Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
"Ciencialandia"
es una extraña construcción textual en la que si tiene que hablar de algún
descubrimiento en la sangre hablas de vampiros, si tienes que explicar de algo
sobre el cabello recurres a los hombres lobos, si tiene que hablar de la Luna
hablas de ambos o, como toca ahora, si tienes que informar sobre el "hombre
de Flores" (homo floresiensis) lo citas como un "hobbitt" (mera broma
de los científicos en su trabajo), algo que acabas tomando como literal
aprovechando, claro, el estreno de la película sobre la obra de Tolkien.
La
necesidad de conseguir que se interesen los lectores en la sección de Ciencia —como
en cualquier otra sección— no justifica convertirlo en espectáculo degradado e
informal, especie de anticipo de cartelera de lo que llegará el fin de semana,
sino todo lo contrario. Cada vez son más penosas las secciones de Ciencia de
los periódicos —en algún caso, escandalosamente engañosas y distorsionadas—,
indicador de la rebaja de la cultura científica del conjunto de la población y
de la mala educación lectora de la prensa. Si ya duele ver degradadas algunas
secciones del periódico, en el caso de la sección de Ciencias duele doblemente.
No es
un fenómeno aislado, sino el reflejo de un estado mental confuso respecto a la
Ciencia, lo que significa y de qué se ocupa. Una de las cosas más deprimentes
que cualquier persona sensata experimenta es el repaso de las secciones
etiquetas como "Ciencias" en la librerías más renombradas. Es
doloroso ver como se entremezclan sin pudor alguno —casi obscenamente— los
estudios rigurosos con las trivialidades más increíbles, con las
falsificaciones más impúdicas, con las extravagancias más escandalosas. La
colocación de los libros es los estantes nos revelan la incapacidad de
comprender la distancia existente entre un profundo tratado de "Historia
de la religiones" y el escrito más ridículo del gurú de cualquier secta,
entre la astronomía con la astrología, entre las neurociencias y la autoayuda,
etc. Son un muestrario elocuente de la incapacidad de nuestro tiempo de
distinguir el trigo de la paja, entre un Stradivarius y una caja de zapatos con
cuerdas. La diferencia entre un libro y otro es su precio.
Hemos llegado
a la época de la especialización del conocimiento y de la generalización de la
estupidez. Incapaces de distinguir más allá de nuestras reducidas disciplinas,
consumimos gustosos los "gatos" que nos dan cada día ante la
incapacidad de distinguir una cosa de otra. Alejados de aquella reducida
parcela en la que podemos ser genios reconocidos, somos en el resto "paletos"
con pocas luces llegando a la estación de Atocha dispuestos a que nos vendan
"estampitas".
Solo
desde esa perspectiva es posible ver la atención que se le presta a estupideces
del calibre del calendario maya del fin del mundo, etc., en secciones que se
rotulan bajo la etiqueta "Ciencia". Se crea con ello una confusión
inmunda entre lo que es la Ciencia verdadera y la estupidez fosforescente que
brilla en la oscuridad de los tiempos actuales.
Si Kant
decía que la Ilustración era necesaria para sacar al ser humano del
infantilismo en el que se había sumido por su propia renuncia a conocer,
nuestra época nos infantiliza a través de la incapacidad de los receptores para
distinguir y de la inmoralidad de los productores para ser distinguidos en esta
mezcla mercantilista de la información. Si para vender más llamando la atención
es necesario que la agnóstica Ciencia hable de "la partícula de Dios",
se volverá devota o lo que haga falta. Si hay que hablar del hobitt, lo hará; y de vampiros, mayas y extraterrestres.
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