lunes, 30 de enero de 2017

El crescendo del poder

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Donald Trump lo tiene duro. Podrá hacer su santa voluntad pero sabe que va a tener una resistencia feroz a todos y cada una de sus órdenes. Un juez neoyorquina le ha parado parte del decreto impidiendo la entrada. Pero las imágenes que las televisiones nos dan esta noche de la gente en los aeropuertos, de manifestaciones organizadas y espontáneas, con carteles como "Shame!", va a hacerle daño.
No tengo la más mínima esperanza en que rectifique por ello. Trump, como ya fue definido por expertos psicólogos, tiene poco de emoción y creo que la resistencia le encorajina, por no decir otra cosa. El daño se lo hacen al arrinconar a muchos republicanos contra la pared. 
Ahora es el momento en el que él actúa y los demás se le echan encima. Ahora es él quien se expone a las iras ciudadanas. Más que los políticos, desbordados, es la hora de esas manifestaciones populares en todos los rincones cada vez que se intente sacar un inmigrante o no se deje entrar a un refugiado. Es la hora de las denuncias ante los jueces. Las ciudades santuario han dicho que seguirán sin colaborar con el gobierno, lo que le abre otro frente importante pues son esas ciudades las más grandes de los Estados Unidos. Ya se manifiestan contra el presidente autoritario que está mostrando ser. La Casa Blanca no es la Torre Trump.
A los movimientos internos le empiezan a seguir las respuestas de los países que una vez roto el silencio, se están decantando por las críticas más directas. Los ataques a Europa, su incitación a la desunión, indigna de un mandatario norteamericano, ya ha tenido respuesta en boca de Hollande y Merkel y es probable que en breve se haga una declaración recriminatoria pidiendo "respeto" algo que en vocabulario de Trump no existe.


En estos momentos se siente Dios. Cree que el mundo le ha sido entregado para hacer y deshacer. Me imagino que muchas de las sonrisas con las que algunos se le acercan ocultan una preocupación interna por hasta dónde puede llegar y, sobre todo, si entrará en razón cuando le digan que pare. Trump no se va a suavizar; solo puede seguir el crescendo del poder, un intento de oponer la fuerza a cualquier resistencia.
Muchos comprenderán ahora el riesgo de tener al frente del país a una persona que ha tenido siempre todo cuanto ha querido, que se ha rodeado de aduladores y de personas que le han hecho creer que era un genio todopoderoso y que podría conseguir lo que se planteara. El sueño americano de los ricos es llegar a la Casa Blanca; el de Trump poner el mundo a sus pies. Ya se lo dijo al mundo en su discurso: los partidos no tienen nada que ver en esto. Es cosa entre el pueblo, Trump y Dios. La inclusión de Dios en el asunto no es por generosidad de Trump sino para reafirmar que ya está bien asesorado y no necesita más.
La situación actual hace parecer risible la anterior en la que se hablaba de un país dividido en dos. Ahora está hecho añicos.


En estos momentos, Trump se ha enfrentado a todo el continente al sur de la frontera por las humillaciones a México y el muro que piensa cobrarles; a los países árabes por su calificación de los musulmanes como terroristas en función de los países, lista que ha dicho que puede ampliar en cualquier momento, un aviso para navegantes. Ha insultado a Europa diciendo que su destrucción es un bien y que le llamen Mr. Brexit, como dijo al producirse el referéndum. Ha atacado a China, acusándola de la destrucción de la economía norteamericana y la ha amenazado militarmente por la cuestión de las islas del Mar del Sur.
En estos momentos solo hablan bien de él, Theresa May, responsable de sacar a Reino Unido de Europa, el egipcio Abdel Fattah al-Sisi, Vladimir Putin y puede que pronto Erdogan si le entrega al clérigo Gulen, al que considera el responsable de todo lo que no le gusta en Turquía. Y la ultraderecha europea, que comparte su amor por Trump y Putin.
Y todo esto lo ha hecho en una semana gloriosa que hará escribir, en el presente y en el futuro, millones de páginas intentando comprender cómo la locura contagiosa es un mal que afecta a los pueblos, que se dejan arrastrar por estas personalidades.


Lo que viene por delante será una lucha desigual, épica, entre los que son portadores de derechos y tienen una visión extensiva para todo el mundo, y aquellos que no han evolucionado y siguen en las fórmulas de la fuerza bruta. Trump tratará de restar importancia, insultará a los que se le opongan —como Meryl Streep o ahora Madonna— tratando de dirigir sus iras enfermizas contra ellos.
Trump no está haciendo a América más grande. La está hundiendo en el descrédito y la vergüenza, está borrando los valores y los principios. Está negando sus avances con sus críticas a los científicos desacreditándolos desde su suprema ignorancia; ha ofendido a las mujeres con su misoginia, a las minorías con su racismo y a los más débiles por su xenofobia clasista. Como candidato ya insultó a países; como presidente lo sigue haciendo ignorando desde su mala educación las más elementales normas de comportamiento.


Al principio de ser elegido, The New York Times se planteaba el problema de cómo criticar al hombre sin ofender a la institución que representa a todos los americanos, la presidencia. Ya se han encargado de hacerlo el propio Trump, que es quien ofende, con su falta de saber estar, a todos los norteamericanos, a los que le han votado y a los que no lo han hecho.

Hoy, cada hora que pasa, crece más el grito contra Trump en las ciudades, en los aeropuertos, en cada entrega de premios (ayer mismo en los de la SGA); en el extranjero también se manifiestan contra él y los titulares de la prensa de medio mundo denuncia sus prácticas y maneras. 
Trump considerará esto como un signo de su propia grandeza. Hasta tal punto llega su engreimiento.




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