Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Lo que
no podía imaginarse nadie es la cantidad de palabras sin ideas detrás, una
auténtica epidemia moderna. Necesitada del discurso, de la declaración, de la
proclama, la época moderna sucumbe ante el peso de los significantes: sonidos y
trazos regañados con el sentido. Quizás el primero en notarlo fue Gustave
Flaubert, maestro de la escucha social y de su reflejo artístico. El gran
escritor se dio cuenta de que el futuro era de la apariencia y la cosmética, del
amor sin amor y del ingenio sin inteligencia. Y el rumano Ionesco le dio forma festiva al drama
existencial, mientras que Samuel Beckett, otro temperamento, no se molestó en
que el universo tuviera gracia. ¿Para
qué?
La
proliferación de charlatanes y bocazas es, sin duda, un rasgo de nuestra
modernidad, cuya culminación —esperemos
que no empeore— es la chateo
universal propiciado por las nuevas tecnologías y copiado por las viejas. Del
"cogito, ergo sum", hemos pasado al simple ruido como manifestación
de la existencia, a la prueba de vida cacofónica. Nos sobra el
"cogito" y no nos importa el "sum"; con el "ergo",
ya veremos qué hacemos.
Italo
Calvino lo describió muy bien en su trilogía Nuestros antepasados, que somos nosotros mismos gracias al incesto
literario: una armadura vacía (el caballero inexistente), alguien que vive
lejos del suelo (el barón rampante) y el ser escindido (el vizconde demediado).
Es difícil lograr mejor retrato espiritual.
El eje
de la vida moderna, que es una vida pública y publicitada para poder tener consistencia
social, es lo que el estrábico Sartre llamó
el infierno, es decir, los otros.
Solo que ahora el "infierno" ha pasado a ser el "paraíso",
pues se trata de conseguir más miradas y mayores audiencias. Aquello de que la mirada me cosifica y demás zarandajas
cogidas con papel de fumar quedó para los saldos filosóficos. ¡Mi reino por una mirada!
Es el paraíso "nauseabundo", por seguir a Sartre, o el infierno "glamuroso", que lo mismo da. Vivimos en un mundo torturado, sin angustia existencial; solo con pánico escénico. Sísifo ensaya con su piedra; Fausto se ha hecho un lifting; y Leopold Bloom hace cola para que Paolo Coelho le firme uno de sus libros.
Es el paraíso "nauseabundo", por seguir a Sartre, o el infierno "glamuroso", que lo mismo da. Vivimos en un mundo torturado, sin angustia existencial; solo con pánico escénico. Sísifo ensaya con su piedra; Fausto se ha hecho un lifting; y Leopold Bloom hace cola para que Paolo Coelho le firme uno de sus libros.
Hablar
sin decir nada, hacerlo a destiempo, meter la pata, son el camino hacia ese hacerse notar que nos
caracteriza como especie involucionada. Frente al sigilo de la naturaleza, el
estruendo de la cultura convertida en un obsceno llamar la atención.
Y así nuestros medios, espejos del alma moderna, se nos han llenado de bocazas, metepatas y charlatanes de todas las condiciones y pelajes. Se equivocan y rectifican; se provocan y responden a las respuestas en un ciclo infernal, porque se trata, en última instancia, de emitir sonidos, señales como las de esas antenas que envían mensajes al fondo del espacio por si encuentran vida inteligente. ¡Dejen de apuntarlas al espacio y apúntennos a nosotros antes de que nos volvamos todos idiotas!
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