Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Mis
deseos son cada vez más transparentes, es decir, volverme invisible para el
resto de la humanidad, especialmente para toda aquellas personas que gusta de
exhibirse cada día, cada hora, en cuanto que tienen ocasión y quieren que les mire. Mucho más todavía
para los curiosos insaciables que intentan intentar levantar el tejado de tu
casa y observarte. Les importa un bledo tu vida, solo quieren tus ojos.
Las
personas exhibicionistas te obligan a mirarlas. Unas van con gabardina a los
parques y otras con abrigos de visón a las cenas, pero el deseo es el mismo:
les pone a cien que les miren. Y yo no quiero mirar, me niego. Quiero ver, que es otra cosa. Quiero levantar
piedras y ver los bichitos que están debajo. No quiero que alguien me elija la
piedra y me recite las virtudes de gusanos y cochinillas, de hormigas y
escarabajos, y luego me venda una suscripción a una revista o a un canal temático. Quiero dejar pasar las horas hablando con alguien que no quiera venderte motos reales o ficticias. Reivindico mi
derecho a dirigir mi mirada más allá de todas las alfombras rojas, de los palcos reales e irreales, de los púlpitos y tarimas,
estrados y atriles.
La trascendencia guiada —las cosas son
importantes porque alguien así lo afirma— es la negación de la curiosidad,
característica evolutiva que mata algunos gatos pero salva a muchas personas sacándolas de la rutina, del día a día indistinguible.
Hemos hecho una sociedad de falsa curiosidad. Y digo "falsa" porque
la curiosidad debe salir de dentro, como necesidad de conocer, y no llegar de
fuera, como una morbosidad que satisfacer.
Cuanto
más miramos, menos vemos. Cuanto más se nos hace fijarnos en cosas vanas,
banales intrascendentes y superfluas, menos capacidad de ver nos queda. Tenemos
callos en los ojos, como otros los tienen en las orejas, algunos en las manos y otros ya saben dónde.
Ya
nadie habla si no es con un panel detrás y una botella etiquetada delante, que
es como Dios nos echa ahora al mundo. El Gran Patrocinador ha sustituido a la
divinidad en este universo fantasmagórico y esperpéntico, nueva planta
comercial del infierno de Dante. Sin patrocinio, no eres nadie; menos, no eres
nada, un genérico...
Porque
les miren los hay que darían media vida. Somos la civilización trivial, el fin
de la era fáustica dominada por la velocidad y el cartón piedra. Somos la leche
descremada, el café descafeinado, el té sin teína, la palabra sin sabiduría, el cuerpo sin sombra, el tiempo sin experiencia.
Mientras
escribo estas palabras, suena el teléfono. Llamada comercial de alguien que oculta
su número. No descuelgo. En el televisor solitario del salón un locutor se
pregunta en el Canal Historia: "¿Es posible que una civilización
extraterrestre esté tras la creación de los Estados Unidos?" La "historia" ya no es lo que era. ¿Para
qué necesitamos "serpientes de verano"? El hombre ha dejado de hacerse preguntas y solo responde cuestionarios.
¡Cuánta
sabiduría la de los griegos que convirtieron a su Tiresias en adivino ciego! No
es que Tiresias acertara siempre; es que era más difícil de engañar. Su ceguera
le protegía de tanto engaño que nos meten por los ojos. Aquí ya no solo no nos
protegemos de los cantos de las sirenas, sino que las enviamos a Eurovisión. ¡Suerte, guapas! Tiresias, en agosto,
esconde su ceguera tras unas elegantes gafas de sol polarizadas y finge mirar a
las bañistas, que rivalizan con tatuajes coquetos para atraer las miradas alrededor de su ombligo.
* El
dibujo de Tiresias es de Helena González Sáez (2007)
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