Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Regresaba
a casa tras un lunes —como todos los lunes— agotador, de clase tras clase, y
saltos mentales de gato con botas entre unas y otras, uno de los cuales me llevó
a traer de nuevo al mundo de los vivos el texto de Michel Foucault titulado El orden del discurso, lección
inaugural, impartida en 1970, del curso en el Colegio de Francia, momento que
aprovechó para sintetizar sus ideas hasta el momento y a presentar sus
proyectos de investigaciones futuras.
Fueron
dos horas dedicadas a hablar de cómo funcionan los mecanismos del orden social
a través de la producción, control y redistribución de los discursos, de cómo
la libertad y el deseo de decir se ven condicionados por las condiciones de
posibilidad de los discursos que el "poder", a través de las
instituciones, establece. Hablamos de cómo la "voluntad de verdad"
—trasunto foucaultiano de la "voluntad de poder" nietzscheana—
desborda una "verdad" imposible, en la que lo "verdadero"
está regulado o prescrito por la autoridad.
La
manifestación del antagonismo eterno entre el "deseo" —la libertad
sin condicionar del decir— y el "poder" que nos rodea se traduce en
forma de instituciones que regulan y condicionan lo que decimos por medio de
prohibiciones, castigos, tabús y un sinfín de obstáculos. La sociedad son
reglas. Dice Michel Foucault al presentar al auditorio presente en el Colegio
de Francia su hipótesis:
[…] yo supongo que en toda sociedad la
producción de discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida
por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los
poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y
temible materialidad. (M. Foucault, El orden del discurso, Tusquets)
Cómo
iba yo a pensar que me encontraría al llegar a casa la siguiente noticia:
"Lo multan por saltarse un semáforo en rojo en una calle donde no hay"*.
Después de hablar durante dos horas de esa "voluntad de verdad" que
nos dicta —desde las leyes, desde las ciencias, desde la academia...— qué es "verdad",
¿cómo podía esperar leer que en Palma —en nuestra universal Mallorca, esa isla
que una mujer australiana creía que formaba parte del Reino Unido, según confesión
recogida en un programa televisivo— un ciudadano —¡Aux armes citoyens! / ¡Formez vos bataillons!— iba a recibir ese
discurso punitivo, puramente institucional, como es una multa por saltarse un
semáforo inexistente en una calle en la que no estuvo. ¡Oh, Michel, Michel, que
razón tenías!
Ya no
se trata de que te declaren "loco", como a la pobre Angelina Jolie en
"El intercambio" por decir que aquel niño sosainas que han encontrado
no es el hijo de sus entrañas y te encierren en un manicomio a darte duchas frías
por llevar la contraria al poder; o que te declaren "enfermo" y te
encierren en una isla lazareto como Molokai, a la que fue el famoso padre Damián a
servir a los leprosos excluidos. No, esto va más allá.
Nos
cuentan su ejemplar historia el diario El
Mundo:
Hace siete años a José Luis Simó Ribas le
llegó una sorpresa a su casa, una multa por pasarse un semáforo en rojo. El
asombro de este vecino de Palma no fue la propia sanción, sino el hecho de que en la calle que le marcaba el papel no hay
semáforo alguno. Fue en ese momento cuando comenzó su cruzada personal
contra el Ayuntamiento de Palma y la Policía Local para que se la quitaran,
batalla que aún no ha acabado para él.*
Como el
"agrimensor K", como "Joseph K", el señor Simó Ribas
comenzó su andadura kafkiana para enfrentarse al mundo institucional descrito y
explicado por Michel Foucault, un mundo sancionador más allá de la realidad
misma que no es "la que es" —¡qué ingenuidad!— sino la que el poder
describe con total desparpajo administrativo. Dice el diario El Mundo
que "el afectado pensó que todo era un malentendido que se solucionaría de
forma rápida porque, al fin y al cabo, no sería difícil explicar a las
autoridades oportunas que no se puede multar una infracción que es imposible de
cometer."* ¡Así empiezan los personajes de Kafka y mira cómo acaban!
Sigue
la descripción de todas aquellas instancias que no se dejaron conmover por el
baladí hecho de que no hubiera semáforo en la calle. Como muy bien nos explicó
George Orwell, no tiene gracia ponerle a alguien una multa por saltarse un
semáforo que existe y está en rojo. ¡Para eso no hace falta el
"poder"! El poder poder, el poder de verdad, se manifiesta en toda su
rotundidad institucional cuando no hay semáforo y alcanzaría su perfección
foucaultiana si el "afectado" no hubiera tenido coche. ¡Qué lástima!
En esas
multas que describen la infracción, en esas resoluciones administrativas en las
que se contesta al "infractor" que se desestima su reclamación, en el
embargo de sus cuentas por la cantidad de 185 euros por parte de la autoridad —que
siguen sin devolverle—, etc., se ve lo que es el "poder".
José Luis persistió en su intento de que anularan la multa y en 2009
interpuso una reclamación económico-administrativa contra la desestimación del
recurso anterior. En este caso, fue el Consejo Tributario del consistorio
palmesano el que se reunió en pleno para acordar una resolución de este caso
tan peculiar.
La contestación fue que desestimaron la
reclamación porque, como ya habían explicado desde la Tesorería, los motivos
que invoca el interesado no son ninguno de los establecidos de forma legal para
la oposición de constreñimiento. Pago, prescripción, aplazamiento, falta de
notificación de la liquidación y error u omisión del mismo constreñimiento que
impida la identificación de la deuda o el deudor son los argumentos que sirven
para poder reclamar, pero como lo que pide José Luis no está dentro de lo
normal para exigir el dinero de la multa, rechazaron su petición.*
Contestación
perfecta la que le dieron. El poder no solo fija lo que es una
"infracción" a través de la definición de las reglas, sino las
condiciones de la reclamación, es decir, las reglas para reclamar contra los
fallos en la aplicación de las reglas. ¡Cómo se va a recoger en las condiciones de reclamación
que el semáforo que te has pasado en "rojo" no existe! La maquinaria
es maquinaria porque no piensa más que en sus propios términos, ejecuta las
posibilidades que ha definido como posibles y la no existencia del semáforo no
entra en sus dudas. ¡Ese semáforo foucaultiano, transgresor y transgredido,
existe porque un documento afirman que don José Luis Simó Ribas se lo saltó y se
han acumulado más y más documentos afirmando que no ha lugar a su reclamación,
documentos sobre los que se apoyarán las contestaciones posteriores para seguir
denegando! Con cada nuevo documento, con cada nueva afirmación, el semáforo existe
un poquito más, hasta que llegará a tomar cuerpo a la vista de los viandantes que
creerán verlo en los días de niebla, como una luz roja, que llega del otro
mundo. Cada nueva reclamación denegada materializa el semáforo. Cree el "infractor"
que con su lucha la racionalidad o la justicia triunfarán:
"Ya estaba harto de que negaran
todo, así que solicité una instancia al Ayuntamiento para que ellos mismos
dijeran si hay o no semáforos en el Passeig del Born de El Molinar". La
respuesta del Departamento de Movilidad –Circulación– no se hizo esperar:
"No hay ninguna instalación semafórica que dependa de nuestro departamento".
Tras recibir la contestación,
hace cuatro meses, José Luis envió otro recurso donde la adjuntó, algo que no
le sirvió de nada. Lo único que obtuvo por parte del Departamento Financiero
del Ayuntamiento, que se debería encargar de la devolución del embargo, fue un
recordatorio de que en diciembre de 2009 desestimaron la reclamación donde
exigía la devolución del dinero.*
Desconoce
el reclamante que las instituciones poseen la capacidad de la contradicción
reglada, es decir, pueden producir discursos contradictorios ajustándose a sus
propias reglas. Su fragmentación actúa como compartimentos estancos, cada uno
trabajando con su propia racionalidad recursiva. ¿Qué le importan al
departamento financiero, que ha cobrado la multa, que le digan desde el
departamento de Movilidad que el semáforo no existe? ¡Nada! Para él solo
existen las órdenes de cobro; cualquier cuestión epistemológica le trae al
fresco. ¡Como si se hacen todos seguidores del obispo Berkeley!
Pero el
resumen cariñoso de cómo funcionan los discursos y el orden que hace que el
mundo marche sin caer en los peligrosos vaivenes del deseo se lo dieron en los
márgenes, sin sello de entrada o salida, como una epifanía: «la única
ayuda que consiguió del Cuerpo fue que un policía le dijera que "si un
agente dice que pasa un tren por el Borne, es que pasa un tren por allí"»*. Más
claro el agua.
Si yo
fuera el "infractor" (el nombre le estigmatiza en los discursos, le
sitúa en la infamia), una vez visto cómo funciona esto, hubiera recurrido a
otro tipo de medidas tratando de que la frustración producida no me creara
sarpullidos somatizados. Iría por la vía carnavalesca y celebraría el "Día
del semáforo", el día en que —según consta en toda la documentación— se lo
saltó. Pondría uno de cartón piedra en el punto exacto donde se encuentra el
inexistente semáforo. Haría coches de cartón y, disfrazados unos de guardias
multeros y otros de conductores imprudentes, montaría una fiesta sublimadora.
Una vez al año me descargaría del mal café que me produce seguir reclamando.
Con el
tiempo se puede convertir en una fiesta popular.
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