Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Una persona, a la que tengo gran aprecio y
considero sensata, ha escrito en su muro de Facebook una petición en inglés
para que llegue al mayor número posible de personas con un ruego: “por favor,
no hagáis chistes sobre el islam”. No es una amenaza, ni un texto lleno de
insultos ni un ataque contra nadie; es simplemente un ruego de una persona que
pide respeto a lo que cree, a lo que es una parte importante de su vida. No es
un ruego específico dirigido a los que no comparten sus creencias, sino que
también lo hace extensivo a los propios musulmanes que tampoco lo respetan. Pide
que no se identifique sus creencias con las de aquellos que las llevan al
extravío, que no se tomen las excepciones por las reglas. Solo pide respeto y que se sepan separar las cosas. Las burlas hieren
a todos y no benefician a nadie.
Hay una diferencia muy grande entre no estar de acuerdo con
algo y burlarse de ello. Yo no estoy de acuerdo con muchas cosas en muchos
ámbitos, propias y ajenas, pero trato de respetar ciertos límites, separar la
crítica —por dura que pueda ser— de la burla, que no suele requerir demasiado
ejercicio de inteligencia tan siquiera.
A diferencia de la crítica, que exige conocimiento, la burla
suele ser una exhibición de ignorancia y del deseo de mantenerse en ella. Y extenderla
Nada hay más cómodo que la burla, que se suele basar en la mera repetición de
tópicos adornados con la particular gracieta
que el burlador quiera añadirle confundiéndolo con el ingenio. Nada más lejos
de la realidad. La burla esconde un deseo de protagonismo a costa de lo más
fácil, el tópico social. Amparándose en la corriente creada en la opinión, el
burlador trata de navegar con lucimiento sobre la cresta de la ola. La crítica,
en cambio, requiere de un conocimiento profundo de lo criticado so pena de
quedar en evidencia su debilidad intelectual. Indudablemente es más fácil
burlarse de alguien que realizar una crítica. Se disfraza la burla, en la
mayoría de los casos, con los mecanismos de la superioridad obvia, por lo que
no necesita de la fundamentación para ejercerse. El que se burla no da
explicaciones o justificaciones. Lo da por hecho y, simplemente, las hace.
La crítica, por el contrario, no exige de la burla para ser
eficaz. La contundencia y efectividad de la crítica se basa en su solidez
intelectual, en la construcción de los argumentos. Por eso la burla nunca
convence a nadie, busca la adhesión emocional en los acólitos, pero solo consigue
que la persona que sufre los ataques se sienta herida y se cierre a cualquier
diálogo o cambio de planteamiento. La burla lo único que hace es crear enemigos
y recelos donde podría haber personas dialogantes.
Evidentemente no todo merece respeto, pero eso no significa
que sea la burla el mecanismo que estemos obligados a utilizar, especialmente
cuando se atacan cosas que se desconocen o se ven afectadas personas o instituciones
que no se siente identificados en absoluto con los que son objeto de burla. La
burla mete, en su desconocimiento, todo en el mismo saco.
Nada más ejemplificador de los mecanismos de la burla que el
comportamiento de los niños. Los niños no ejercen la crítica; se burlan unos de
otros y, casi siempre, de forma cruel e injusta. Consideramos que es un comportamiento
que debe ser corregido y así se lo hacemos ver, pero después lo repetimos
nosotros. La burla crea resentimiento y genera odios.
Con demasiada frecuencia se recurre a la burla en la
política nacional. Lo grave es que esta forma de actuar se ha contagiado a los
propios políticos que escenifican este tipo de ataques embruteciendo a sus
propios auditorios y votantes, que los imitan. La ironía y la crítica
—mecanismos que requieren inteligencia— dejan de aparecer y la burla da paso al
simple insulto “gracioso” en busca de la aceptación fácil y la duplicación de
los imitadores, que se convierten en clones de sus originales burlescos. La
burla es, socialmente hablando, un mecanismo de aislamiento, una forma —igual
que hacen los niños— de evitar que aquel al que se estigmatiza se relacione con
los demás. Con la burla se le aparta a un rincón. Por eso en política es muy
peligroso recurrir a ella, por los efectos secundarios que suele tener.
La Ley del embudo funciona aquí con frecuencia: exijo respeto, pero no lo practico. Con frecuencia, los que hasta hace poco eran objeto de
burla, se dedican a lo mismo, con lo cual la tortilla ya está requemada después
de varias vueltas por la sartén. Y es que la burla es muy contagiosa y
contaminante. Por eso, el respeto necesita de más ejemplos, de más conductas
ejemplares, para tratar de frenar el avance de la grosera burla que nos degrada
y que tiene siempre el favor mediático. La burla atrae la atención fácilmente.
Los propios medios la practican sometiendo muchas veces a
los personajes públicos a degradaciones mediante montajes, retoques, ruiditos,
gruñidos, etc., todo un repertorio con el que ridiculizan a los que son objeto
de su ira. De igual forma que los demás casos, se busca la complicidad fácil de
las audiencias y no se consigue esconder la falta de imaginación y de razón, ni
creatividad ni inteligencia. Estos programas suelen gozar de buen número de
seguidores que dispersan las gracias escuchadas el día anterior en cafés,
tertulias y reuniones sociales en las que adquieren protagonismo con este tipo
de chascarrillos y chistes gruesos. Ya tienen nueva munición.
La burla no es más que la superficie de la ignorancia, de la
ausencia de principios, y del respeto que se debe a las personas. La crítica es
una herramienta lo suficientemente contundente para dejar al descubierto
carencias y defectos de aquello sobre la que se ejerce. Ir más allá solo
significa la pérdida de razones de quien la practica y el odio o desprecio
garantizado de quien la ha padecido. A veces, como sabemos, es el inicio de una
espiral de violencia.
Creo que todos deberíamos velar por el respeto debido sin
renunciar a la crítica. Respeto no significa silencio; tan solo el uso debido
de las herramientas adecuadas para el debate o la polémica política,
intelectual o de cualquier otro tipo. Deberíamos reflexionar un poco cuando nos
sentimos tentados a usarla y, especialmente, si se utiliza finalmente, garantizar
que no afecta a más personas, ideas o instituciones que no lo merecen. Cuando
la crítica no es capaz de superar el nivel del tópico, se disfraza de burla.
Cuando la inteligencia no es capaz de encontrar argumentos, se refugia en el
insulto, pues no es otra cosa la burla, una forma de agresión que se camufla
bajo los atractivos ropajes del humor para buscar la aceptación social.
Respetando a los demás, nos respetamos nosotros mismos al no
recurrir al uso de herramientas facilonas. No confundamos la libertad de
criticar y disentir, la libertad de expresar nuestra opinión, con la forma de
hacerlo. Nuestras opiniones pueden ser respetables, nuestras maneras, no. Se
olvida la diferencia, pero existe.
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