sábado, 26 de enero de 2019

Ramplonería

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Desde que hemos enterrado el ensayo en la vida académica, nos hemos quedado huérfanos de pensamiento. Parece que eso de ser "investigador" está reñido con las ideas y con todo aquello que no pueda ser medido, pesado, contado. Tenemos ya el profesorado más aburrido del mundo con el alumnado que más bosteza.
Todo esto forma parte de la conspiración más banal contra el pensamiento libre, contra la especulación, en su sentido de reflexión, emparentado con ese mirarse uno mismo en el espejo, acto necesario para no perder el sentido de uno mismo y del mundo que nos rodea. Se nos ha quedado cara de tres decimales.
Cuando amigos o antiguos alumnos, hoy situados en universidades extranjeras, se enteran de los raseros que empleamos en este país para valorar (perdón, evaluar) las ideas, para debatirlas se quedan escandalizados primero y horrorizados después. Pero es lo que hay. Jamás ha sido la vida académica tan ramplona, tan mediocre y repetitiva. Hemos creado un mundo tan limitado que ya no es posible más que la repetición, algo en lo que nos hemos convertido en maestros. Es como actuar con un playback que se repite una y otra vez, mientras movemos los labios y sonreímos o ponemos cara de circunstancias.
Me refiero sobre todo al campo de las Ciencias Sociales y de las Humanidades, colonizadas desde el otro lado de la Ciencia. Acostumbrados a un modo de trabajo, lo han exigido a los demás, por más que sus materias sean muy distintas y los resultados deberían ser otros. El resultado es un falso sentido empírico allí donde debería existir crítica y creatividad, para beneficio de la propia sociedad. Estamos perdiendo, sobre todo en el campo de la Humanidades, el objeto propio, que acaba situándose fuera de nuestras exigencias de precisión, método y demás exigencias del que trabaja con la materia en su sentido estricto.
Nosotros, en cambio, trabajamos en la cultura, interpretando y proponiendo cambios en la percepción de nosotros mismos. Tratamos de explicar la sociedad en la que vivimos, tratar de explicar nuestros comportamientos y nuestras obras, los lenguajes que empleamos. Como el hecho de describirnos tiene una incidencia en nosotros mismos y genera nuevas expectativas, nunca nos cerramos. Cabalgamos en la misma Historia que producimos; analizamos nuestros propios restos y anticipamos nuestro futuro.
Fue un mal negocio meternos en el mismo saco. Y más en un país que pierde cultura por sus múltiples grietas, que se resquebraja al ser ordenado conforme criterios absurdos y por ignorantes tecnócratas, obsesos de la medición, de los decimales, de los índices y cuestionarios. Como la promoción es en función de ese tipo de criterios, hemos llegado ya al nivel en el que esto ha llegado a su cumbre. Exigen ahora el pastel y las migajas, imponiendo su propia receta para seguir cocinando en su horno la masa pastelera. No hay salida.


En el campo de las Ciencias Sociales y la Humanidades, la libertad es esencial porque nuestra función no es solo cumplir unos requisitos académicos, sino crear un clima social vivo, dinámico, de debate permanente. Eso ha desaparecido porque se ha hecho todo lo posible por desconectar las universidades de la sociedad a la que se deben. Solo se ha contemplado un lazo peligroso: el empleo. Durante décadas se ha responsabilizado a las universidades de estas separadas de la vida laboral y empresarial, de enseñar cosas inútiles. Y nos lo hemos creído porque nos ha interesado.
Hoy en muchas partes del mundo, en muchos lugares avanzados, se han dado cuenta de que uniformar las universidades es prescindir de su valor más importante, la riqueza creativa y especulativa. Ese es el auténtico bien que se debe entregar a una sociedad. Pero las universidades quieren patentes y las empresas empleados baratos. Poca inversión y mucha exigencia. Hemos pasado a ser "formadores".
Lo que antes comenzó por el profesorado se ha extendido ya al alumnado, que se ve presionado hacia el mismo tipo de prácticas que se les pide a sus profesores. Nadie queda excluido del modelo ramplón y repetitivo porque se trata de estar evaluando continuamente a la gente. Y eso implica estándares y protocolos. La perpetuación del sistema lo garantiza el propio sistema evaluando solo aquello que está en sus criterios. De esta forma se selecciona y valora positivamente a los que harán lo mismo porque no sabrán hacer otra cosa.
El resultado es esta sociedad mediocre en la que ya nadie importa a nadie y cada uno se cuida de uno mismo por el medio que sea. Todo se resiente, del mundo académico al creativo, que solo se ve premiado por la vulgaridad.


Creo que nunca ha habido tantos condicionantes o, si se prefiere, menos libertad en el ámbito de las universidades, limitada por burocracia y mediciones, las dos caras de una misma moneda.
No se puede circunscribir las actividades intelectuales de esta manera. La universidad aspira a lo universal. Lo que se quiere son especialistas que carecen de visión de conjunto, de intereses comunes y se desentiendan de la sociedad en la que viven.
Entre el profesorado circula una expresión horrenda: "los libros no valen". ¿Es posible mayor perversión del pensamiento? Es una pérdida de la referencia intelectual, ya que las revistas que "sí valen" está dedicadas casi exclusivamente —otra perversión— a ser las reguladoras del campo, a decidir quién está dentro y quién fuera y no a su función comunicativa. Además de haberse convertido en un infame negocio aprovechando la necesidad de publicar para sobrevivir.
A una sociedad banalizada se le priva de la llegada de ideas, algo que nunca le llegará a través de las publicaciones especializadas, por definición. Se le priva al intelectual —palabra malgastada y sustituida por la técnica de "investigador"— de la conexión con la sociedad, cuya función ha sido esencial de la Ilustración en adelante. Pero el sistema mata estas iniciativas como se entre a los caballos, con terrones de azúcar al que es bueno y palo en el lomo al que no lo es. El empobrecimiento del conjunto es obvio.  La mercantilización se ha extendido a todas las fases del proceso.
¿Los más perjudicados? Sin duda, los alumnos, que es como decir la sociedad misma, ya que son ellos los que llegan hasta nosotros. Pero hace mucho tiempo que los alumnos quedaron a la cola de los intereses. Es el efecto de tener en la cuerda floja laboralmente a la mayoría del profesorado. Cada uno ha aprendido sus artimañas del otro. La dedicación e inversión de tiempo y trabajo en los alumnos queda penalizada ante su pobre papel en las evaluaciones.  Igualmente, el alumno se ha contagiado del sistema de intereses. Los que realmente tiene ganas de aprender van quedando atrás ante un sistema diseñado para el paso rápido y sin absorción. Todo es ya un círculo vicioso entre unos y otros.


En vez de caminar hacia una mayor libertad en enfoques, temas, planteamientos, propuestas, etc. lo que vemos es una burocratización de las instituciones, convertidas en sistema de vigilancia y evaluación de las personas, que quedan totalmente reducidas a aquello que se les pide. Nada más.
En muchas partes se han dado cuenta de este drama cultural reduccionista; aquí seguimos ensalzándolo, considerándolo un gran avance sin tener en cuenta los resultados. Y peor: aplicamos nuevas dosis letales cuando decidimos que esto no es el veneno, sino la cura.
Lo convencional se ha convertido en la norma; lo repetitivo, en lo meritorio. El arte de hacer aparecer nuevo lo viejo es lo que más se valora. Todo queda reducido a un mundo pequeño, controlable, disputado y lleno de pequeñas etapas que se recorren con dificultad. 
Ramplonería del conocimiento.

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