Desde que hemos enterrado el ensayo en la vida académica,
nos hemos quedado huérfanos de pensamiento. Parece que eso de ser
"investigador" está reñido con las ideas y con todo aquello que no
pueda ser medido, pesado, contado. Tenemos ya el profesorado más aburrido del
mundo con el alumnado que más bosteza.
Todo esto forma parte de la conspiración más banal contra
el pensamiento libre, contra la especulación,
en su sentido de reflexión, emparentado con ese mirarse uno mismo en el espejo,
acto necesario para no perder el sentido de uno mismo y del mundo que nos
rodea. Se nos ha quedado cara de tres decimales.
Cuando amigos o antiguos alumnos, hoy situados en
universidades extranjeras, se enteran de los raseros que empleamos en este país
para valorar (perdón, evaluar) las
ideas, para debatirlas se quedan escandalizados primero y horrorizados después.
Pero es lo que hay. Jamás ha sido la vida académica tan ramplona, tan mediocre
y repetitiva. Hemos creado un mundo tan limitado que ya no es posible más que
la repetición, algo en lo que nos hemos convertido en maestros. Es como actuar
con un playback que se repite una y otra vez, mientras movemos los labios y
sonreímos o ponemos cara de circunstancias.
Me refiero sobre todo al campo de las Ciencias Sociales y de
las Humanidades, colonizadas desde el otro lado de la Ciencia. Acostumbrados a
un modo de trabajo, lo han exigido a los demás, por más que sus materias sean
muy distintas y los resultados deberían ser otros. El resultado es un falso
sentido empírico allí donde debería existir crítica y creatividad, para
beneficio de la propia sociedad. Estamos perdiendo, sobre todo en el campo de
la Humanidades, el objeto propio, que acaba situándose fuera de nuestras
exigencias de precisión, método y demás exigencias del que trabaja con la materia
en su sentido estricto.
Nosotros, en cambio, trabajamos en la cultura, interpretando
y proponiendo cambios en la percepción de nosotros mismos. Tratamos de explicar
la sociedad en la que vivimos, tratar de explicar nuestros comportamientos y
nuestras obras, los lenguajes que empleamos. Como el hecho de describirnos
tiene una incidencia en nosotros mismos y genera nuevas expectativas, nunca nos
cerramos. Cabalgamos en la misma Historia que producimos; analizamos nuestros
propios restos y anticipamos nuestro futuro.
Fue un mal negocio meternos en el mismo saco. Y más en un país
que pierde cultura por sus múltiples grietas, que se resquebraja al ser
ordenado conforme criterios absurdos y por ignorantes tecnócratas, obsesos de
la medición, de los decimales, de los índices y cuestionarios. Como la
promoción es en función de ese tipo de criterios, hemos llegado ya al nivel en
el que esto ha llegado a su cumbre. Exigen ahora el pastel y las migajas, imponiendo
su propia receta para seguir cocinando en su horno la masa pastelera. No hay salida.
En el campo de las Ciencias Sociales y la Humanidades, la
libertad es esencial porque nuestra función no es solo cumplir unos requisitos académicos, sino crear un clima social vivo, dinámico, de debate permanente. Eso ha desaparecido porque se ha hecho todo lo
posible por desconectar las universidades de la sociedad a la que se deben.
Solo se ha contemplado un lazo peligroso: el empleo. Durante décadas se ha
responsabilizado a las universidades de estas separadas de la vida laboral y
empresarial, de enseñar cosas inútiles. Y nos lo hemos creído porque nos ha
interesado.
Hoy en muchas partes del mundo, en muchos lugares avanzados,
se han dado cuenta de que uniformar las universidades es prescindir de su
valor más importante, la riqueza creativa y especulativa. Ese es el auténtico
bien que se debe entregar a una sociedad. Pero las universidades quieren patentes y las empresas empleados baratos. Poca inversión y mucha
exigencia. Hemos pasado a ser "formadores".
Lo que antes comenzó por el profesorado se ha extendido ya
al alumnado, que se ve presionado hacia el mismo tipo de prácticas que se les
pide a sus profesores. Nadie queda excluido del modelo ramplón y repetitivo
porque se trata de estar evaluando continuamente a la gente. Y eso implica
estándares y protocolos. La perpetuación del sistema lo garantiza el propio
sistema evaluando solo aquello que está en sus criterios. De esta forma se
selecciona y valora positivamente a los que harán lo mismo porque no sabrán
hacer otra cosa.
El resultado es esta sociedad mediocre en la que ya nadie
importa a nadie y cada uno se cuida de uno mismo por el medio que sea. Todo se
resiente, del mundo académico al creativo, que solo se ve premiado por la
vulgaridad.
Creo que nunca ha habido tantos condicionantes o, si se
prefiere, menos libertad en el ámbito de las universidades, limitada por
burocracia y mediciones, las dos caras de una misma moneda.
No se puede circunscribir las actividades intelectuales de
esta manera. La universidad aspira a lo universal. Lo que se quiere son
especialistas que carecen de visión de conjunto, de intereses comunes y se
desentiendan de la sociedad en la que viven.
Entre el profesorado circula una expresión horrenda:
"los libros no valen". ¿Es posible mayor perversión del pensamiento?
Es una pérdida de la referencia intelectual, ya que las revistas que "sí
valen" está dedicadas casi exclusivamente —otra perversión— a ser las
reguladoras del campo, a decidir quién está dentro y quién fuera y no a su
función comunicativa. Además de haberse convertido en un infame negocio
aprovechando la necesidad de publicar para sobrevivir.
A una sociedad banalizada se le priva de la llegada de
ideas, algo que nunca le llegará a través de las publicaciones especializadas,
por definición. Se le priva al intelectual —palabra malgastada y sustituida por
la técnica de "investigador"— de la conexión con la sociedad, cuya
función ha sido esencial de la Ilustración en adelante. Pero el sistema mata
estas iniciativas como se entre a los caballos, con terrones de azúcar al que
es bueno y palo en el lomo al que no lo es. El empobrecimiento del conjunto es obvio.
La mercantilización se ha extendido a
todas las fases del proceso.
¿Los más perjudicados? Sin duda, los alumnos, que es como
decir la sociedad misma, ya que son ellos los que llegan hasta nosotros. Pero
hace mucho tiempo que los alumnos quedaron a la cola de los intereses. Es el
efecto de tener en la cuerda floja laboralmente a la mayoría del profesorado.
Cada uno ha aprendido sus artimañas del otro. La dedicación e inversión de
tiempo y trabajo en los alumnos queda penalizada ante su pobre papel en las
evaluaciones. Igualmente, el alumno se
ha contagiado del sistema de intereses. Los que realmente tiene ganas de
aprender van quedando atrás ante un sistema diseñado para el paso rápido y sin
absorción. Todo es ya un círculo vicioso entre unos y otros.
En vez de caminar hacia una mayor libertad en enfoques,
temas, planteamientos, propuestas, etc. lo que vemos es una burocratización de
las instituciones, convertidas en sistema de vigilancia y evaluación de las
personas, que quedan totalmente reducidas a aquello que se les pide. Nada más.
En muchas partes se han dado cuenta de este drama cultural reduccionista; aquí seguimos ensalzándolo, considerándolo un gran avance sin tener en cuenta los resultados. Y peor: aplicamos nuevas dosis
letales cuando decidimos que esto no es el veneno, sino la cura.
Lo convencional se ha convertido en la norma; lo repetitivo,
en lo meritorio. El arte de hacer aparecer nuevo lo viejo es lo que más se
valora. Todo queda reducido a un mundo pequeño, controlable, disputado y lleno de pequeñas etapas que se recorren con dificultad.
Ramplonería del conocimiento.
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