Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El diario El País
se hace eco de las reacciones ante la nueva película de Meryl Streep en la que
interpreta a la que fuera Primera Ministra británica, Margaret Thatcher*. Por
más que queramos, la forma de responder ante una iniciativa artística de este
tipo, la recreación de un personaje conocido, no suele ser imparcial porque,
entre otros muchos motivos, no puede serlo. Nunca somos indiferentes y siempre esperamos que el retrato que nos ofrecen concuerde con el que nosotros hemos elaborado. Desde el punto de vista político, a
unos les parece que hace justicia negativamente y a otros que no lo hace
positivamente, que viene a ser no contentar a nadie. Eso sí, todo se rinden
ante el arte de la actriz. Y esto no ocurre solo con las personalidades políticas.
La recreación artística de una persona conocida y próxima en el tiempo suele ir acompañada de reacciones de este tipo. Recientemente hemos tenido
varios casos de recreación de Richard Nixon, los interpretados por Anthony
Hopkins, en la cinta de Oliver Stone (Nixon,
1995), y por Frank Langella, en El
desafío: Frost contra Nixon (Frost /Nixon 2008), dirigida por Ron Howard.
Son frecuentes la apariciones de John F. Kennedy, al que durante años se le
puso la cara del actor Martin Sheen, que pasó a ser considerado, no sé si con
su consentimiento, como el prototipo de lo que debe ser un presidente
norteamericano visto desde el asiento de una sala de proyección o el sofá
televisivo. Esto se desprende del número de veces que ha interpretado a
presidentes, incluido por supuesto su interpretación del presidente Bartlet en
la serie televisiva El ala oeste de la
Casa Blanca (The West Wing).
Recientemente hemos tenido en las pantallas a la Reina de Inglaterra, al Che
Guevara y a otros personajes conocidos, vivos en algunos casos.
Frost y Nixon reales |
Para un actor, representar a un personaje reciente en la era
de los medios audiovisuales, en la que existe todo un registro de gestos,
voces, expresiones, etc., no es sencillo. Los actores que han representado a
Churchill se han pasado todo el día con el puro entre los dedos y haciendo la “V”
de victoria. El problema está en que esos detalles son para muchos la esencia
del personaje. Un mohín con los labios, una subida de cejas, una sonrisa
especial…, la caza de detalles que aporten verosimilitud al personaje suele ser
una tarea crítica porque el mismo elemento que nos lo identifica nos evita que
podamos percibir otros. Hay actores que caen presos de un tic, impidiéndoles
salir a los terrenos abiertos de la interpretación. El gesto tapa al personaje.
Muchas actrices han querido ser Marilyn Monroe tiñéndose el pelo y haciendo un
mohín con sus labios; no es fácil interpretar un personaje de artificiosidad
tan natural y de naturalidad tan artificial como Marilyn. La actriz Michelle Williams, quien acaba de
protagonizar My week with Marilyn, ha
señalado “I'm most interested in her life before she became Marilyn. For me,
the interest wasn't so much in this larger-than-life personality.” Es en
esa parte de la vida, en la que ella
no era la que conocemos, en donde puede encontrar la naturalidad que evite la
caricatura.
Philip Seymour Hoffman y Toby Jones recreaciones de Truman Capote |
No hace mucho pudimos ver, casi en una misma temporada, dos
interpretaciones diferentes de un mismo personaje real, Truman Capote. Las
divergencias en un proyecto para llevar a la pantalla la historia que rodeó su “novela-verdad”,
A sangre fría (In cold blood) dieron
lugar a un desdoblamiento interesante. En 2005, la película Capote le sirvió para ganar un premio de
la Academia al actor Philip Seymour Hoffman. Un año después, Historia de un crimen (Infamous), dio ocasión al actor Toby
Jones para recrear de nuevo al escritor. La crítica tuvo una reacción insólita:
algunos llegaron a decir que el Oscar
había ido al actor equivocado, haciendo referencia a que si la interpretación
de Hoffman había sido buena, la de Jones había logrado superarla y situaba al
espectador ante un Capote casi real. No suelen darse casos de unanimidad así,
aunque algo parecido llegó a concedérsele a la actriz Helen Mirren con su
interpretación de la Reina de Inglaterra (The
Queen, 2006).
Para un actor siempre es un reto la interpretación de un
personaje real. Pero en estos casos, los conflictos se pueden plantear, como
ocurre con el de Meryl Streep, más allá de la interpretación y referida a
la historia. Debe ser frustrante para una actor o actriz dar vida a un personaje
para que después el debate se traslade a si se debe mostrar al personaje bajo
el deterioro mental de la vejez. El debate deja de tener sentido estético —rara
vez lo tiene— y se adentra en terrenos complicados. Algunos han señalado que a
los norteamericanos no les habría hecho gracia ver a Ronald Reagan representado
en los momentos de su deterioro psíquico senil, llevando la polémica a un
terreno estéril. Quizá sea inevitable que este tipo de películas tengan ese
problema siempre, como lo tienen las biografías en el terreno literario. Nunca
dejan satisfechos a nadie.
Una de las polémicas más acaloradas respecto a las películas
biográficas fue la que suscitó la magnífica obra de Milos Forman, Amadeus (1984). Recuerdo la discusión
mantenida en la prensa española entre el psiquiatra Vallejo Nágera, el crítico musical Antonio Fernández-Cid y, finalmente, la gran mezzosoprano española
Teresa Berganza. La cantante escribió lo siguiente: “El producto chapucero de
la industria fílmica que sobre la vida de Mozart invade las pantallas al tiempo
que maltrata y tergiversa la vida de uno de los más grandes genios de la
Humanidad, conduce al espectador incauto hacia esas zonas de pseudocultura
donde, por obra y gracia de la masificación, el error se enraíza como planta
mala, y el hombre-masa que acude a las salas de proyección pasa a engrosar,
ingenua o inocentemente, la infinita turba de los necios” (“Mozart”, Tribuna
abierta, ABC 27/4/1985 p. 33). El
infinito amor de Teresa Berganza por Mozart le hace caer en el error de pensar
que nos encontramos ante una biografía realista,
quizá inducida por el propio tratamiento cinematográfico. Berganza señala en el
artículo de ABC que vio la película en Viena y que sintió rabia, indignación y
lágrimas en sus ojos. Llega a escribir: “Deseo que el peso de las estatuillas
que —¿premian?— esa obra la hunda para siempre en el abismo del olvido”. El error, como ya señaló Roland Barthes, es pensar que la biografía es una forma de dar cuenta de una verdad existente, la vida. Toda biografía es una forma de ilusión.
La interpretación que Tim Hulce hizo de un Mozart cretino no
se refería al personaje real sino a algo que Alexander Pushkin, el romántico
ruso, ya había planteado —recogido de la época— en la historia de una rivalidad entre Mozart y Salieri, como
drama sobre la envidia. Curiosamente los que se ofendieron tanto por la
representación de Mozart, no lo hicieron con la igualmente distorsionada y
simbólica del músico Antonio Salieri. Peter Scheffer fue lo que retrató en su
obra de teatro Amadeus y fue lo que
Milos Forman llevó a las pantallas para deleite de millones de personas y
frustración dolorosa de Teresa Berganza. La forma de representar la envidia era
la pregunta de Salieri de por qué Dios es tan injusto como para conceder los
favores de la genialidad a alguien tan idiota como el personaje representado por
Hulce. El actor, sin tener que preocuparse por caracterizaciones —como en los
casos de Nixon o Thatcher—, gestos o cualquier otro documento sonoro o visual,
centró estilizadamente la interpretación de Mozart en su estruendosa risa, para
irritación de muchos que entraron inmediatamente a discutir sobre la
historicidad de la carcajada. Algunos citaron cartas o documentos que otros no encontraron y
es probable que eso forme parte de la leyenda, como tantas otras cosas relacionadas
con el genial autor. Pero aunque no encuentren el documento que pruebe que
aquella risa era digna de un cretino, está el hecho de formar parte de la
tradición —no del hombre-masa orteguiano condenado por Teresa Berganza—.
En la obra de Herman Hesse, El lobo
estepario, la risa de los dioses, de los Inmortales, está representada por la risa estridente
de Mozart. Será la que salve finalmente de su propia gravedad al suicida Harry
Haller. La risa es la risa dionisiaca, de Zarathustra, infantil, absurda, que
Nietzsche coló en la obra de Hesse, este en la obra de Shaffer y Milos Forman
en nuestros oídos a través de Tim Hulce.
Nunca es fácil interpretar a un personaje que surge de un
ser real, porque a su vez los seres reales somos personajes de nuestras propia
vidas y ofrecemos al escenario del mundo un sinfín de poses y tics. La verdadera
grandeza del actor no consiste en la mímesis del personaje real sino, por el
contrario, en hacer una auténtica creación de lo que se puede quedar en mera
recreación. La interpretación del actor es eso, interpretación, la elección de una de las muchas posibilidades que
el arte tiene de crear vida y no solo de imitarla.
No existe una Margaret Thatcher real entre Maggie y La dama de hierro. Existe un fantasma múltiple que trata de convencernos
de su propia solidez y unicidad. Y es ese fantasma el que el actor o actriz
trata de encarnar ante nuestros ojos con mayor o mejor fortuna, pues en el arte
solo se trata de crear ilusiones convincentes más que de verdades eternas.
* “’La Dama de Hierro’ divide a los británicos también en
las pantallas”. El País 6/01/2012 http://www.elpais.com/articulo/cultura/Dama/Hierro/divide/britanicos/pantallas/elpepucul/20120106elpepucul_4/Tes
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