domingo, 16 de septiembre de 2012

La rebelión de las pulgas (relato)

Dentro del Circo existe otro circo, el de las pulgas. Es un espectáculo autónomo y completo, con todo tipo de atracciones. Hay pulgas trapecistas, payasos, domadores e incluso una pulga ilusionista que hace trucos de magia con barajas de cartas. Para los más filósofos del Circo, el de las pulgas es un microcosmos y existe una correspondencia con el macrocosmos de los humanos, que a su vez son microcosmos del Universo. Un lío.
Como todo es pequeño en él, también lo es el tiempo de cada número. El de la pulga domadora, por ejemplo, dura cuarenta y cinco segundos y el público, armado con sus binoculares, puede perderse la atracción en un descuido. Un día, una fila completa de espectadores se perdió la actuación de la pulga lanzadora de cuchillos porque un pareja llegó tarde a ocupar sus asientos. Lo que tardaron en levantarse y dejarlos pasar fue suficiente para que se terminara el número.
En cierta ocasión, al abrir las cajas para que las pulgas salieran a ensayar, su domador escuchó una voz:
            –¡Eh!
El domador se sorprendió porque no había nadie cerca y la voz le había sonado próxima. Su mirada se dirigió hacía las pulgas, que se habían concentrado en una zona de la mesa de ensayos.
            –¡Eh, tú! –volvió a escuchar–. ¡Domador!
            –¿Quién me habla? –preguntó, temiendo que alguien hubiera incorporado al Hombre invisible al Circo sin haberle dicho nada.
            –Somos nosotras, las pulgas.
En sus más de treinta años de trabajo con pulgas, el domador jamás había escuchado hablar a una pulga. Aquello era una novedad y, tras unos segundos de desconcierto, exigió pruebas para convencerse de que no era una broma de sus compañeros. Había un ventrílocuo andaluz por aquel entonces entre los números de la temporada y tenía fama de gustarle las chanzas.
Como el Circo es una mezcla de ilusión y física, el domador se mostró escéptico. Trató de encontrar la pulga habladora. Su mirada recorrió rápidamente las más de dos mil pulgas que se encontraban frente a él tratando de determinar cuál era la que se le dirigía.
            –¿Con quién tengo el gusto de hablar?
            –Con nosotras –le respondió la voz.
No es fácil localizar la procedencia de una voz entre dos mil pulgas, pero la mirada del domador estaba entrenada para descubrir las más sutiles variaciones en aquel conjunto. Sin embargo, no logró determinar el origen.
            –Pero, ¿con cuál de vosotras hablo? –preguntó por si alguna había sido modificada por una mutación, que cosas peores se han visto.
            –Con todas –respondió la voz–. Somos una inteligencia emergente.
            –¿Emer... qué? –dijo sorprendido el domador.
            –Emergente... –repitió la voz–. No te está hablando ninguna de nosotras en concreto, sino la totalidad resultante del conjunto.
            –¿Eres la portavoz de la mayoría?
            –Incorrecto. No tenemos liderazgo. No hay portavoces. Ninguna de nosotros está pensando individualmente. Nuestra conciencia se manifiesta solo cuando nos reunimos y se producen interacciones entre nosotras.


La sorpresa del hombre iba en aumento.
            –¿Algo así como... Fuenteovejuna? –preguntó.
            –Bueno, poco más o menos, para que lo entiendas.
            –Pero habéis estado siempre juntas y nunca había pasado esto.
            –No se había dando el número de interacciones necesarias. Somos un proceso en el tiempo. Esto no se consigue de golpe.
            –Ya..., me imagino –respondió el sorprendido domador tratando de recomponer su mente–. Y... ¿qué queréis?
            –Reconocimiento.
            –Vaya, ¡qué directas!
            –Sí... Como inteligencia emergente que somos, no tenemos ni inconsciente ni superego. Somos todo ego.
Esta observación advirtió al domador que se encontraba ante una dura negociación.
            –Está bien. Habla –dijo mientras acercaba un taburete.
            –En primer lugar, letras más grandes.
            –¿En los carteles, supongo?
            –Efectivamente.
Esto tranquilizó al domador de pulgas, que se dio cuenta inmediatamente de que tenía que tratar con un artista como los demás. Las pulgas no eran diferentes; con darle un poco de coba se contentarían.
            –En segundo lugar, una modificación de la denominación de tu puesto de trabajo...
            –¿Qué? –dijo el domador levantándose de un brinco del asiento.
            –No me gusta eso de “domador”; es humillante para nosotras. Ni que fuéramos leones o cualquiera de esas bestias que tenéis por ahí.
            –¿Y cómo se supone que debería llamarme?
            – Como lo que eres: director artístico.



El domador dio un par de vueltas alrededor de la mesa de ensayos antes de dar una respuesta.
            –¡Está bien!–contestó reservando sus energías por si presentaban alguna reivindicación económica–. ¡Cedo!
            –Por último...
            –¿Hay más?
            –Sí. En tercer lugar, que se vigile mejor la entrada de perros al recinto del Circo. Ya se han colado varias pulgas callejeras y nosotras somos artistas. Tenemos un estatus. El número de equilibrio sobre la bicicleta falló el otro día porque se nos coló una advenediza con afán de protagonismo. Nada de intrusismo.
            –De acuerdo. Pediré que extremen la vigilancia. ¿Hemos terminado?
            –Sí, aunque tenemos algunas sugerencias para mejorar los números, pero de eso ya iremos hablando.

(c) Joaquín Mª Aguirre 2012



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