miércoles, 10 de agosto de 2011

Una cerilla

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los gravísimos disturbios de Londres y otras ciudades de Reino Unido son un exponente de cierto estado de cosas. Podemos plantearlo, como hace Cameron, como un problema de criminalidad, pero eso es quedarse muy corto y, sobre todo, no evitar que se puedan repetir estos hechos. Como en el deporte, hay lesiones que se producen por el estado del terreno de juego.
Cuando se produce un estallido de violencia de estas características, no estamos ante un problema puntual, ante una provocación, sino ante un desbordamiento, el estallido de una situación contenida. Estos reboses se producen precisamente por negar la existencia de problemas. La crisis económica no ha hecho más que ahondar una situación que algunos han calificado como normalidad, pero no era más que la muestra de una tendencia de décadas; la destrucción de las clases medias. Las clases medias son un espacio de convergencia, de conformación en el que es posible el acceso a la formación y al trabajo permitiendo la movilidad social y, por ello, el ascenso. Las sociedades más igualitarias tienen menores tensiones porque eliminan los guetos (visibles o invisibles) que generan aquellas otras que tienden a encerrarse tras muros cortando e impidiendo el flujo social. Esos muros son, básicamente, la educación y el empleo. Cuando una sociedad convierte el acceso a la educación en un privilegio o, como es más frecuente, hace que se deterioren los servicios públicos de educación para mantener sus privilegios educativos, y cuando se cierran los accesos a mejores puestos de trabajo porque están reservados para las propias élites, esa sociedad acabará estallando.


La historia de las últimas décadas es la separación de puestos de trabajo por su ocupación por la inmigración y por la edad. Uno de los hechos clave de la globalización no solo era poder desplazar los capitales sino poder abaratar el mercado de trabajo por medio de la inmigración. El acceso se ha visto restringido en función de estos dos factores. Se ha hecho destinando determinadas ocupaciones a la inmigración, independientemente de su mayor cualificación, y se ha hecho devaluando el trabajo juvenil, reduciéndolo a la provisionalidad y a la precariedad. Con la excusa de la “formación”, se han creado grandes bolsas de descontento, por no llamarlas de frustración. Lo que se había justificado de forma provisional, se ha mantenido de forma socialmente suicida a largo plazo. Ha causado una gran distorsión social.
El énfasis en la enseñanza profesional como alternativa al abandono escolar no es más que una manera de esconder el fracaso del propio sistema, incapaz de absorber el número de profesionales que el deseo de prosperidad personal busca. La tendencia a reducir plantillas, aunque las empresas vayan bien, se ha convertido en un arma de doble filo. Los beneficiados ya no se siente comprometidos a generar empleo. La riqueza se ha hecho más egoísta.
Es sabido desde hace mucho tiempo, que es la generación de bolsas cualificadas de descontento lo que causa mayor desestabilidad social. Eso es lo que ha ocurrido en los países árabes, especialmente en Egipto y Túnez, en donde una juventud a la que se forma solo se le da la opción de la emigración o el subempleo precario. No es el único sitio donde ocurre.


La prolongación artificial de la juventud por encima de los treinta años no es más que un maquillaje de la tendencia de la empresa moderna a reducir personal para aumentar sus beneficios. Ante esa incapacidad, el sistema reacciona prolongando el sistema educativo y transformando a las personas en escolares eternos. Esto, a su vez, es motivo de angustia social al no poderse producir la emancipación necesaria y, si se produce, es con una dependencia muchas veces insostenible y que genera más frustración. La sensación de tener que dar las gracias por empleos miserablemente pagados, con la presión permanente producida por la necesidad de hipotecarse para conseguir cualquier bien, dado lo bajo de los sueldos, acompañado de una presión desvergonzada para el endeudamiento, acaban distorsionando la imagen que los individuos tienen de sí mismos y de la propia sociedad en la que viven. Se generan comportamientos antisociales porque puedes dar nada ni que esperan nada de ti. Cameron debe pensar también que es la genética la que produce estos comportamiento antisociales. ¡Qué haríamos sin los genes para explicar las cosas!

Esto no se arregla con la salida de una crisis, que parece ser que vuelvan a ganar dinero los que antes lo ganaban. Esto necesita otro tipo de planteamiento o las próximas décadas serán el reino de la angustia y el enfrentamiento. Tienen que serlo también de las alternativas, de volver a ilusionar a la gente en su propia sociedad. Es necesario renovar la educación, convertirla en un foco de formación y maduración personal, de desarrollo de compromisos y virtudes sociales, y no en cuna del egoísmo, no en una forma de selección social. Y son necesarias políticas de empleo que tengan en cuenta el desarrollo social y no solo el beneficio de unos pocos, justificado y —nos irrita casi más que el hecho—legitimado hasta la desvergüenza. Lo de un mundo más justo está dejando de ser un bonito deseo para convertirse en una necesidad.
Cuando la sociedad es vista como el foco de la frustración, lo que se devuelve es incivilidad, agresividad e irresponsabilidad. El sistema se defiende negando su responsabilidad y mostrando a los individuos a los que les va bien, pero a los que es imposible imitar o seguir.
Cuando todo esto ocurre —en el Reino Unido, en Chile, en Israel, en los países árabes, en Francia…—, allí donde te sonríen mientras te aprietan, basta con acercar una simple cerilla para que todo explote. Cuando la habitación se va llenando de gas, basta una simple chispa.



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