Dentro del Circo existe otro circo, el de las
pulgas. Es un espectáculo autónomo y completo, con todo tipo de atracciones.
Hay pulgas trapecistas, payasos, domadores e incluso una pulga ilusionista que
hace trucos de magia con barajas de cartas. Para los más filósofos del Circo,
el de las pulgas es un microcosmos y existe una correspondencia con el
macrocosmos de los humanos, que a su vez son microcosmos del Universo. Un lío.
Como todo es pequeño en él, también lo es el
tiempo de cada número. El de la pulga domadora, por ejemplo, dura cuarenta y
cinco segundos y el público, armado con sus binoculares, puede perderse la
atracción en un descuido. Un día, una fila completa de espectadores se perdió
la actuación de la pulga lanzadora de cuchillos porque un pareja llegó tarde a
ocupar sus asientos. Lo que tardaron en levantarse y dejarlos pasar fue
suficiente para que se terminara el número.
En cierta ocasión, al abrir las cajas para
que las pulgas salieran a ensayar, su domador escuchó una voz:
–¡Eh!
El domador se sorprendió porque no había
nadie cerca y la voz le había sonado próxima. Su mirada se dirigió hacía las
pulgas, que se habían concentrado en una zona de la mesa de ensayos.
–¡Eh,
tú! –volvió a escuchar–. ¡Domador!
–¿Quién
me habla? –preguntó, temiendo que alguien hubiera incorporado al Hombre
invisible al Circo sin haberle dicho nada.
–Somos
nosotras, las pulgas.
En sus más de treinta años de trabajo con
pulgas, el domador jamás había escuchado hablar a una pulga. Aquello era una
novedad y, tras unos segundos de desconcierto, exigió pruebas para convencerse
de que no era una broma de sus compañeros. Había un ventrílocuo andaluz por
aquel entonces entre los números de la temporada y tenía fama de gustarle las
chanzas.
Como el Circo es una mezcla de ilusión y
física, el domador se mostró escéptico. Trató de encontrar la pulga habladora.
Su mirada recorrió rápidamente las más de dos mil pulgas que se encontraban
frente a él tratando de determinar cuál era la que se le dirigía.
–¿Con
quién tengo el gusto de hablar?
–Con
nosotras –le respondió la voz.
No es fácil localizar la procedencia de una
voz entre dos mil pulgas, pero la mirada del domador estaba entrenada para
descubrir las más sutiles variaciones en aquel conjunto. Sin embargo, no logró
determinar el origen.
–Pero,
¿con cuál de vosotras hablo? –preguntó por si alguna había sido modificada por
una mutación, que cosas peores se han visto.
–Con
todas –respondió la voz–. Somos una inteligencia emergente.
–¿Emer...
qué? –dijo sorprendido el domador.
–Emergente...
–repitió la voz–. No te está hablando ninguna de nosotras en concreto, sino la
totalidad resultante del conjunto.
–¿Eres
la portavoz de la mayoría?
–Incorrecto.
No tenemos liderazgo. No hay portavoces. Ninguna de nosotros está pensando
individualmente. Nuestra conciencia se manifiesta solo cuando nos reunimos y se
producen interacciones entre nosotras.
La sorpresa del hombre iba en aumento.
–¿Algo
así como... Fuenteovejuna? –preguntó.
–Bueno,
poco más o menos, para que lo entiendas.
–Pero
habéis estado siempre juntas y nunca había pasado esto.
–No
se había dando el número de interacciones necesarias. Somos un proceso en el
tiempo. Esto no se consigue de golpe.
–Ya...,
me imagino –respondió el sorprendido domador tratando de recomponer su mente–.
Y... ¿qué queréis?
–Reconocimiento.
–Vaya,
¡qué directas!
–Sí...
Como inteligencia emergente que somos, no tenemos ni inconsciente ni superego.
Somos todo ego.
Esta observación advirtió al domador que se encontraba
ante una dura negociación.
–Está
bien. Habla –dijo mientras acercaba un taburete.
–En
primer lugar, letras más grandes.
–¿En
los carteles, supongo?
–Efectivamente.
Esto tranquilizó al domador de pulgas, que se
dio cuenta inmediatamente de que tenía que tratar con un artista como los
demás. Las pulgas no eran diferentes; con darle un poco de coba se
contentarían.
–En
segundo lugar, una modificación de la denominación de tu puesto de trabajo...
–¿Qué?
–dijo el domador levantándose de un brinco del asiento.
–No
me gusta eso de “domador”; es humillante para nosotras. Ni que fuéramos leones
o cualquiera de esas bestias que tenéis por ahí.
–¿Y
cómo se supone que debería llamarme?
–
Como lo que eres: director artístico.
–¡Está
bien!–contestó reservando sus energías por si presentaban alguna reivindicación
económica–. ¡Cedo!
–Por
último...
–¿Hay
más?
–Sí.
En tercer lugar, que se vigile mejor la entrada de perros al recinto del Circo.
Ya se han colado varias pulgas callejeras y nosotras somos artistas. Tenemos un
estatus. El número de equilibrio sobre la bicicleta falló el otro día porque se
nos coló una advenediza con afán de protagonismo. Nada de intrusismo.
–De
acuerdo. Pediré que extremen la vigilancia. ¿Hemos terminado?
–Sí,
aunque tenemos algunas sugerencias para mejorar los números, pero de eso ya
iremos hablando.
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