martes, 10 de enero de 2012

Después de la comedia

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Suena el teléfono y cuando trato de localizar el inalámbrico por toda la casa, al pasar junto a la sala de estar escucho de fondo el siguiente diálogo que me llega de la televisión abandonada:

—¿Qué tal, Harold?
—Bien, señor. Tengo cuarenta años y le traigo una pizza.

Creo que es difícil llegar al fondo de algo con menos palabras. Las carcajadas enlatadas sirven de esperpéntico fondo al gag. Mi duda es si me encuentro ante una tragedia o ante una comedia, ante una fábula o ante un retrato naturalista. Las carcajadas me impiden pensar que estoy en las noticias. Todavía no se ha llegado a eso.
Escuchaba el otro día una antigua entrevista con el actor británico Sir Peter Ustinov en la que decía que una comedia es una tragedia que sale mal y, a la inversa, una comedia es una tragedia fallida. Además de actor, Ustinov —fallecido en 2004— fue dramaturgo, escritor, guionista, productor y director de cine, diplomático, entre otras cosas. Fue Rector de la Universidad de Dundee. Ganó un Oscar, un Grammy, el Globo de Oro y otros premios importantes por sus interpretaciones. Y una persona inteligente y con gran sentido del humor.

Peter Ustinov
Al estar reservadas a los nobles, las tragedias se ocupaban de las luchas por el poder, de cómo hacer llegar al trono hijos bastardos, o de cómo traicionar a tu hermano sin sentir remordimientos, todos ellos temas comunes en las casas reales antes de que emparentaran con la burguesía. Con la llegada de la guillotina, la burguesía logró hacerse un hueco en los escenarios —además de en las alcobas reales— y muchos se escandalizaron porque pretendían representar historias vulgares sobre matrimonios obligados, sirvientas acosadas, herencias, quiebras financieras y naufragios de barcos cargados de telas, todos ellos argumentos poco prometedores pero que, al llenarse el patio de butacas de burgueses deseosos de elevar sus preocupaciones cotidianas al rango de universales, pronto triunfaron.
La cosa fue degenerando y los hermanos Goncourt tuvieron que dar explicaciones por haber dedicado una novela no ya a reinas, princesas, duquesas o esposas de banqueros, sino a una simple criada, Germinia Lacerteux. La gente comprendió rápidamente dos cosas: que el personal de servicio, el que vivía en el piso de abajo, además de vida privada tenía vida interior, y que los trenes se habían hecho para que se arrojaran a sus vías las damas adúlteras que se sentían culpables, una forma de simbolizar que el progreso arrollaba todo a su paso.
Con Ibsen se discutió sobre la posibilidad de la existencia de una tragedia doméstica, la que transcurre entre el dormitorio y la salita de estar, que ya no tiene a los nobles por objeto, porque la nobleza iba quedando para las operetas vienesas. Balzac llamó al conjunto de sus novelas “comedia humana” en contraposición a la “divina comedia”, porque la sociedad ya no tenía nada de divino y sí mucho de vulgar comedia sobre el dinero y el sexo, llamado en ocasiones amor. Stendhal vio muy bien esa confusión de principios que diluía las separaciones entre la noble tragedia y la vulgar comedia cuando señaló que él no escribía para duquesas ni para criadas que se les parecen. Los nobles dejaron de ser interesantes para la literatura y el teatro y empezaron a serlo para las gacetillas y el papel cuché, negocio que fue a más con la proliferación de las peluquerías y otros negocios con sala de espera.
La observación de Peter Ustinov sobre tragedia y comedia es una condición moderna que afecta a la visión de los acontecimientos más que a su naturaleza. No lo dijo refiriéndose a una comedia sino hablando de su participación en la película Espartaco (Kubrick 1960), en la que intervino en el guión junto a Dalton Trumbo y por la que Ustinov recibió el Oscar al mejor actor secundario.


Espartaco es un ejemplo de la inversión de los valores de la tragedia, en el que la nobleza no es la de la cuna sino la de los principios. El héroe es un gladiador esclavo que tiene por único deseo la libertad, enfrentado a un mundo de una nobleza corrupta y sin apenas principios más allá de conseguir el poder y mantenerse en él. Mientras Espartaco nos parece noble, los demás nos parecen infames, viviendo en un mundo de traiciones permanentes en la política romana. 


Ustinov captó bien el componente tragicómico de la obra al darse cuenta que Espartaco se ve obligado a hacer lo que no quería hacer —todo lo que le parecía innoble—, pero que lo hace por otros motivos. Cuando no quiere luchar con su amigo Antonino, tiene que matarlo para evitar que este sea crucificado, larga tortura, como hacen con todos los prisioneros tras la batalla. Irónico es también que Espartaco conozca a su hijo recién nacido —y libre no por su acción, sino por la rivalidad entre los senadores romanos— desde lo alto de la cruz en la que es torturado en la salida de Roma, la primera de los millares de cruces de las que penden los rebeldes que hay repartidos por el camino.

Toda la historia está llena de estos engarces irónicos que son los que causan los acontecimientos. La ironía es una característica de la modernidad que dejó a un lado la voluntad de los dioses en lo que ocurre y lo sustituyó por esa fuerza extraña que surge de la vanidad de los deseos humanos y por los complejos caminos por los que se cumplen o frustran. Liberada de esa voluntad rectora, la tragedia se vuelve absurda e inescrutable, risible, como supieron entender Samuel Beckett, Jean Genet o Eugene Ionesco. Se vuelve circo permanente, trágicamente risible, da igual que sea de gladiadores o payasos. 
Se trata de cambiar el sentido y alcance de la risa. El que a una persona de cuarenta años que reparte pizzas de puerta en puerta se le pregunte qué tal le va, forma parte de esa doble naturaleza moderna de la tragedia y la comedia. Lejos de mostrarnos un intenso drama sobre los motivos y consecuencias de la crisis económica o sobre los sueños rotos, la comedia introduce su esencia trágica como un latigazo, con una réplica, en un abrir y cerrar de puerta, obligándonos a que surja la risa como paréntesis del llanto.


Samuel Beckett

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