lunes, 24 de diciembre de 2012

Norman Birnbaum y el fracaso

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En estas fechas es frecuente hacer repasos y recuentos. Aparecen en los medios tratando de resaltar distintos aspectos de la vida anual, de sus idas y venidas. Otros van más allá.
El repaso del sociólogo norteamericano Norman Birnbaum es la revisión del papel de una generación —la nacida entre 1925 y 1930— dando por cerrado el ciclo vital de su alcance intelectual, enterrando su influencia social.
Birnbaum, catedrático emérito de la Universidad de Georgetown, realiza el análisis del papel de los intelectuales de su generación, lo que hicieron y lo que ha quedado de ello. Frente a la rica e influyente generación anterior, los nacidos en el cruce de siglo, Birnbaum ve a su generación intelectualmente fracasada.
A diferencia de lo que se puede hacer en otros campos de la actividad humana —obras públicas, museos, monumentos, fábricas, hospitales...—, el legado intelectual debe ir más allá de los estantes de las bibliotecas y traducirse a pensamiento social para después convertirse en acto. Tal es la pretensión del intelectual, un grupo social sobre el que se ha teorizado desde la Revolución Francesa en adelante. El papel de los intelectuales ha pasado de considerarse como una parte importante del progreso humano a través de la generación de ideas y principios, referencias morales, ejemplaridad, etc., a la indiferencia o al desprecio. 

Norman Birnbaum
Es la muerte del "ensayo" y el ascenso del "informe". Frente a las ideas, nuestro mundo se mueve más por el "diseño social", por la ingeniería de la eficiencia, definiendo esta última en términos de rendimiento. Birnbaum hace un repaso de la última generación que consideró el papel de los intelectuales y, especialmente, de sus errores, del fracaso que, sin tapujos, se enuncia ya desde el título.
Este fracaso ha sido, según su apreciación, causado por la incapacidad de reconocer las aspiraciones de la propia sociedad. Escribe:

Aspirábamos a una ciudadanía capaz de gobernarse a sí misma, incluso en la economía. Una fuerza laboral cada vez más educada se reconocería en nuestros textos. Queríamos acelerar el ritmo de la historia prestando nuestro talento a los partidos socialdemócratas y cristianos. Al fin y al cabo, nos considerábamos los representantes de sus electorados en la educación, la administración, las profesiones liberales y la ciencia.*



Las aspiraciones de los intelectuales, su confianza en ellos mismos y su papel, no permitió apreciar la deriva social hacia otros derroteros en los que la jerarquía de los valores se fuera modificando. El avance de la sociedad de consumo, la verdadera transformación, estalló con posterioridad a la II Guerra Mundial cambiando la orientación social y el papel de los intelectuales. Los textos en los que se preconizaba esa autonomía de los ciudadanos, su mejora cultural para lograr una emancipación liberadora, fueron, cayendo junto con la influencia de sus autores, en el olvido.

Dos grandes acontecimientos demostraron que habíamos hecho mal al interpretar una mejoría temporal de nuestra suerte como una gran transformación histórica. El primero fue el renacimiento del capitalismo descontrolado. El segundo fue el fracaso de la Tercera Vía. A la disminución de la parte de la renta nacional que iba a parar a manos de los trabajadores y la deconstrucción del Estado de bienestar sucedió la crisis que se suponía que el nuevo capitalismo había hecho imposible. Los demócratas estadounidenses y un gran sector de la socialdemocracia europea se convirtieron a la idea de los beneficios como principal instrumento de crecimiento económico y de inmediato experimentaron la depresión y la destrucción social.*


Fueron el consumo y el beneficio las dos fuerzas que cambiaron el mundo, no las ideas. O si se prefiere, ambos se convirtieron en las únicas ideas, en el pensamiento único transformado en acción política y en hábito cotidiano, filtrándose a todos los rincones de la sociedad. Las consecuencias son las que tenemos hoy: el aumento de las diferencias sociales y el empobrecimiento de sectores cada vez mayores de casi todos los países del globo.
La reducción humana al trabajo y este al beneficio es una forma de desvirtuar la condición humana y el sentido de lo social convertido en maquinaria al servicio del beneficio. Sin un sentido ético de la justicia distributiva, las sociedades se convierten en gigantescas maquinarias que alternan trabajo y ocio. Solo se mueven sobre su eje.
Birnbaum repasa su generación y sus retos y habla de fracaso. Al menos lo intentaron. Las generaciones posteriores difícilmente pueden hablar de "intelectuales" pues han sido sustituido por las "presencias mediáticas". Frente a las ideas, las "seducciones"; frente a los principios, la concepción retórica de la comunicación, herramienta al servicio de la seducción social. La "imagen", la "marca" pasan a ser las señas de identidad con las que se busca la adhesión a los que se ofrece. Carencia de ideas o principios, todo superficie. El beneficio no necesita justificación porque se justifica por sí mismo. Sí, en cambio, todo se justifica por él.
Termina su artículo Norman Birnbaum diciendo:

Para aunar el respeto a la dignidad humana y la sensibilidad ante la fragilidad humana es necesario tener una disciplina ascética y cierta forma de inspiración, como componentes morales del análisis histórico. Los intelectuales de mi generación no dimos suficiente importancia a ese aspecto; tal vez no fuimos peores que el resto de nuestros contemporáneos, pero tampoco mejores ni más profundos.*


André Malraux
La Historia, sea lo que sea, no marcha sola; es el resultado de nuestras acciones y nuestras debilidades. La melancolía del artículo, la sensación de haber perdido una oportunidad, de no haber sido capaces de establecer la deriva del mundo y corregirla es el sentimiento de fondo. Cuando Birnbaum repasa los problemas del mundo actual se da cuenta que la idea de progreso es engañosa, que no siempre se "avanza", que no existe un movimiento constante desligado de esa necesidad moral de mantenerse en la dirección correcta.

Bertrand Russell
Nuestro universo mediático global, basado en la captación de la atención, difícilmente puede manejar las ideas sin convertirlas en eslóganes. El mundo no busca buenas ideas sino frases más eficaces con las que mover las emociones en un universo "empático", como señalan otros analistas (J. Rifkin).
Señala Birnbaum: "Nuestra hipótesis, que las ciudadanías occidentales eran irreversiblemente democráticas, estaba equivocada."* El desinterés democrático va más allá de la mayor o menor participación electoral, aunque sea también un síntoma. Es dejar de pensar en términos de perfectibilidad del sistema, en el automatismo de los valores que lo sostienen y en la energía necesaria para mantenerlo en el buen camino. Todo eso se deja de lado, disminuye, en un sociedad que se considera definitivamente cerrada y en la que solo queda ya la aspiración del beneficio:

Estábamos equivocados. Los electores, en general, querían justicia, un mínimo de respeto y una parte respetable de la renta nacional. Pero su entusiasmo por el deporte y las vacaciones era mucho más acentuado que su interés por ayudar a tomar decisiones en la economía. En ocasiones se manifestaban o hacían huelgas, no por una nueva sociedad, sino para obtener más recompensas en esta. Nuestra crítica metahistórica de la existencia contemporánea no les conmovía.*


No sé si se está recuperando algo de ese sentido devaluado de la democracia, si no es tarde para que exista una ciudadanía consciente, capaz de frenar la deriva y dotar de un sentido moral a las instituciones creadas para su servicio. No acabo de verlo. Quizá esta sociedad, como dice Birnbaum, sea la que queremos y simplemente peleemos por "obtener mas recompensas". La idea de Birnbaum coincide con la que expresara John K. Galbraith en La sociedad opulenta (1958); conseguido cierto bienestar, desaparece el interés por el sistema y los que quedan fuera de él.
El artículo de Norman Birnbaum merece lectura atenta y reflexión.

* "El fracaso de mi generación" El País 22/12/2012 http://elpais.com/elpais/2012/12/17/opinion/1355767234_845603.html



Raymond Aron



Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir

Herbert Marcuse

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