El maestro les recibió en su estudio. Después de tantos años, allí estaban sus discípulos preferidos, aquellos a los que había enseñado sus artes más refinadas, sus técnicas más depuradas. Cada uno había seguido su propio camino aplicando las enseñanzas que habían recibido del maestro hasta labrarse su propia fama.
—Sigo pensando, mi querido maestro,
que el fundamento de nuestro arte es la representación de la realidad.
Como si los años
no hubieran pasado, volvieron a resurgir entre los discípulos las apasionadas
discusiones en las que se enzarzaban en su juventud. Como entonces, el maestro
les dejó discutir.
—Veo, compañero, que la vida no te
ha enseñado nada y que tu cabeza sigue igual de cerrada que entonces. La
realidad es insuperable y nuestros pinceles deben tratar de transferir al
lienzo nuestros sentimientos.
—Tampoco tú has cambiado, mi querido
amigo. Por ese camino no llegas a ninguna parte. ¿Qué crees que tienes de
especial para que los demás se interesen por lo que puedas ver o sentir ya que
solo tú puedes verlo?
—Y tú, en cambio, ¿crees que lo que
la gente desea es volver a ver lo que ya existe?
—Nadie puede superar a la Naturaleza , amigo mío. Creer
otra cosa es engañarse y, lo peor de todo, desarrollar una soberbia que nos invalida
para el camino del arte. Nada hay más deleznable que el que se considera
superior a los demás y trata de imponerles su propia visión despreciando la ajena.
—¿No crees que el artista sea
superior?
—El maestro nos enseñó que la
humildad es el camino.
—Pero la servidumbre a la realidad no es la humildad. ¿No es más humilde
el que sirve a su propia naturaleza, el que acepta la singularidad de sus
dones?
—Me temo que, como entonces, nos
estamos de acuerdo en cuál es el camino.
—Pero cada uno de vosotros ha
alcanzado renombre por sus propias vías —terció el maestro, quien les había
escuchado atentamente durante la discusión— Eso debería significar algo.
—Sí, maestro, que nada se ha
resuelto. El que ambos hayamos obtenido los favores de las gentes no hace que
ninguna de nuestras posturas sea más consistente que la otra.
—En efecto, señor. Admiran cosas que
deberían ser incompatibles, pues surgen de principios opuestos.
—A lo mejor lo que eso significa es
que no les preocupan las mismas cosas que a vosotros y no necesitan
cuestionarse las fuentes de sus placeres.
Los discípulos se miraron durante unos instantes. Como antaño, el maestro trataba de desconcertarlos. Aceptaron el juego gustosos.
—Para mí, la realidad no es más que
la excusa para mi arte. Miro el mundo como si fueran las piezas de un
rompecabezas que me llegara sin instrucciones sobre su montaje. Cada vez que
tomo mis pinceles, creo un nuevo orden.
—Yo, en cambio, maestro, trato de
observar el orden perfecto del universo y reproducirlo para alcanzar su
armonía. Cuando he logrado conferir a mis lienzos la luz que alumbra al mundo,
siento que mi creación participa de esa otra creación que nos excede, pero de
la que formamos parte.
—¿Todavía disfrutáis pintando? —les
preguntó el maestro.
—¡Claro, maestro! —contestaron casi
al unísono.
El maestro les
miró pensativo. Se levantó de su asiento y se dirigió hacia uno de los
laterales del taller en donde se amontonaban los lienzos.
—Acercaos —les pidió.
Cuando los
discípulos estaban junto a él, el maestro retiró la tela que cubría un lienzo
de mediano tamaño. Ante sus ojos apareció un bodegón que representaba una
bandeja con uvas situada en el borde de una balconada sobre un valle.
—¡Maestro, es extraordinario!
Ante el cuadro revivieron la sensación que tuvieron cuando pisaron por primera vez el taller de pintura. Los afamados pintores volvían a ser los dos jóvenes aprendices extasiados ante un arte que les desbordaba.
—¡Es insuperable, maestro! Habéis
alcanzado la perfección.
—¡Qué finura en los trazos del
fondo!
—¡La textura de las uvas es
sencillamente sublime, maestro!
El maestro se
acercó a la mesa y retiró un paño dejando al descubierto una jaula de madera en
cuyo interior había dos palomas blancas. Abrió la puerta de la jaula y le dijo
a los discípulos:
—Veamos si la naturaleza opina lo
mismo que vosotros.
El maestro dio unas
palmadas y las dos palomas salieron de la jaula y comenzaron a revolotear por
el taller. Los discípulos las siguieron con la mirada. La palomas se posaron
junto a la ventana abierta y contemplaron el valle y sus viñedos. Con solo
desplegar las alas tenían a su alcance la libertad. Los discípulos contuvieron
por unos instantes la respiración. Finalmente las palomas levantaron el vuelo y
se dirigieron de nuevo hacia la mesa. Se posaron sobre la vieja madera y
comenzaron a moverse sin dejar de mirar la pintura.
Los discípulos estaban embelesados contemplando aquel instante. Las palomas levantaron el vuelo y se lanzaron sobre el lienzo tratando de picotear las uvas. El aire atrapado en los pulmones de los discípulos salió convertido en un grito de admiración.
—¡Maestro, es maravilloso! —le
dijeron con lágrimas asomando en sus ojos.
Las palomas persistían
una y otra vez en sus intentos de picotear aquellas uvas.
—¡Habéis alcanzado la perfección!
El maestro se
acercó al lienzo y las palomas se posaron en su antebrazo. Cogió una entre sus
manos y comenzó a acariciarla. La otra se le subió al hombro y de allí voló a
la mesa.
—¡Lo que hemos visto es un milagro!
—¿Eso creéis?
El maestro les
miraba. Con una sonrisa, estrelló la paloma contra la mesa. Los discípulos se
sobresaltaron y un escalofrío les recorrió el cuerpo.
—¡Maestro…!
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