Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Cualquiera que sea el universo en que un
profesor crea, debe ser, al menos, un universo que se preste a un largo
discurso. Un universo definible con cuatro palabras es algo vacío para el
entendimiento de un profesor. ¡Sería demasiado gratuito para poner fe en ello!
(24)*
La
observación irónica de James trata de establecer la sencillez de su método y
escuela —el Pragmatismo— frente al escolasticismo que nada resuelve y prefiere
el discurso extenso cuando no la palabrería. Dice James: "Si no puede
trazarse cualquier diferencia práctica, entonces las alternativas significan
prácticamente lo misma cosa y toda disputa es vana" (46). Pragmatismo, nos
advierte, viene del griego "pragma",
cuyo significado es "acción" y del que nos vienen
"práctica" y "práctico". Una "diferencia
práctica" es pues una "diferencia de acción" y decir que
"significa prácticamente la misma cosa" es decir que dan lugar a las
mismas acciones.
Evidentemente
no es un problema que sea exclusivo de filósofos y científicos. Más bien ocurre
lo contrario; es una debilidad humana que se traslada a todos los demás campos e
instituciones y se centra en la necesidad de destacar o diferenciarse, de
marcar territorios en los que constituirnos en centros. Lo solemos llamar "afán de protagonismo" y representa ese gusto por mostrarse de forma constante, forzando las diferencias, aunque sea para acabar diciendo o haciendo lo mismo. Personas, instituciones, países pueden padecerlo con sus especiales variantes. Es un amplio repertorio de variantes del afán de protagonismo el que bloquea Europa en más de un sentido. El mantenimiento de las diferencias —por ser más rico o más pobre, del norte o del sur, católico, protestante u ortodoxo, industrial o agrícola, etc.— se ha ido superponiendo al discurso identitario europeo y anulando su eficacia en la práctica. Demasiado énfasis en las diferencias cuando debería haberlo en lo común; demasiado protagonismo proteccionista frente a la solidaridad de una ciudadanía común. Se critica a esta generación de políticos por haber perdido (y hecho perder) esa ilusión a muchos europeos, forzados a llamarse de nuevo europeístas.
La
política europea se parece cada vez más esas "disputas vanas" de las
que hablaba James: el esfuerzo por hacer parecer problemas distintos a lo que
no son sino variantes retóricas del mismo problema, el miedo político a la verdadera Europa que nos prometieron en
los folletos. Todas las diferencias que se han establecido en el tiempo — la
"Europa de dos velocidades", los PIIGS, norte-sur, etc.— chocan con
la evidencia pragmática de que todos los países están unidos —lo llamamos en su
momento "la cordada del euro"— por una moneda, que sus economías
están tremendamente imbricadas (de eso se trataba) y de que aspiran a mayor integración, palabra a la que hay que
dar un sentido claro y realmente político para poder caminar hacia algún sitio.
Europa se nos ha disuelto en metáforas que tratan de esconder la metáfora inicial,
la de la Europa misma, una idea que construir, más allá de las palabras, con
acciones. Las palabras se gastan y las acciones no llegan, sostenidas en el
aire, negando con su levitación ambas
las leyes de la gravedad, las de la física y las de la economía.
En lo que nos toca directamente, el espectáculo —que cada cual lo califique como quiera— de las disputas autonómicas tratando de ser cabezas de ratón son del mismo calibre y no ayudan a nadie. Si Europa se nos disuelve como metáfora, también corremos el riesgo de que se nos disuelva España por el mismo procedimiento, exceso de retórica y falta de acción común. Al viejo "España es diferente" le han salido ratones locales suicidas.
Vivimos
cada vez más en el reino de las disputas vanas, por usar la expresión de William
James.
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