Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Es preocupante el aumento de la intransigencia en todo el
mundo. Así lo parece cuando vemos comportamientos generales, quemas de iglesias
o mezquitas, de biblias y coranes. Pero no es solo un problema de
intransigencia intercultural o interconfesional. Cada vez tiene más reflejo en el ámbito
particular, en la vida cotidiana. Me llegan comentarios de amigos que, por
ejemplo, han descubierto en otros amigos conductas intransigentes
insospechadas, actitudes que no esperaban ver porque no se habían manifestado
con anterioridad con esa virulencia. Gente que hacía años que se conocían han
dejado de hablarse por la forma de comportarse o de manifestarse de alguno de ellos.
Es normal que en países que han pasado por dictaduras o que
estén saliendo de ellas se produzcan choques sobre la forma de valorar las
nuevas y viejas situaciones. Mis amigos egipcios me cuentan muchos casos así. No
hay sorpresas en que se produzcan estos choques, por más dolorosos y
frustrantes que puedan ser para personas que hasta hace poco convivían. Pero me
interesa más el crecimiento de la intransigencia entre personas que viven en
situaciones muy distintas, lejos de dictaduras, en democracias plenas.
El aumento de la intransigencia política y religiosa en una
sociedad en la que se supone que se tiene derecho a votar libremente me parece
preocupante. El sectarismo vocacional va en aumento allí donde a nadie se le
presiona ya para que crea o no crea, vote o no vote, en cualquier sentido. Da
pena ver cómo criticamos las dictaduras para ver después la proliferación de
una intransigencia, auténticamente tiránica, que estigmatiza a los que visitan
un templo o votan algo distinto de lo que nosotros mismos votamos.
Esta intransigencia forma parte del retroceso de la cultura
democrática y es responsabilidad de los propios políticos e instituciones que
deberían dar ejemplos de convivencia y maneras y no ese espectáculo bochornoso
del insulto y de la degradación del otro porque opina, siente o cree de una
forma distinta. Reivindicamos la libertad religiosa para atacar a los que
creen; reivindicamos la libertad sexual para, a reglón seguido señalar, con el
dedo a los que se comportan de otra manera; reivindicamos la democracia para actuar
después como tiranos negando a los otros del derecho a votar en conciencia lo
que las leyes les permiten. Es la reivindicación del absolutismo: la política c’est moi; la religión o el ateísmo militante
c’est moi; el sexo c’est moi. Aquí todos somos Luis XIV. Lo
que las leyes nos reconocen, lo atacamos mediante la costumbre, la mala costumbre hay que precisar, que es
la de la presión social, la del ridículo o la burla, la del insulto, la de la
estigmatización.
Es preocupante porque las cosas que escucho y leo, cada vez
más a menudo —y en personas que me sorprende—, me parecen un retroceso
peligroso en las actitudes y maneras democráticas. Al igual que cualquier otra
creencia, la democracia se vacía si se queda convertida en un rito externo.
Votar es solo una parte; en muchas dictaduras se vota. Defender el derecho a tener opiniones diferentes a las mías dentro de un marco jurídico básico —una constitución— es más importante porque es la base de todo lo demás.
Creo que los políticos deberían empezar a hacer examen de
conciencia sobre cómo esa “ciudadanía” que tanto nos preocupa a todos, además
de saber informática, inglés y cualquier otra disciplina que nos convierte en
modernos, aprende que la base de la democracia es la convivencia y que la
libertad que la ley marca es de obligado respeto para todos. La constitución
bajo la que vivimos dice que a quién votemos es un asunto exclusivo de nuestra
conciencia; en qué creamos, un asunto de nuestra fe; y con quién, dónde y cómo tengamos
relaciones pertenece al ámbito de nuestra intimidad. Sin embargo, parece que
cada vez son aspectos sobre los que los demás opinan y se tienen que dar
explicaciones. Se haga en nombre de quien se haga, es antidemocrático. Y así
hay que decirlo.
Es frecuente que cuando se afea a los políticos ciertos
comportamientos, te digan con una sonrisa que son cosas de las campañas electorales, que son mensajes para los
mítines, cosas de la política; que
luego entre ellos se llevan bien, que muchos son amigos y salen a cenar las
parejas o juegan al pádel una vez a la semana. Todo muy bonito, sí, pero fuera
de las cámaras, para las que se reservan los mensajes apocalípticos y las descalificaciones
descarnadas. Forma parte del guión de la
película política, te dicen.
Habría que empezar a decirles —a ellos y a muchos otros— que
esa película que proyectan cada día tiene consecuencias en las personas y en
las relaciones sociales, que es una semilla peligrosa que acaba dando frutos no
deseados, la intransigencia y el sectarismo.
Algunos me han pedido que formule un “deseo para el año que
comienza”. Creo que es este: que cada día demos ejemplo de convivencia, que
sepamos distinguir lo que no nos gusta votar de lo que prohibiríamos a los demás votar, que
distingamos entre el derecho y la intransigencia, y separemos el debate del insulto. De otra
forma, no somos más que pequeños tiranos frustrados deseando crecer.
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