Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Escribe
Elvira Lindo una desconsolada columna por los comentarios añadidos por los lectores
de un artículo que da cuenta del acuerdo extrajudicial entre Dominique
Strauss-Khan y la camarera que sufrió "su estancia" en el hotel de
Nueva York. Le asquean, con razón, la sarta de infamias e improperios que se pueden leer y que
ella —supongo que ante el cansancio de intentar parafrasearlas— reproduce con una pequeña muestra. Sobran comentarios.
No hace
mucho tiempo manifesté ese mismo asco que siente hoy Elvira Lindo y que me
imagino que será duplicado, si cabe, por ser en el periódico en el que ella
misma escribe. Es el reflejo de algo que va más allá de las meras formas y que
no es más que la perversión inagotable de algo que se llama "libertad de
expresión". Es una pena contaminar tan bellas palabras —libertad y
expresión— para aplicarlas a un mecanismo cuya finalidad no es fomentarla sino
atraer lectores como se atraen pedófilos a la puerta de una escuela.
La sensación de asco, de indignación, de hastío que provocan muchos comentarios al hilo de cualquier información, desde los textos más simples e inocentes a los temas más complejos, es enorme y deprimente en muchos sentidos: social, político, informativo, educativo... Es difícil mantener la vocación periodística —siquiera la comunicativa— contemplando en qué sarta de barbaridades acaba cualquier tipo de escrito tras la deriva de los primeros comentarios. Es muy difícil, casi un acto heroico, mantener el deseo de escribir bajo la presión de unas respuestas que, aunque sean minoritarias respecto a la mayoría silenciosa —más bien "intimidada"—, son las que están ahí, generando una corriente hedionda de gracietas, groserías, insultos, amenazas, descalificaciones sin límite y sin freno. El hecho de que aparezcan como "eliminados" algunos comentarios nos asusta ante la visión de los que no lo han sido. ¿Qué contenían los que se eliminaron?
Creo
que hay que empezar a decirlo. La función de un texto periodístico no es servir
de estímulo a desahogos de ningún tipo, sobre todo de la mala educación, con
firma o amparada en anonimato. Esto no tiene nada que ver con la información ni
con el periodismo. Ni con la libertad.
El "no hay derecho" de Elvira Lindo no es solo un lamento asqueado; es una petición no formulada pero implícita en el contenido. La existencia de esos comentarios racistas, machistas, xenófobos, violentos, amenazantes, insultantes, etc., que atentan contra todos los principios jurídicos y éticos que contempla una constitución o la mera convivencia no deberían estar pervirtiendo la finalidad informativa de una columna periodística, el resultado del trabajo honesto —mejor o peor— de un profesional. Uno debería poder declararse "objetor de comentarios" y solicitar al propio medio que se limite a insertar su texto. Y punto.
Esta falsa liberalidad ha dado salida, difusión, a lo peor que
algunos seres humanos atesoran: sus malas maneras, su falta de respeto y su
nula responsabilidad por lo que escriben amparados en el anonimato que da el
"nick" y la impunidad que da la distancia, pues cualquiera, desde
cualquier punto del globo, puede dejar cualquier tipo de comentario, por seguir
llamándolo así.
En los blogs o en las páginas de las redes sociales cabe la posibilidad de que el autor restrinja los comentarios. Escribe, pero no está obligado, si no quiere, a recibir las "opiniones" de personas a las que no conoce ni quiere conocer. Que se busquen dónde desahogarse. Pero la mala educación nunca tiene suficientes lugares en los que manifestarse; siempre quiere más porque es exhibicionista por definición.
El
problema es una muestra más de cómo los intereses comerciales se superponen a
los de los propios profesionales. Parece que la "magnanimidad" a la
hora de permitir los comentarios atrae a cierto tipo de lectores que luego son
contabilizados publicitariamente. En ocasiones, parece incluso que el propio
medio propiciara o provocara esta avalancha de comentarios que parece confundirse
con la relevancia. Pero se está hundiendo con ello el periodismo, una vez más, en nombre
del beneficio de la "empresa periodística". Pensar solo que alguien
pueda estar ganando dinero por ese tipo de prácticas da asco y, sin embargo,
así es. Muy mal deben estar los tiempos para admitirlos y camuflarlo como una
especie de "liberalismo" que no hace sino mancillar las libertades
con el desprecio absoluto del respeto y la convivencia.
Esto no
es ya un "medio digital"; es el muro de la mala educación. Es el
reflejo de una forma ambiental de agresividad y zafiedad que se muestra en
otras instancias y que los medios acogen y transmiten. Finalmente se acaba
volviendo contra ellos, especialmente contra los profesionales que no piensan
que el insulto sea una forma de trabajo. A los que viven de él, les da igual. El racismo, la xenofobia, el machismo..., ya no están en las páginas escondidas; saltan a los espacios comunes, abiertos, sin pudor alguno, envalentonados.
Estoy
seguro de que son muchos más los lectores a los que les repugna lo que ven y
abandonan la lectura, que todos aquellos que manifiestan su interpretación
perversa de lo que significa "expresión". Crearles condiciones para
que se explayen a través de su trabajo, mina la moral profesional y personal del periodista y espanta
a otros lectores que no desean ser incluidos o identificados con los que se
muestran de tal manera. Pero el ruido siempre llama más la atención. Es un fracaso, sobre todo, educativo, de convivencia, de incapacidad de expresar ideas sin ofender o de arraigo de otras que nos gustaría ver disminuir en una sociedad realmente mejor. Pero hay lo que hay; es lo que tenemos. Y crece.
Estamos
haciendo una sociedad en la que la famosa "interactividad" nos hace
perder las ganas de tenernos delante y acrecienta el deseo del aislamiento de
parte del género llamado humano. Concluye Elvira Lindo:
[...] te pasas la vida luchando contra ese
resistente muro de la misoginia o del desprecio y te encuentras con esta basura
publicada en aras de la “participación”. No sé quién leerá esto, pero no hay
derecho.*
Claro
que no.
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