Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Christopher Lasch |
Hace casi veinte años, en 1995, el sociólogo norteamericano Christopher
Lasch escribió en su obra La rebelión de
las élites y la traición de la democracia:
El curso global de la historia
reciente ya no se dirige hacia la nivelación de las distinciones sociales sino
que corre cada vez más hacia una sociedad de dos clases en las que los pocos
favorecidos monopolizan el dinero, la educación y el poder. Por supuesto, es
innegable que las ventajas de la vida moderna siguen estando mucho más
repartidas que antes de la revolución industrial. Ortega pensaba en esta
democratización del confort cuando habló de «el ascenso del nivel histórico». Como a muchos otros, a
Ortega le impresionaba la nunca antes vista abundancia generada por la división
moderna del trabajo, la transformación de artículos de lujo en bienes
necesarios y la popularización de niveles de confort y comodidad antes
exclusivos de los ricos. Estos hechos —los frutos materiales de la
modernización— no se cuestionan. En nuestra época, sin embargo, la
democratización de la abundancia —la esperanza de que cada generación pueda disfrutar
de un nivel de vida fuera del alcance de sus predecesores— ha dado paso a una
fase completamente distinta en la que las desigualdades ancestrales están
volviendo a establecerse, en ocasiones a un ritmo aterrador y en otras tan
lentamente que resultan imperceptibles (34)*
Es sorprendente cómo esta idea, que hubiera parecido
exagerada en el año de sus escritura, se acerca mucho más a la situación que
estamos viviendo en estos momentos y coincide con muchos indicadores sociales y económicos.
En primer lugar, la separación —consecuencia del deterioro
profundo de la clase media en todos los ámbitos— entre las élites y el resto de
la sociedad se parece bastante a la que hoy conocemos como distinción entre el
1 y el 99%; tenemos la sensación de que esa fractura se ha producido realmente.
Todos los datos apuntan a que ha aumentado la distancia con el mayor enriquecimiento
de unos y la pérdida de poder adquisitivo de otros.
También se nos dice desde muchas fuentes que han aumentado
las diferencias entre generaciones. Hoy todos damos por hecho que la generación
de nuestros hijos vivirá peor que la nuestra. La tendencia a la mejora de una
generación a otra se ha interrumpido destruyendo la idea de progreso familiar.
Ante nosotros tenemos un futuro recortado y deteriorado.
Las dos ideas juntas, la de la separación de clases y la
separación de generaciones, nos dan un panorama de ruptura profunda que debe
ser completado, desgraciadamente, con una tercera cuestión: la redefinición de
los espacios como efecto de la globalización. Esta cuestión es importante
porque el desarrollo de los países emergentes no ocurre por sus propias fuerzas
internas, sino de forma sistémica, como efecto de la deslocalización de la
producción de los países industrializados buscando un mayor abaratamiento.
La paradoja que estamos viviendo es que, ante el deterioro
económico occidental, el consumo se ha desviado hacia las nuevas clases, las
nuevas élites, de los países emergentes, en donde se están haciendo las grandes
fortunas explotando las condiciones de trabajo y producción.
El ejemplo más evidente es China, el país con mayor crecimiento
de multimillonarios, un país —oficialmente comunista— que produce más barato y con menores requisitos sociales y laborales para el resto del mundo . El crecimiento de una clase media en
China es uno de los grandes retos. Se instalará entre un pueblo al que se le
pide que produzca mientras se trata de evitar que su economía se caliente y
unas clases dirigentes enriquecidas al hilo de estas condiciones de producción.
Si el gobierno chino ha señalado que uno de sus mayores problemas es la
corrupción, veremos en qué acaba esta situación en unos años. Ya están
ocurriendo en el país las primeras manifestaciones en las que los ciudadanos se
niegan a producir bajo las condiciones de contaminación que se les exige para
hacer más cuantiosas las ganancias.
Bajo la curiosa etiqueta de “emergentes” se esconde el
traslado de capital allí donde les es más rentable producir, desmantelando los
países anteriormente productores. La producción que todavía se mantiene se
degrada mediante la amenaza permanente de la deslocalización y la pérdida de
empleo se camufla con ofertas como la de los “miniempleos”, etc. Para poder
competir con estos países emergentes, se “importa” la mano de obra de lugares
en los que no les queda nada condenándolos al subempleo clandestino.
Cuando los países llegan a ciertos niveles de bienestar y de
exigencias sociales y políticas, según parece, dejan de ser interesantes como
fábricas. Lo siguen siendo como consumidores, si tienen con qué hacerlo. El problema es cómo se consume sin
producir.
La respuesta a la crisis parece ser el traslado del capital a las zonas emergentes, pero esto solo permite el enriquecimiento de una minoría, ese 1%, al que además molestan los impuestos. La brecha se hace cada día más amplia. Mientras unos se enriquecen —ya sea por medio del rendimiento de su capital reinvertido o por el efecto de la inversión en los países emergentes a través de la corrupción— el 99% restante se empobrece. La élites se dan la mano por encima de las diferencias políticas.
La globalización tiene, entre otros, este efecto, el nuevo reparto internacional de roles en la producción y el consumo. Las nuevas élites emergentes son las destinatarias de los productos de lujo occidental, mientras que el empobrecimiento del 99% nos lleva al consumo de lo que se produce más barato en los países emergentes.
La respuesta a la crisis parece ser el traslado del capital a las zonas emergentes, pero esto solo permite el enriquecimiento de una minoría, ese 1%, al que además molestan los impuestos. La brecha se hace cada día más amplia. Mientras unos se enriquecen —ya sea por medio del rendimiento de su capital reinvertido o por el efecto de la inversión en los países emergentes a través de la corrupción— el 99% restante se empobrece. La élites se dan la mano por encima de las diferencias políticas.
La globalización tiene, entre otros, este efecto, el nuevo reparto internacional de roles en la producción y el consumo. Las nuevas élites emergentes son las destinatarias de los productos de lujo occidental, mientras que el empobrecimiento del 99% nos lleva al consumo de lo que se produce más barato en los países emergentes.
Cada vez más nos damos más cuenta de que la “democratización
de la abundancia”, como escribía Lasch, no era un objetivo social, sino meramente
lucrativo, como bien señalaron muchos economistas. El estímulo no era el
bienestar general, sino el enriquecimiento mayor por el abaratamiento de la
producción masiva y las peores condiciones laborales. Mientras la riqueza estuvo más repartida, el sistema
funcionó. Ahora, la riqueza se concentra en las minorías que encuentran cada vez más
fecundo centrar sus capitales en el mundo financiero que en el industrial,
produciendo un desequilibrio que hace que los capitales no vayan a crear empleo
y que el empleo que se crea tienda a ser peor que el anterior. Las fábricas se desmantelan de unos lugares y se construyen en otros más baratos. Incluso China traslada sus fábricas de provincia en provincia o a países en los que les resulte más barato producir. Los estragos medioambientales por la emergencia ecxonómica son también profundos, como el caso de la deforestación brasileña, por ejemplo.
Estas tres degradaciones dibujan un mundo muy complicado y
nada optimista en su desarrollo futuro. El desmantelamiento de las garantías y ventajas
sociales que se han tenido se están esfumando ante nuestros ojos. Los
pesimistas históricos señalan que cuando estas situaciones de colapso se
producen, se escuchan truenos en el horizonte.
* Christopher Lasch (1996). La rebelión de las élites y la traición de la democracia. Paidós,
Barcelona.
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