Joaquín Mª Aguirre (UCM)
E.L. Doctorow |
Escribe el novelista norteamericano E.L. Doctorow en la
Introducción de su obra Creadores,
una selección de ensayos sobre literatos:
Una novela se escribe a expensas
del ser del novelista. Al final, no queda gran cosa de él que no se haya ido en
la escritura. Puede que el peculiar destino del escritor sea que, tras escribir
durante toda su vida, acabe convertido en un misterio para sí mismo, pues su
identidad se ha disuelto en sus libros.* (13)
Es evidente que los escritores, todos ellos unidos por un
arte común, no tienen porque coincidir ni en la motivación ni en la
trayectoria. Puede, incluso, que lo único que les una sea figurar en las mismas
historias. Para Doctorow la escritura es un proceso de vaciamiento, un
desprendimiento al final del cual solo queda una bolsa vacía, la mente del escritor
despojada de cualquier posibilidad de decir. Ha dado todo lo que llevaba
dentro. Idea romántica, sin duda, en la que como le gustaba decir a Baudelaire,
el artista se inmola en el altar de su arte, la mariposa que se quema atraída
por la llama. Tan solo que aquí el fuego es interior. El arte parasita al
hombre vaciándole.
A Doctorow le fascina esa idea de la dispersión de la
personalidad, del elemento nuclear que se sateliza o reparte en las creaciones.
Cuanto más hay en los libros, menos queda del escritor. La imagen es interesante,
pero mucho nos tememos que bastante incierta. El acabar convertido en un misterio para uno mismo no se produce
al final de la vida literaria, sino en su inicio, pues no suele ser otro el
motor de ciertos escritores que tratan de encontrar en el proceso creativo la
explicación de su propio misterio. Se
buscan en la creación.
Es precisamente la esencia misteriosa de uno mismo lo que
nos lleva a la indagación que es el proceso creativo en sí mismo. Prescindamos
de los que buscan fama, dinero o admiración y nos quedará un reducido número de escritores
fascinados por lo que sale de su pluma, personas que nunca soñaron que saldría
de ellas lo que sin embargo brota en variables oleadas. Creo que lo que el
artista encuentra al final de su recorrido vital es más que con lo que comenzó.
Hay mucho de pericia técnica, de maestría —en el sentido de oficio— en la escritura, pero hay un
componente magnético, fascinante, que es el descubrimiento interior de lo que apenas
podíamos imaginar que se encontrara allí. La idea del escritor-cebolla, vacío
tras abandonar una a una sus capas en las obras, es más una ilusión óptica. Es
el efecto de lo acumulado históricamente frente a lo puntual del momento.
Podemos plantear la escritura como un proceso contrario,
como un componerse a partir de las
capas producidas durante el proceso de creación. Lo que tendríamos al final no
es un vacío, sino ese ensamblado de
las experiencias vividas durante la elaboración de cada obra. El final sería
precisamente la respuesta que buscamos al inicio.
Al principio y al final de nuestra vida somos un misterio.
Al comienzo porque no sabemos qué somos capaces de hacer; al final porque no
sabemos muy bien cómo lo hemos hecho. Le damos demasiadas vueltas a la vida,
que requiere las dosis adecuadas de análisis porque son muchas las cosas que se
nos escapan y desconocemos.
Por eso el arte tiene una gran fascinación: nos da la
apariencia del control sobre lo que hacemos, hasta el punto de hablar
de “creación” y “creador”. Externamente contemplamos con asombro esos mundos
ficticios creados por las mentes de personas capaces de poner en circulación mundos y personajes que viven ante nuestros ojos atentos de lectores. El primer
asombrado suele ser el artista, el verdadero, el modesto, el que comprende
pronto que controla solo una parte de lo que hace, que crear es un proceso
abierto, un intercambio permanente en el que se descubre creando.
Queda por resolver la cuestión esencialista: si ese que resulta es el yo que estaba contenido, como decía
Miguel Ángel, en el interior de la piedra, que había estado allí escondido a la
espera de que la mano del escultor lo liberara. La cuestión no tiene respuesta
o, si lo preferimos, tiene ambas respuestas. Lo que encontramos al final es lo
que somos o en lo que nos hemos convertido y será nuestra actitud la que
decida el resultado al término, esencia o existencia. Pero aquí las palabras importan ya poco. Lo importante es lo vivido.
El misterio final no es el de la personalidad desaparecida, el apuntado por Doctorow. Es el de la personalidad formada, el descubrimiento de en qué nos hemos convertido en el
taller de la vida. Las obras creadas son los eslabones de la cadena, el
testimonio de lo que hemos sido paso a paso. Entre dos misterios, lo que queda
es la vida convertida en obra. Es lo que dejamos.
Ars longa, vita brevis, señalaba el aforismo hipocrático. Y concluía el médico griego, la experiencia es engañosa y el juicio complicado. Al final, la obra permanece y su autor se aleja de ella en el flujo inconstante de la vida. Vacío o lleno, según se mire.
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