Joaquín Mª Aguirre Romero*
A la niña que lo vivió y me lo contó
Los
pueblos aman la libertad. Por eso fuimos hasta la localidad de Noto, en la
provincia siciliana de Siracusa; porque ese amor por la libertad es capaz de
unirlos, salvando las mayores distancias geográficas, de continente a
continente. A nadie le pareció extraño entonces que en aquel pueblo siciliano
se les hubiera ocurrido erigir una estatua ecuestre a nuestro libertador, Simón
Bolívar, y dar su nombre a una plaza.
Mis
abuelos pensaron que era un buen momento para que su nieta conociera Europa.
Cuando me dijeron la palabra Italia, mi corazón dio un vuelco. ¡Italia!
Mis compañeras del colegio se morían de envidia. ¡Yo... a Italia! Se lo dije
sin darle demasiada importancia, con toda la naturalidad del mundo, como si ir
a Italia fuera algo que estuviera anotado en mi agenda de ocupaciones del
curso. Me encantó sentir sus miradas envidiosas mientras me dirigía hacia el
coche que me esperaba a la salida. Creo que fue la única vez, en todos mis años
de estancia en el colegio, que no me importó que hablaran de mí a mis espaldas.
–La
niña se viene a Italia –le dijo mi abuela a mi madre–. Serán dos semanas.
Mi
madre no contestó nada y su silencio, como siempre, se entendió como una
aceptación. Mi abuelo me cogió de la mano y me sacó a la terraza para que
viéramos juntos la caída del sol sobre Caracas. Me subió a la barandilla y me
sentó tomándome por la cintura. Las nubes rodaban por las laderas dejando
visibles los picos. El sol fue ocultándose tras las montañas que guardan la
ciudad tiñéndola de rojo y haciendo visible su humedad, convertida en densa
neblina gris. Mi abuelo y yo jugábamos a contar las torres de los edificios,
que parecían haber germinado como semillas caídas del cielo sobre la ciudad.
Esta vez mi madre no nos acompañó en aquella ritual operación de señalar los
inmensos bloques que conferían a Caracas el aspecto de una tarta de
cumpleaños repleta de velas.
Volamos
hasta París. Mi abuela aprovechó la estancia para visitar sus tiendas favoritas
y nuestro equipaje casi se duplicó en el vuelo hacia Italia. Siempre consideré
mágicos los armarios de sus habitaciones en la mansión. Cada vez que la
visitaba, me parecía que era imposible que cupiesen más cosas y, sin embargo,
antes de que me regañaran por abrirlos, siempre descubría, tras aquellas
puertas espejadas, nuevos trajes, abrigos y zapatos, ropas para otros climas
que me sorprendían por sus texturas. ¡Qué distintas su habitaciones! La del
abuelo, llena de viejos libros, con su telescopio junto a la ventana; la de la
abuela, presidida por una gran cama de bronce, adoselada, repleta de
almohadones dorados, rodeada de aquellas puertas de espejos. Entre todo aquel
lujo, me llamaba la atención una vieja flor de terciopelo en una pequeña
botella de porcelana blanca decorada con unas pálidas escenas bucólicas.
Aquella vasija siempre estuvo sobre el peinador de mi abuela.
–No
vale nada –me dijo un día en que me descubrió observándola–. Es una baratija.
Sal; tengo que arreglarme el pelo.
El
vuelo hasta Palermo fue bastante penoso. El avión en el que debíamos viajar
llegó con retraso y mi abuelo me llevó a recorrer el aeropuerto. Mi abuela se
quedó en la sala de viajeros ilustres, como le gustaba decir a mi abuelo,
tomando un cocktail sin decir palabra.
–Mira,
viajaremos en un avión como ese.
Mi
abuela se colocó unos anteojos de tela y durmió todo el vuelo. Mi abuelo
consultó la prensa francesa e italiana, mientras yo miraba las formas de las
nubes y, entre los huecos que dejaban, un mar plateado muy distinto al caribeño
al que estaba acostumbrada.
–Aquí
hablan de nosotros –dijo mi abuelo, señalándome una página del periódico–.
“Autoridades venezolanas asistirán a inauguración de estatua y plaza de Bolívar
en Noto.” ¿Ves? Esto es Noto.
La
fotografía mostraba una vista aérea del pueblo.
–Parece
que le hubieran pasado un rastrillo.
–Sí
–dijo riéndose–. Fue destruido por un terremoto y se reconstruyó con esas
calles rectas y paralelas. Otros pueblos italianos son bastante caóticos, pero
este, fíjate, parece hecho con tiralíneas.
Aterrizamos
en Palermo y desde allí tendríamos que recorrer todo el norte de Sicilia en
auto. Noto estaba justo en el otro extremo de la isla y pasaríamos esa noche en
la capital. Nos estaban esperando en el aeropuerto Falcone–Borsellino para
llevarnos al alojamiento, un hotel cerca de los jardines Garibaldi.
La embajada había facilitado el
historial de mi abuelo y unas veces se referían a él como “señor embajador” y
otras como “señor rector”. Él respondía en italiano o francés, según se le
dirigieran. Todo el mundo era muy amable con nosotros y mostraban sus deseos de
que tuviéramos una feliz estancia.
–¡Venezuela y Sicilia! –decían
haciendo el gesto de juntar los índices de ambas manos–. ¡Hermanos, hermanos!
¡Viva la libertad!
–Sí –decía mi abuelo–. Venezuela
e Italia, hermanos.
–¡Sicilia, Sicilia! –le
contestaban sonriendo– ¡Hermanos! ¡Viva Bolívar! ¡Viva Garibaldi!
–Espero que no nos tengan
preparado ningún festejo –dijo mi abuela–. Me encuentro cansada.
–¿Quieres salir a dar un paseo
por la ciudad?
–¡Claro! –contesté–. Quiero
estirar las piernas después de tanto avión.
–En cuanto que baje un poco el
calor –dijo mi abuelo–, saldremos a dar un paseo para ver Palermo.
Vimos juntos, como en Caracas,
la puesta de sol desde la ventana del hotel. La luminosidad plata del
Mediterráneo era totalmente distinta a la de mi mar caribeño, pero igualmente
maravillosa.
–Es otra luz –dijo mi abuelo–.
El mismo sol, pero otra luz, otro mar.
–Sí, aquí todo es distinto.
–Bueno, ¿monumentos o helados?
–¡Helados!
–Pues
salgamos rápido, que mañana vienen temprano a por nosotros.
El
coche oficial estaba ya esperando en la puerta del hotel cuando salimos. Mi
abuela había dejado parte del equipaje para recogerlo a la vuelta. Llevaba,
decía, lo estrictamente necesario: cuatro maletas, dos bolsas de mano y una
gran sombrerera.
El
viaje era largo y pudimos recorrer la costa norte siciliana hasta que el coche
se dirigió al interior de la isla, en dirección a Noto.
–¿Sabes
que Arquímedes nació, en esta región, en Siracusa, cerca de donde vamos?
–¿Arquímedes...,
aquel que hicimos el experimento?
–Sí.
A
mi abuelo le gustaba preguntarme por las asignaturas de ciencias. Cuando le
contaba lo que nos estaban explicando,
reproducía los experimentos para demostrarme las teorías. Tenía una
habilidad especial para explicar las cosas complicadas y hacerlas sencillas.
–Un
tío listo Arquímedes...
–¿Abuelo...,
para qué vamos a Noto?
–Van
a poner una estatua del Libertador en una plaza con su nombre.
–¿En
Noto? ¿Por qué, si no es de aquí?
–Supongo
que porque les gusta la libertad, como a nosotros. Italia está llena de plazas
Simón Bolívar. Hubo un tiempo en el que los italianos se sentían tan perdidos y
dominados como los americanos.
–¿Estuvo
en Italia?
–Sí.
Hizo un recorrido siguiendo la senda de Rousseau, de Goethe, de Byron, un
viaje a Italia, algo que le gustaba hacer entonces a los jóvenes inquietos
de la época. Realizó el camino a pie. En Roma juró liberarnos a todos. Fue un
ejemplo para los italianos. Aquí también tienen su Bolívar, Garibaldi. También
él luchó por liberar a su pueblo y darle unidad. En aquellos tiempos, los que
amaban la libertad se sentían ciudadanos del mundo y se iban a luchar a
cualquier rincón en el que se necesitara su ayuda. Garibaldi luchó en el
Uruguay.
–¿Podremos
ir a la playa? –pregunté.
–No
se viene hasta Europa para ir a la playa, querida –dijo mi abuela, a la que
creíamos dormida.
Llegamos
a Noto bastante tarde y nos dirigimos directamente al hotel. Una persona del
Ayuntamiento nos estaba esperando para darnos la bienvenida y resolver los
cuestiones del alojamiento.
–Bienvenidos
a Noto. Como sabíamos que venía la niña con ustedes, hemos dejado un obsequio
en la habitación. Es un pequeño detalle.
Subimos
a cambiarnos para la cena. En mi habitación había una caja grande, envuelta en
papel acharolado con un lazo rojo con las puntas abiertas y rizadas.
–¿Es
para mí?
–Eso
han dicho –dijo mi abuelo–; ábrelo.
En
el interior de la caja había un enorme pastel con forma de corazón. Era de
color rosa intenso y estaba decorado con pequeñas flores de azúcar y pájaros
blancos. Una inscripción con la palabra “Noto” ocupaba el centro del corazón,
que estaba bordeado con unos motivos geométricos blancos.
–¿Se
pueden comer las flores?
–Claro.
Las flores son un producto típico de Noto. Aquí celebran “l'Infiorata” en
mayo. Cubren las calles con alfombras de flores, con todo tipo de motivos. A la
abuela le han llenado la habitación de flores. No sé cómo se las va a apañar
con sus alergias.
Mi
abuelo cogió una de las flores de azúcar y me la acercó a la boca.
–Solo
una, que tienes que cenar.
A
la mañana siguiente, un sol radiante entraba por mi ventana. Podía verse el
brillo del mar a unos pocos kilómetros. Aquello era hermoso. Fui a buscar mi
bañador a la maleta y lo dejé sobre la cama. Mi abuela entró en la habitación.
Estaba ya completamente vestida y se había puesto uno de sus pequeños
sombreros.
–¿Qué
haces? ¿Para qué has sacado el bañador?
–¿No
vamos a ir a la playa?
Mi
abuela no dijo nada y guardó el bañador en la maleta. Sacó un vestido azul, con
un lazo en el cuello, que me había comprado en París, unas medias blancas y
unos zapatos negros con hebillas plateadas y dejó todo sobre la cama.
–Ponte
esto.
–¿Las
medias también? ¡Hace mucho calor! –dije enfadada– ¿Por qué no podemos ir a la
playa?
–Porque
somos gente importante que ha recorrido miles de kilómetros para asistir a una
ceremonia en la que somos los invitados de honor; no estamos haciendo turismo.
¿No lo entiendes? En cinco minutos te quiero ver abajo.
Mi
abuela no esperó a que yo respondiera. Salió de la habitación sin mirarme. Me
senté sobre la cama y, dando dos patadas al aire, lancé las zapatillas con
fuerza contra la pared. En seis minutos estuve abajo. Mi abuela ni me miró para
cerciorarse de que me había vestido como ella quería. Me cogieron cada uno de
una mano; mi abuelo la derecha y mi abuela la izquierda. Así bajamos, los tres
juntos, la escalinata del Hotel hasta llegar al coche. Un chofer con la gorra
bajo su axila nos mantenía la puerta abierta luciendo una inmensa sonrisa. El
sol se reflejaba en el cristal del parabrisas y a mí me picaban las medias.
En
la plaza rectangular habían instalado una tarima rodeada de flores con los
colores de Italia y Venezuela. Cuerdas con banderitas de papel cruzaban la
plaza de un extremo a otro, de farola en farola, de árbol en árbol. Junto a la
tarima, cubierto por una tela azul, se elevaba un poste de hierro. Unos carabinieri,
con su traje de gala, trataban de evitar que los niños levantaran la tela para
curiosear. Poco más de trescientas personas se habían reunido para la
celebración. Las autoridades locales, con trajes oscuros, cruzados por bandas
de colores, nos esperaban al pie de la escalerilla de la tarima.
–¡Señor
embajador! –le dijeron, estrechándole la mano y abrazándole.
Subimos
a la tarima. Mi abuela se situó junto a mi abuelo y me cogió de la mano.
Podíamos ver la alegría de la gente y yo observaba con envidia a los niños que
correteaban en el fondo de la plaza.
–Primero
los himnos nacionales, señor embajador –dijo el Alcalde de Noto.
La
banda municipal interpretó nuestros himnos y al término se escucharon aplausos
y vivas a Venezuela, Sicilia, Italia, a Bolívar y a Garibaldi, y algunos a la selección
italiana de fútbol, que fue contestado con risas por los presentes.
–Abuelo,
¿dónde está la estatua?
–No
lo sé. Ya nos enteraremos.
En
la plaza no se veía ninguna estatua. Yo me imaginaba que sería como la que
había en Caracas, enorme, con un caballo con sus patas delanteras levantadas,
al aire, dispuesto a saltar desde su pedestal para ir a liberar lo que hiciera
falta; una estatua con un libertador enérgico, poderoso, con su capa al viento,
vigilante de nuestras vidas. Pero allí no se veía nada parecido. Un gran macizo
de flores era lo que presidía el centro de la plaza. Mi abuelo, como buen
diplomático, no preguntó nada.
Comenzaron
los discursos y se habló de la libertad, del hermanamiento de los pueblos, de
lo que Italia había significado para Bolívar y de lo que Bolívar había
significado para Garibaldi. La gente aplaudía y seguía lanzado vivas.
–Señor
embajador, puede tirar de la cuerda.
Mi
abuelo agradeció la deferencia con una sonrisa y tiró de la cuerda unida a la
tela azul. Al final del poste de hierro repujado un rótulo realizado en
azulejos contenía la inscripción “Piazza Bolivar”. Volvieron a abrazar a mi
abuelo y la banda comenzó de nuevo con la música ante el jolgorio de todos. Se
intercambiaron regalos, llaves doradas y pergaminos. Poco más de media hora
después, nos dirigimos de nuevo hacia el coche que había de llevarnos al hotel.
Debíamos emprender el camino de regreso hasta Palermo porque nuestro avión
salía esa misma tarde hacia París. El equipaje estaba listo en el hall del
hotel y lo cargaron en el maletero del coche. Mi abuelo dio los últimos abrazos
de despedida y todos nos montamos en el coche. Dos motoristas nos acompañaron
hasta la salida del pueblo, abriéndonos paso con sus sirenas.
Cuando
nos alejamos del pueblo, mi abuelo se dirigió al chófer.
–¿Sabe
usted qué ha pasado con la estatua? –le preguntó.
–Algunos
problemas al final.
–¿Problemas?
¿De qué tipo?
–Sí...,
el pueblo, los vecinos... –dijo sin dejar de mirar a la carretera–. Cosas de
Sicilia...
–Pero
teníamos que inaugurar la estatua, ¿no?
–Claro,
pero hubo problemas al final, me han dicho... Los vecinos no se pusieron de
acuerdo.
–¿No
querían la estatua de Bolívar?
–Sí,
sí, claro... ¡Bolívar, la libertad! ¡Cómo no! Todos querían que hubiera una
estatua de Bolívar en la plaza; por eso le pusieron el nombre.
–Entonces
no entiendo, ¿qué problema hubo?
–El
caballo...
–¿Qué
pasaba con el caballo?
–Los
vecinos no se pusieron de acuerdo en la orientación de la estatua.
–¿Discutieron
sobre dónde ponerla?
–Bueno,
no exactamente. Todos estaban de acuerdo en que la estatua tenía que estar en
la plaza..., pero...
–¿Sí...?
–El
culo...
–No entiendo, ¿qué
culo?
–El del caballo...
Nadie quería que el culo del caballo apuntara a sus casas... Esto es Sicilia,
señor embajador, y esas cosas..., las supersticiones, el mal de ojo, ya sabe
usted. Supongo que llegarán a algún acuerdo con el tiempo.
Mi abuelo se quedó
un buen rato mirando el paisaje por la ventana. Yo esperaba que dijera algo,
pero él se mantenía en silencio. Me pareció ver que aparecía una sonrisa en su
cara.
–¿Cree usted que
nos dará tiempo a que la niña se dé un baño en la playa cuando lleguemos a
Palermo?
–Creo que sí, señor
embajador –contestó el chófer.
–Bueno –me dijo mi
abuelo–, siempre podremos decir que no se pusieron de acuerdo porque todos
querían tener la cara del Libertador al frente. Ya se sabe que los pueblos aman
la Libertad.
[* Este relato, escrito en 2003, apareció publicado en la revista mexicana "Aquilón. Viento del Norte" nº 2 enero-junio 2006 Baja California, México]
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