miércoles, 9 de enero de 2019

La carrera

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
A diferencia de los convencidos del progreso de la Humanidad, el escritor Gustave Flaubert sostenía que la inteligencia y la estupidez avanzan en paralelo. El siglo XIX se denomina el "siglo del progreso" y, como heredero del "siglo de las luces" tenía fe en que los grandes avances científicos y tecnológicos producidos en ese tiempo, los descubrimientos que transformaron el planeta con la luz eléctrica, con los motores de vapor o de explosión, los ferrocarriles, etc. transformarían también nuestras mentes. El mundo solo podría ser mejor. En esta mejora la Ciencia y la Tecnología eran sustanciales. Si el siglo de las Luces había sido filosófico, el positivista siglo XIX sería sobre todo de mente científica y de hechos transformadores basados en las aplicaciones de esos descubrimientos, como las leyes del electromagnetismo, la poderosa idea de "energía", etc.
Pero el tiempo o los hechos, como prefiramos, parecen haber dado a Flaubert algo de razón. Un mundo tecnológico, con conocimientos científicos, no necesariamente va a mejor. Más allá de las críticas rousseaunianas al progreso,  el mundo que surgió de la revolución industrial y que causó una verdadera conmoción social. Cambio las mentalidades y la vida cotidiana, reorganizó saberes y profesiones, cambió las relaciones generacionales, comenzó a ser consciente de las discriminaciones de género con el sufragismo y al ser consciente de los límites del acceso de la mujer al conocimiento por su exclusión de las universidades, etc.


En realidad, muchos de los fenómenos que consideramos históricos surgen en eso que Michel Foucault llamó "brecha" o "cesura" entre el siglo XVIII y el siglo XIX. Es ahí cuando se produce un gran cambio que afecta al "estable" mundo anterior y abre las puertas a algo llamado "cambio" que no se les había pasado por las mentes a los anteriores que pudiera ser tan importante.
El concepto de "cambio" es parejo al de "progreso". Ambos implican que la situación en que se vive es provisional, que está sujeta a una dinámica que hace que lo que hoy es  importante o esencial mañana sea visto como una carga. De hecho, todo es visto como carga en la medida que es el movimiento constante (el progreso) lo que es esencial en la vida.
El siglo XIX se ve sacudido con esa idea de cambio también en la Biología. Frente al estatismo creacionista que había sido doctrina oficial, basada en la autoridad de las Escrituras, también la Naturaleza se contagió del dinamismo evolucionista.
De repente todo estaba sujeto a cambios, el mundo físico, la vida y la cultura. Se empezó a querer ser "creativo", "original", etc. conceptos que implicaban un deseo de cambio y consecuentemente un desmarque de lo anterior, cuyo sentido más claro lo encontramos en las "vanguardias", término que explica perfectamente la idea del cambio como centro. Se pasó de mirar hacia atrás, el clasicismo, a la necesidad de hacer algo nuevo, algo distinto, a la "innovación" como valor absoluto. De lo duradero a lo desechable, ya sean ideas, objetos o relaciones; de la estabilidad al cambio; la crisis como oportunidad.
Este proceso se da de forma generalizada, aunque hay que señalar importantes matices en las resistencias. El cambio tiene muchas implicaciones a las que hay que añadir los efectos del cambio mismo. Es importante distinguirlos. A la idea de que todo se transforma se contrapone la resistencia al cambio por las implicaciones traumáticas que el cambio puede tener en el campo específico.
En su muy interesante obra Convergencias, centrada en cómo ese dinamismo llevó a la concepción unificadora de la Naturaleza, tanto en el aspecto físico como en el biológico, Peter Watson escribe en el segundo capítulo:

Hoy puede resultarnos difícil de comprender, pero a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, cuando los filólogos atacaban los fundamentos del cristianismo (por ejemplo, poniendo en evidencia los absurdos y las incoherencias de la Biblia), los hombres de ciencia, en su mayoría, no intervinieron. En su mayor parte, los biólogos, los químicos y los fisiólogos  siguieron siendo devotos religiosos. Lo mismo se podía decir, de nuevo en términos generales, de quienes practicaban las dos ciencias que habrían de producir las pruebas más convincentes de que la cronología bíblica era errónea: la astronomía y la geología.


La observación es interesante porque muestra la idea de los "marcos" y la capacidad de resistencia variable en función de los campos. La tendencia a la estabilidad (no cambio) puede ser compatible con cambios en otros sentidos más locales. Es decir, no se mueve la totalidad, sino el área específica. La observación de Watson implica que los cambios propuestos desde el mundo de las Letras afectaban al mundo como una totalidad que debía ser interpretada, por decirlo así, mientras que los cambios que ocupaban a los "científicos" tenían efectos "locales". Las incoherencias, como señala Watson, se producen precisamente por las contradicciones entre lo que la realidad muestra y lo que el texto nos dice.
Nuestro mundo es dinámico, aunque no tenga una meta. Se mueve, aunque no sepa hacia dónde. Pero este movimiento constante, convertido en destino, produce estrés, es traumático. Quizá estemos llegando al límite de velocidad que podemos soportar. Las angustias que el propio cambio produce, traducidas a inseguridad, tienen sus efectos sobre la salud física, mental y social. Hay adictos al cambio, insatisfechos perpetuos. Han asimilado precisamente esa necesidad de estar entre el ser y el no ser, que es el estado intermedio; no un "ser para", sino un "ser entre", un desplazamiento entre lo que se fue y lo que puede ser. Sobrepasado el estatismo del esencialismo, desbordada la humanidad de la existencia, queda ese ser en tránsito, fantasmático, proteico, que es definido por su posición (roles) o por su huella (perfil).

Nuestro mundo, por lo que vemos cada día, está en una tensión permanente entre el cambio por el cambio y el retroceso por el retroceso. Las últimas décadas que han sido las de la explosión informativa gracias al universo creado por la interconexión han mostrado la idea de Flaubert: el avance paralelo de la inteligencia y la estupidez. Es sorprendente que en este mundo de acceso a la información se nos den datos del avance de ciertas ideas retrógradas en los países más avanzados del planeta. Son ideas que prescinden de lo conocido para entrar en lo deseado, en eso que alguien ha llamado "alternativo". El retroceso, en este caso, es también una forma de cambio, pero hacia atrás, casi siempre un "atrás" idealizado.
Estamos generando nuestras propias formas de estupidez contemporánea, como señalaba Flaubert de su propio tiempo. Distinguió entre la estupidez novelesca, la vivida por Emma Bovary, y la estupidez científica, la representada por los burgueses Bouvard y Pécuchet, decididos a compilar la ciencia de su tiempo en un diccionario. En Emma describió la vida de quien vive una fantasía cegada por los poetas; en su obra inacabada, las contradicciones de los que quieren encerrar el mundo en discursos técnico científicos, algo que ya estaba esbozado en el farmacéutico Homais, en Madame Bovary.
Nuestra estupidez contemporánea es difícil de describir por exceso de variantes. La degradación de la cultura a manos del mero "entretenimiento" es cada vez más grosero, cada vez más influyente. Hoy tenemos Info-entretenimiento, pero también política-entretenimiento y hasta ciencia-entretenimiento. Nada se abre paso sin fórmulas que lo acomoden a los que lo reciben. La vida de unos sirve como entretenimiento, como en los realities, frente a la idea antigua de ejemplaridad, como en Plutarco. No miramos para aprender, sino para estar entretenidos en ese movimiento constante y sin dirección hacia un futuro que es como un piso-piloto del mañana. 
Miramos para no vernos, para no pensarnos, objetos fugaces para nosotros mismos.
Debemos preguntarnos quizá si no nos está empezando a ganar la estupidez, si no va cogiendo cierta ventaja en esta carrera sin sentido.



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