a través del ultra nacionalismo populista. Se aprovechan así del poco interés
que los partidos mayoritarios han concedido a Europa durante décadas, más
preocupados por el poder local.
Es una ironía que los que son más activos en Europa sean los
que quieren destruir la Unión. Como son ellos mismos los que lo dicen, se ha
convertido en su motivación central y la que transmite a sus seguidores.
Mientras por un lado hay indiferencia, por el otro lo que hay es la motivación
destructiva.
¿Callarse? Por supuesto que no. Hay que defender lo que se
cree. Y hacerlo bien, so pena de que los demás aprovechen el hueco del
desinterés para hacerse con el poder.
La historia no tiene marcha atrás y no se repite. Pero
podemos aprender de los errores cometidos y el silencio suele ser uno de los
más frecuentes. Si el problema no es el "ruido" y las redes sociales
no son quienes tienen la culpa, entonces son los contenidos los que envenenan.
El problema del silencio es que deja el campo libre. En una
época sin medios horizontales, podría tener sentido que los medios silenciaran
a los ruidosos. Pero hoy callarse no garantiza que no se difundan, como es
obvio, y sí, en cambio, dejan sin el refuerzo positivo de la crítica a los que
han de dar finalmente la batalla, la sociedad. El papel de los medios no es el
de elegir, sino el de criticar con
fundamento, introducir un factor de racionalidad crítica. Otra cosa es el
dedicar demasiada atención a lo que no la merece, pero el silencio no va a
evitar que el presidente de los Estados Unidos use el tuit cada día. Los medios
deben dejar en evidencia, como hace The Washington Post, cada mentira contada.
No se puede ya creer que el silencio sea la solución. Moderar el tipo de atención y evitar ser
usados sí, pero no son los medios los que van a evitar que Trump apele a la
xenofobia o marine LePen lo haga con Juana de Arco. Los que tienen la
perspectiva del mundo como algo regulado por los medios de comunicación siguen
sin entender el proceso actual que estamos viviendo socialmente. Es precisamente
el silencio el que hace resaltar el poder de la demagogia.
¿Soluciones? Indudablemente la sociedades democráticas están
sufriendo una fuerte erosión en su incapacidad para abordar muchos de los
problemas que se producen en su día a día. Parte del problema, a mi entender,
procede de la erosión que el debate político, trasladado mediáticamente a la
sociedad, está produciendo. Son los políticos los primeros que han convertido
en un espectáculo la política. No basta con discutir. Es importante cómo se
hace, que todos demuestren fe en las instituciones sobre las que se asienta la
democracia, una forma de convivencia reforzada necesariamente por la
solidaridad.
La profesionalización de la política ha llevado a que se
centre en la lucha por el poder, el uso del miedo y la invocación al
apocalipsis en cada nueva elección. De todo esto se aprovechan los Trump de
turno. Es el desencanto lo que hace avanzar a los radicales y populistas; es la
pérdida de confianza en lo que hay, en el sistema, el principal motor que les
hace ascender. De ahí que sean las promesas de cambio lo que la gente valore.
Deberíamos darnos cuenta lo que está sobre la mesa, valorar
lo que se ha construido y evitar su deterioro. Los nacionalismos y radicalismos
que llegan como salvadores ya han dejado en la Historia sus señales. De ahí que
la educación cívica sea esencial, pero es lo primero que está sujeto a controversia.
Los radicales (políticos y religiosos) norteamericanos tienen sus propias
formas de educación, libros y escuelas en las que refuerzan sus ideas para
evitar que la información exterior corte sus flujos.
El silencio, insisto, no es la alternativa. Tampoco la
ingenuidad de pensar que porque callemos los demás no van a escuchar a los que
gritan. Hay que desdramatizar el debate político democrático y mostrar a la
sociedad que la convivencia es posible y que esa es la finalidad de la política
democrática y no el asalto al poder, que es la mayor motivación actualmente. Para
ello se cargan las tintas y se abren las puertas al conflicto. El radicalismo actual
es una maquinaria de abrir brechas, divisiones sociales, etc. En esto Trump es
un maestro. Y tiene muchos discípulos que han aprendido la lección repartidos
por todo el mundo.
Aprendamos los demás la nuestra. Aprendamos a filtrar, a criticar y a respetar; aprendamos a apoyar, a no hacer demagogia, a defender aquello que es importante para nuestra comunidad. Demos ejemplos y mostremos las líneas claras entre quienes no respetan los valores y los que sí lo hacen. Demostremos que hay prioridades por encima del mero acceso al poder. Valoremos la política en la medida en que ayuda a nuestras vidas. Exijamos mejores candidatos, mejor preparados y más respetuosos. No aplaudamos la demagogia ni la grosería, la falta de respeto. Y tengamos claros los valores que deben ayudar a la convivencia. En todo ello la prensa es importante, pero lo es porque representa un valor más de la democracia. Si incurre en los mismos errores, contribuye al problema. Buenos políticos, buenas ideas, buenos medios.
El silencio, en cambio, es peligroso. Puede que pronto te quedes mudo.
* Eduardo Suárez "La prensa sí puede frenar a los
extremistas" El País 31/01/2019
https://elpais.com/elpais/2019/01/30/opinion/1548846605_212771.html