Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Ayer fue un día reivindicativo por la zona de Sol, en pleno
corazón de Madrid. El tren te deja en la misma Plaza y los primeros con quienes me encontré fueron los
saharauis. Acababan de terminar su concentración y se despedían junto a la
entrada acristalada del metro. Me acerqué y saludé a mi amiga Ebbaba, auténtica
fuerza reivindicativa de la naturaleza, alumna de la Facultad. Tenía ganas de
estudiar otras cosas, pero decidió que su pueblo necesitaba periodistas que
informaran de lo que ocurre allí, de los sentimientos de su pueblo. Su
compromiso es admirable. La conocí en la presentación que hacemos cada año para
los alumnos de Primero en el salón de actos. Se había mencionado que existía en
la Universidad, entre otros, un programa de cooperación con el pueblo saharaui
y ella se acercó al terminar hasta nosotros:
—Hola. Soy saharaui y es mi obligación participar en lo que
tenga que ver con mi pueblo. ¿En qué puedo ayudar o qué puedo hacer?
Y allí estaba ayer, como no podía ser de otra manera, reivindicando, dando voz junto a otros saharauis y simpatizantes españoles que no cejan en sus actos de denuncia. Si hay una tradición en España, por muchos motivos, es la del apoyo al pueblo saharaui. Sin ir más lejos, en mi joven pueblo, existe —creo que casi desde su inicio, al menos yo la recuerdo de siempre— una Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui muy activa en sus campaña de ayuda, visitas a los campamentos y otras iniciativas.
Me fui a comer por la zona y aproveché para unas compras
antes de las cuatro de la tarde, hora en que estaba convocada la concentración
en la Plaza de Jacinto Benavente. Se había cambiado a última hora, por parte de
la Delegación del Gobierno, porque coincidía con otra manifestación en la
Puerta del Sol. Cuando la atravesé vi que la otra manifestación autorizada era
de los sirios. Habían colocado sus banderas y carteles reivindicativos en el
centro de la plaza. En ese microcosmos extraño en que se ha convertido Sol, en
el que me cruzaba con figuras como las de Bob Esponja, Mickey Mouse y un
extraño árbol de un verde chillón que hablaba con la gente, los más extraños
eran las caras de la familia Al Asad repartida
por el suelo en los carteles que los sirios habían colocado con información y detalles de sus crueldades represivas y andanzas generales. Reclamaban la expulsión del embajador del régimen.
Iba con prisa y subí por la calle Carretas hasta llegar a la
Plaza. Ya eran casi las cuatro y reconocí a algunos egipcios. Tras los saludos,
manos a la obra. Lo primero era hacer visible el lugar, marcarlo como el punto
de concentración y faltaban cuerdas para atar las banderas a las farolas. No es
fácil encontrar cuerdas a esas horas un sábado, pero encontré una tienda cerca
con cordones de cortinas en oferta y compré seis metros. Sirvieron para atar
las dos primeras banderas que se fueron montando sobre los palos hasta que llegaron más materiales para instalar banderas grandes que sirvieron de telón de fondo a la concentración.
La Policía, muy amable, se acercó a comprobar los datos de los solicitantes de la autorización y recordar las horas de comienzo y final. Se le dijo que quizá hubiera que poner a alguien con una bandera en el metro de Sol por si algunos no se había enterado del cambio de lugar por la otra manifestación.
—Pero ¿se llevan ustedes bien? —nos preguntó preocupado el
policía. Le dijeron que sí, que no había ningún problema con los manifestantes
sirios, sino todo lo contrario.
Poco a poco se fueron colocando las pancartas que habían traído con propuestas en español e inglés, palabras de libertad y paz, de
desprecio hacia dictadores y dictaduras, a los que se manchan las manos y las
calles con la sangre de la gente que aspira a tener lo que allí se repitió más: “pan,
justicia y libertad”, los ladrillos básicos sobre los que construir un futuro deseable.
Los egipcios traían ya entrenados de un año de revolución —y
muchos más de frustración y lucha anterior— sus gritos y peticiones, coreados
por todos ellos, repetición de los que se escuchan en Tahrir y otros muchos lugares de Egipto. Los españoles presentes querían también sumar sus voces y
pronto se gritó, alternando, en los dos idiomas. La zona, en pleno movimiento de sábado
por la tarde, observaba con curiosidad aquellas banderas y pancartas que se elevaban
junto a las voces pidiendo algo que todo el mundo entiende: paz y libertad.
En una pantalla se proyectaron, como se pudo, imágenes de la
revolución, de las barbaridades sufridas y negadas por la autoridad que allí
podían verse como fantasmas mudos, agitando sus banderas, sufriendo cargas
policiales o atropellados por vehículos militares dirigidos contra la multitud.
Aquella pantalla gris, bajo los tonos rojizos de las farolas, mostraba imágenes
mudas de un año de revolución, de deseos reprimidos brutalmente, de ilusión y
desesperanza, de mártires, doce meses de la historia de Egipto, de un pueblo
que decidió ponerse en marcha contra lo que se pretendía eterno y cayó, pero
cuya sombra no abandona el escenario. Fueron los egipcios presentes los que
pusieron con sus voces sonido a aquellas imágenes silenciosas. Madrid pudo
escucharlas.
Pronto llegaron algunos sirios. Había terminado su
concentración y se unían ahora a los egipcios en la Plaza de Jacinto Benavente.
Pudimos hablar con ellos y escuchar horrorizados algunas historias que nos
contaron. Hablaron de las uniones de esos dictadores que han estado oprimiendo
a sus pueblos, de cómo se prestaron y prestan ayuda unos a otros en la represión. Pero
igual que esos dictadores se sentían hermanados en su cruel gobierno, ahora son
los pueblos los que se unen para mostrarles a los dictadores que quedan que no solo se enfrentan a ellos, sino a todos unidos, a sirios,
egipcios, yemeníes…
De las voces de las muchachas sirias que venían de su manifestación salió un grito común “el pueblo unido jamás será vencido”, el viejo pero efectivo canto que ahora adquiría pleno sentido en aquella plaza, hermanando a unos y otros. Nada une más que el sufrimiento y nada provoca más solidaridad. Si los dictadores están unidos, los pueblos lo están todavía más. Si ha habido algo especial en las revoluciones árabes ha sido su contagio popular, su apoyo de unos a otros.
De las voces de las muchachas sirias que venían de su manifestación salió un grito común “el pueblo unido jamás será vencido”, el viejo pero efectivo canto que ahora adquiría pleno sentido en aquella plaza, hermanando a unos y otros. Nada une más que el sufrimiento y nada provoca más solidaridad. Si los dictadores están unidos, los pueblos lo están todavía más. Si ha habido algo especial en las revoluciones árabes ha sido su contagio popular, su apoyo de unos a otros.
Finalmente se leyó un manifiesto de los “Egipcios sin
fronteras”, de los egipcios que desde el exterior siguen manteniendo las reclamaciones
de la libertad tal como lo hacen en su propia patria muchos todavía,
convencidos que el espíritu que dio lugar a la revolución, hace un año, sigue
en pie necesariamente. El canto del himno cerró el acto.
En Madrid como en el Tahrir, decían. Y así fue ayer. El centro de Madrid se convirtió por unas horas en el lugar donde las voces de egipcios, sirios y saharauis exigen su derecho a ser libres y están, en la distancia, comprometidos con sus pueblos. Un Madrid lleno de voces de libertad, de entusiasmo, de solidaridad de unos con otros. Me gusta un Madrid así: en el corazón de la ciudad, una ciudad con corazón.
En Madrid como en el Tahrir, decían. Y así fue ayer. El centro de Madrid se convirtió por unas horas en el lugar donde las voces de egipcios, sirios y saharauis exigen su derecho a ser libres y están, en la distancia, comprometidos con sus pueblos. Un Madrid lleno de voces de libertad, de entusiasmo, de solidaridad de unos con otros. Me gusta un Madrid así: en el corazón de la ciudad, una ciudad con corazón.
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