Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Ayer
hablábamos de las consecuencias sociales de exiliar a la universidad al recinto
de los expertos, de desconectarla del mundo "real" pensando que su
única función es formar trabajadores más o menos cualificados. El error de esto
es fatal porque nos aleja de la comprensión de nosotros mismos, tanto en lo
personal como en lo social, nos deja sin comprender nuestro pasado, que se
convierte en manipulación y nos deja en un presente atemporal, que gira sobre
sí mismo, rodeados de fantasmas y cantos de sirenas de manipuladores.
La
necesidad de cambiar los enfoques de la educación, incluso del modelo de
profesorado y enseñanza que tenemos, de cambiar las didácticas mecanicistas que hemos
adoptados como "modernas" y que nos deshumanizan en un sentido
profundo del término, se hace cada día más evidente. Es necesario antes de que
nos encontremos con las sociedades invertebradas, cuyo siguiente paso es caer
en manos de demagogos y dogmáticos que les ofrecen los mitos necesarios para
que pierdan el vértigo del vacío.
La
mente parece tener algún tipo de "horror al vacío". Sin
la capacidad crítica necesaria, es pronto objeto de seducción por parte de
aquellos que le ofrecen la facilidad de los mensajes que le explican
todo. El fenómeno lo estamos viendo en dos campos diferentes: el
crecimiento de los populismos, una maquinaria de respuestas sencillas, y en el
extremismo islámico, en el que caen personas igualmente que carecen de
estímulos —el reclutamiento en cárceles occidentales no es casual— y salen por esa vía de su confusión vital. El dogma es lo que
caracteriza a ambos, además del fanatismo de ideas y liderazgo. ¡El mundo es sencillo y ellos tienen razón! Se hace la claridad en el desorden.
Todo
esto ocurre en la era del vacío, de la tecnocracia, de la eficiencia. Los datos
son comunes tanto en países avanzados, como los Estados Unidos (retrocede la Ciencia, avanza el fanatismo y las conspiraciones) y en los más
pobres. Dogmas y mitos o la fusión de ambos
son los resultados de la involución ilustrada que nos ha traído la sociedad posindustrial,
curiosamente la Sociedad de la Información. Quizá sea así de forma natural, ya
que el vacío es rápidamente rellenado por la facilidad comunicativa de que hoy
disponemos. Se ha sustituido el diálogo por el contacto y la comprensión del mundo por la cala parcial en el área específica en que se viva.
La
educación es pobre porque se limita a
buscar la empleabilidad sin tener en cuenta que esas mismas personas necesitan
satisfacer otras necesidades, otras dimensiones de la personalidad, bajo la
amenaza que otros las satisfagan con sus cantos. Eso es lo que vemos cada día
con la extensión del fanatismo en sus diferentes versiones. El avance de las máquinas en cuanto a automatismos plantea perfiles distintos. No se invierte en educación, sino en formación y esta es la justa para la rentabilidad. La persona queda de lado y expectante en un mundo de reducción de empleos y precariedad.
Una de
las muestras más claras de esa expansión aprovechando el vacío es el
resurgimiento de los mitos nacionalistas. El nacionalismo se ha vuelto una
ideología emocional que necesita de los mitos y de la ignorancia, en la medida
en que la segunda favorece a los primeros. Ya sea el nacionalismo o el
fundamentalismo religioso, la función de ambos es servir de banderín de
enganche en diversas causas e intereses que los usan para sus fines.
El
diario El País nos trae el artículo del profesor e historiador José Álvarez
Junco, con el título "La Reconquista", criticando el uso que los
nacionalismos —tanto periféricos como españolista— hacen de los hechos
históricos, del desprecio en favor de las ideas interesadas. Escribe Álvarez
Junco:
Los historiadores deberíamos estar hartos de
que nos utilicen. Deberíamos protestar, sindicarnos, demandar judicialmente a
quienes abusen de nuestro trabajo, salir a cortar una avenida céntrica… Somos
pocos, me dirán. Pues movilicemos a nuestros estudiantes, que seguro que
estarán encantados. Y es que ya está bien. La función de la historia es conocer
el pasado. Investigar, recoger pruebas, organizarlas según un esquema racional
y explicar lo que pasó de manera convincente. Y punto.
Pero a poca gente le interesa de verdad
conocer lo ocurrido, que en general fue complejo y hasta aburrido. Lo que nos
piden es algo mucho más excitante: un relato épico, útil para construir
identidad; que demostremos que nuestra nación existe, que la colectividad en la
que vivimos inmersos hoy es antiquísima, casi eterna, y que a lo largo de los
siglos o milenios ha actuado de manera noble, generosa, sufriendo conflictos
siempre debidos a la maldad de los otros; que asignemos en nuestro relato
claras identidades de buenos y malos, víctimas y verdugos, vinculando a nuestro
grupo actual con los buenos, las víctimas. No, no nos pide eso un niño
necesitado de cuentos para dormir. Nos lo piden adultos, muchos adultos. Entre
ellos, los más poderosos, los dirigentes políticos. Y es que la nación
justifica el Estado, legitima la estructura político-administrativa que
controla el territorio que vivimos. Por lo cual es elevada a los altares,
venerada como objeto sagrado. Sobre ella no se puede escribir historia
(compleja, matizada, para adultos), sino mitos o leyendas, con escasa o nula
base empírica, que nos hablen de nuestros padres fundadores, de sus hazañas, de
los valores éticos que encarnaron, fundamento perenne de nuestro ser colectivo.
Eso es lo que se nos pide. Mito. Algo que puede alcanzar alta calidad literaria
y profundidad psicológica. Pero que no es historia.*
Tiene
razón Álvarez Junco y en eso mismo hemos insistido muchas veces. Pero hay más.
Los que se pliegan a crear esos mitos tienen su beneficio. Son los políticos los
que piden; son también los que dan. Desgraciadamente, la sumisión de la
Universidad a los políticos (no a la política) es una evidencia de la que no
acabamos de recuperarnos. Para algunos está muy claro: son ellos los que las
controlan, los que aprueban sus presupuestos, los que deciden los futuros.
La
política se ha profesionalizado, por lo que se ha llenado de vocacionales del
poder con una asignatura obligatoria en su currículum, la comunicación, y otra optativa, unos
mínimos esquemas ideológicos. Les sobra todo lo demás. El ascenso de los
ignorantes a los puestos de decisión conlleva este tipo de nefastos resultados.
Lo que esperan de las instituciones educativas es sumisión y de la educación en
sí poco o nada. Son los primeros que la pisotean.
La
falsificación de títulos universitarios por parte de los políticos revela cuál
es visión de lo que es la educación. También de lo que es la política. Es un
fenómeno mundial, cuya coronación se ha consumado con la llegada de Donald
Trump, el rico ignorante, a la dirección del país más poderoso de la tierra. Lo
ha hecho con demagogia, con falsedades y mentiras.
Lo que
señala Álvarez Junco es una realidad. Lo que se busca y pide a la Historia es
el fortalecimiento de las tesis identitarias. Lo mismo que se ha hecho con
otros campos, como la Filología, premiando el localismo lingüístico y sus mitos
fundacionales. Tierra, lengua y religión son los tres elementos conjuntos que
se refuerzan en la creación de los elementos identitarios. La Historia sirve
para entretejer el discurso, para narrativizarlo. Los tres se traducen en
"textos" que van del cuadro que enseña el paisaje patrio o la batalla
fundacional o liberadora, al poema que dio nacimiento al idioma cantando las
virtudes del héroe.
La
queja de Álvarez Junco es la de los profesionales que piden que se les deje
trabajar conforme a criterios científicos y de "verdad", no de
"mito", que no se les utilice como pilares narrativos manipulados de
la sociedad. No es fácil. El control de las instituciones y de los méritos hace
que estos favores se paguen bien. El sumiso prospera; el crítico baja.
Álvarez
Junco se centra en recordar la decimonónica idea de "reconquista" y
su conversión en nuevo discurso político por Vox, pero podría haberlo hecho con
muchas otras cuestiones de los nacionalismos secesionistas, a los que también
alude.
El
final de su artículo es claro: «Pero no nos esforcemos tanto para
explicar la complejidad del pasado. A casi nadie le importa. Lo rentable
políticamente son los mitos. Los mitos hacen votar. Y enfrentan también a la
gente, la llevan a matarse entre sí.» Esa es la experiencia pasada y presente. Pero no hay que tirar la toalla. Lo que hay que conseguir es que aumente la educación, que se libere de tiranías y enseñar a pensar, no a seguir a los demás. Es el ideal educativo de Bertrand Russell, la autonomía intelectual como objetivo. El mito, por el contrario, busca perderse en la comunidad, en el pueblo o en cualquier otra ficción creada para ese fin. Para ello hay que desoír muchos cantos de sirenas y quemar algunos barcos.
Los niveles de conflicto aumentan cada vez más en las sociedades. Hay encendidos discurso que
reducen el mundo complejo a sencillos eslóganes con los que dirigir hacia los
objetivos marcados. Es como una marcha militar, redoble de tambores y toque de cornetas.
La incapacidad de pensar en términos críticos reales
hace que seamos pasto de la demagogia, que sea posible arrastrarnos por medio
de convincentes y seductoras fábulas. Hay que empezar a buscar soluciones.
* José
Álvarez Junco "La Reconquista" 27/01/2019
https://elpais.com/elpais/2019/01/25/opinion/1548436799_019300.html
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