Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Navidades sin Ana
Una
pequeña anécdota que mi compañera Ana Vigara me contó —sobre un pariente que no
se creía que Franco hubiera muerto y no quería regresar por si acaso— sirvió de
base a este cuento escrito hace ya algunos años. Hoy Ana no está con nosotros,
pero nos seguimos acordando de ella, cada día de una forma u otra. Está en
nuestros recuerdos y conversaciones. En este día de Navidad quiero compartir lo
que ella me contó y con lo que nos reímos juntos. Ella no necesita regresar
porque no se ha ido de nuestro recuerdo. Esta peculiar historia es un cuento
extraño de Navidad, pero no deja de serlo. Lo dedicamos a su memoria y a su
familia.
¡Feliz Navidad, Ana! Besos.
El regreso
Parece
que esta vez va en serio, que la tía se ha decidido a regresar. No nos lo
acabábamos de creer, pero, por fin, la hemos convencido entre todos. Hasta hace
una semana, el asunto estaba todavía muy complicado.
–¿Seguro?
–Que sí, tía, que sí..., que
hace ya más de veinte años.
–¿De verdad? ¿Seguro, seguro?
–insistía.
–Por favor, tía, ¿cree que vamos
a engañarla?
–No os conozco; podría se una
trampa...
–¡No nos salga otra vez con eso!
–... para pillarme por lo del
cabrito de vuestro tío, que al final siempre lo pagamos nosotras.
–¡Ay, tía, tía! ¡Nos va usted a
arruinar con tanta conferencia!
–Déjame, anda –dijo mi esposa,
cogiendo el auricular–. ¿Tita Sagrario...? Mire..., soy Mariana... Tiene que
creernos. No hay ningún peligro. De verdad....
–¡No os conozco...! ¡Oigo ruidos
raros en la línea!
–No son ruidos raros, tía, es el
bebé que está llorando en la cocina; le estaba dando de comer.
–¿Y si me estáis llamando desde
los sótanos de una comisaría y son gritos de torturas...? ¡Yo cuelgo, que me
localizáis!
–¡Pero si la hemos llamado
nosotros, tía!
–Bueno, da igual..., yo cuelgo.
Así estaban las cosas. Tuvimos
que mandarle a su casa, en aquel pequeño pueblo francés, todo tipo de cintas de
vídeo, recortes de revistas, fascículos..., cualquier cosa que pudiera
convencerla de que podía regresar a España sin ningún problema. Era la única de
nuestra familia que faltaba por regresar, y su vuelta se había convertido en un
reto para todos. Entre nosotros, era frecuente utilizar expresiones como “eso
es más difícil que la vuelta de la Tita Sagrario ” o “te lo devolveré cuando la Tita Sagrario
regrese”. Eran bromas familiares que pronto se convirtieron en una obsesión. La
entrada de nuevos miembros en la familia nos hizo ver que aquello, en el fondo,
no tenía ninguna gracia.
–¡En vez de reíros de ella, lo
que teníais que hacer era intentar que regresara! –nos recriminó un día mi
mujer durante una reunión navideña.
–Pero si no nos reímos; lo que
pasa es que no hay forma de convencerla para que regrese. Se cree que la están
esperando en la frontera para meterla en la cárcel, fusilarla o yo qué sé...
–¿Pero qué hizo para tener tanto
miedo?
–¡Nada, no hizo nada! Eso es lo
más curioso del asunto.
–Todo es por el tío Anselmo, que
debía ser fino. Mi madre decía que lo único bueno que había hecho el otro bando
fue fusilar a su cuñado. Cuando fueron a por él, la tía cogió las maletas y se
plantó en la frontera con su cuñada, que vivía con ellos, y ya no volvieron.
Encontró un trabajo en un pueblo del norte de Francia, en donde vivían unos
parientes lejanos de su madre, y se quedó allí. Le perdieron la pista durante
cuarenta años. Mi madre no dejó de buscarla, y finalmente conseguimos saber
dónde estaba. Le mandamos cartas, pero se negaba a volver. Es una tozuda.
–Pero, ¿por qué no quiere
volver? –preguntó mi cuñada Julia.
–Aunque te parezca mentira, dice
que ella no se cree nada.
–De las próximas Navidades no
pasa que esté aquí con todos.
* * *
Cuando llegamos a la estación
teníamos la duda de si realmente habría tomado el tren. Había dicho que
vendría, pero ¡vaya usted a saber, con lo que es ella! El tren llegó a su hora
y nos repartimos a lo largo del andén para intentar reconocerla. Buscábamos una
anciana de casi noventa años a la que no habíamos visto nunca. Estudiantes con
mochilas, emigrantes dispuestos a coger los enlaces hacia el sur, hombres de
negocios, parejas dispuestas a hacer turismo por España..., de todo..., menos la Tita Sagrario. El
andén se fue quedando vacío. Los grupos de familiares que habían ido a esperar
a los viajeros se dirigían, entre abrazos, hacia la salida de la estación. Todo
el mundo, menos la tía.
–Yo no la he visto –dijo mi
hermano Luis.
–Yo tampoco. ¿Qué hacemos?
–No sé... Como le haya dado un
ataque de pánico antes de tomar al tren...
–Espera, que voy a subir.
Me quedé esperando en el andén
mientras él se metía en el último de los vagones. Un Talgo entró por la vía
contigua y una nueva avalancha de gente inundó el andén. Mi hermano apareció en
la puerta del tercer vagón haciéndome señas con la mano para que me acercara.
Me dirigí hacia donde se encontraba, luchando con la riada de viajeros recién
llegados. Entré y vi a Luis de pie, en mitad del pasillo, con los brazos en
jarras.
–Aquí está –me dijo sonriendo–,
pero dice que no se baja.
La tía Sagrario estaba sentada,
muy rígida, con su bolso agarrado en la mano izquierda, y la mano derecha, los
nudillos casi blancos, aferrada al reposabrazos del asiento.
–¡Tía Sagrario...! Bienvenida a
España.
Nos costó hacerla descender.
Solo la amenaza del revisor de llevarla hasta las cocheras la convenció. Nos
dirigimos hacia la salida de la estación. La tía Sagrario no dejaba de mirar
desconfiada hacia los lados temiendo que, en cualquier momento, una pareja de la Guardia Civil se
abalanzara sobre ella y la llevara a los sótanos de algún cuartelillo perdido
del que nunca saldría.
–¡Acabo en una fosa común!
–decía–, ¡que lo sé yo! ¿Quién me mandaría a mí...?
–¡Ay, tía, tía...!
La metimos en el coche y, poco a
poco, se fue tranquilizando. Cuando parecía que estaba calmada, el sonido
estridente de alguna ambulancia la alteraba.
–Mire, tía, van a por algún
enfermo...
–¡Yo no voy a ningún sitio si
antes no vamos a la Basílica !
Y tuvimos que llevarla. Cogimos
hacia la salida de Madrid con los atascos de siempre. Ella seguía rígida, con
las manos aferradas al bolso y la mirada fija en el frente. De vez en cuando,
sus ojos se dejaban seducir por algo que le llamaba la atención, pero giraba
inmediatamente la cabeza como si temiera escuchar el canto de las sirenas.
–Encontrará todo esto
irreconocible, tía... –le decía mi hermano, pero ella no contestaba. Se
limitaba a mirar conteniendo su curiosidad.
Salimos de Madrid. Pronto se
pudo divisar la basílica en mitad de la montaña.
–Mire allí, tía... ¿lo ve? –le
pregunté–. ¿Seguimos o podemos volver?
Hizo un gesto con la cabeza que
no admitía dudas. Estaba decidida y todos sabíamos lo tozuda que era la tía
Sagrario.
Aparcamos en la explanada y la
acompañamos hasta la puerta de la basílica.
–¿Quiere que entremos con usted,
tía?
–¡Ni hablar! –contestó con
firmeza–. Esto es cosa mía.
–De acuerdo, la acompaño hasta
la entrada y la dejo sola –le dijo Luis.
Vi cómo subían enganchados del
brazo. Luis fue con ella hasta la misma puerta, se soltaron y ella desapareció
en el interior. La tía Sagrario iba resolver sus cuentas con la historia y
nosotros nos lo íbamos a perder. Mentiría si no dijese que tenía la secreta
esperanza de que mi hermano Luis la siguiera para poder contarnos después aquel
momento solemne, la resolución de aquella espera de más de cuarenta años.
Vi cómo Luis se echaba mano al
bolsillo y se sacaba un paquete de cigarrillos... y me temí lo peor. Se lo puso
en la boca y rebuscó en el bolsillo derecho del pantalón; luego en el izquierdo
y de ahí pasó al de la chaqueta... Después hizo lo único sensato: lanzó el
cigarrillo escaleras abajo y salió corriendo hacia el interior de la basílica.
Respiré aliviado. Esperaba que
no se hubiese perdido mucho. No había pasado más de cinco minutos cuando Luis
salió primero y se apoyó en un lateral de la puerta fingiendo haber estado allí
todo el tiempo. A los pocos segundos apareció la tía Sagrario, se dirigió hacia
él y se cogieron del brazo para iniciar el descenso. Nos metimos en el coche y emprendimos
el camino de regreso.
La tía Sagrario ahora no tenía
problema en mirar hacia todos lados. La vista se le iba detrás de los cargados
escaparates navideños, que apenas podía vislumbrar por el denso tráfico, y
comenzó a hacer comentarios sobre lo que veía.
–No reconozco nada...
–Normal, tía. Ahora nos metemos
por la Gran Vía
para que vea cómo está.
Cuando llegamos a casa, llamamos
al telefonillo para que bajaran a recogerla mientras nosotros nos encargábamos
de las maletas. Nuestras esposas se hicieron cargo de la tía.
–¡Yo soy Julia, tía! –le dijo mi
cuñada dándole dos besos y cogiéndola por el brazo –. Hemos hablado por
teléfono...
–¡Ah, sí..., Julia!
Mientras subían en el ascensor,
me fui directo al coche.
–¡Bueno, Luis, ¿qué ha pasado?
–le pregunté ansioso mientras me hacía con una de las maletas.
Luis se echó a reír al ver mi
cara ansiosa.
–Cuando entré en la basílica no
la localicé. Me di cuenta de que estaba en un lateral...¡rezando!
–¿Rezando...? –dije incrédulo–.
¡No me lo puedo creer....!
–Al menos es lo que se percibía
desde fuera. Estaba de rodillas en un banco...
–¿Y qué más?
–Así estuvo tres o cuatro
minutos...
–¿Y...?
–Se levantó y fue al frente,
cerca del altar, echó un vistazo y se dio la vuelta.
–¿Nada más...? –pregunté
frustrado por lo poco que había dado de sí el momento...
–Bueno, hubo algo que...
–¿...algo qué...?
–No estoy muy seguro, pero...
–¡Luis...! Déjate de
historias..., ¿qué te pareció?
–Pues... se volvió en mitad del
pasillo y levantó el brazo... Pensé que se iba a santiguar, pero de pronto
aceleró el movimiento y...
–¿Cómo que aceleró el movimiento, Luis? ¿Qué quiere decir eso?
–No sé, pero... me pareció un
corte de mangas...
–¿Un corte de mangas...? ¿La tía
Sagrario..., un corte de mangas? ¿Sí...?
–He dicho que no estoy seguro,
¿eh? Fue lo que me pareció..., pero como se dio la vuelta...
–¿Primero reza y luego hace un
corte de mangas...?
–Chico, yo lo que vi es lo que
te cuento... Ahora tú lo interpretas como quieras.
Nos dirigimos cargando las
maletas hacia la puerta de la casa. Aquellas Navidades que la tía Sagrario
estuvo con nosotros nos las pasamos discutiendo lo que Luis había visto o no.
La única que podría haber
resuelto nuestras dudas falleció en Francia unos meses más tarde.
(c) Joaquín Mª Aguirre 2012
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