Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Publica el diario El País un artículo* del Premio Nobel Mario Vargas Llosa sobre la crisis de la lectura y su desencadenante, según él, las Nuevas Tecnologías. Nos resume el escritor peruano las ideas que ha recibido de Nicholas Carr, un norteamericano que, emulando a Henry D. Thoreau, se retiró unos años a una cabaña perdida en donde, nos cuenta Vargas Llosa, “escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en inglés The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y, en español, Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011).”
Sin dejar de tener razón en algunas cosas, hay sin embargo diversos errores de planteamiento sobre los efectos, las causas y los responsables. La invocación de Marshall McLuhan supone también algún problema. Comete el error Vargas Llosa de convertir el libro en un elemento “natural” frente a otro “artificial”, los ordenadores. El “libro” (en su formato “codex”) es un dispositivo complejo y artificial, depurado por cerca de dos mil años de diseño ergonómico. Tan tecnológico es uno como el otro y ambos representa cimas de nuestra invención. Tanto uno como otro, efectivamente, tienen efectos sobre la organización del conocimiento y su configuración cognitiva y sensorial.
Escribe Vargas Llosa:
No es una metáfora poética decir que la "inteligencia artificial" que está a su servicio, soborna y sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, en sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado "la mejor y más grande biblioteca del mundo"? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas?
El problema que se plantea no es el de los ordenadores y no se debe confundir el efecto con la causa. El verdadero causante de estas pérdidas es la orientación contemporánea a hacer de nuestro tiempo libre, tiempo de ocio, un negocio. Es decir, ese tiempo dedicado a uno mismo, en el que la lectura ha jugado un papel importante —en algunos, porque otros lo han dedicado a todo tipo de tareas menos ilustradas, que tampoco es bueno mitificar—, se encuentra hoy sometido a la presión de una sociedad que lo convierte en ganancia mediante toda una serie de ofertas, entre ellas lo que se hace con los ordenadores. Algunos ya producen más beneficio en su tiempo libre que en su tiempo laboral, ya que “libre” ha pasado a ser casi un eufemismo más que una metáfora, dado el compromiso que a veces conlleva. Desde hace una década se trabaja con el concepto de “Economía de la atención” para establecer las estrategias de acercamiento y captación a ese tiempo en el que producimos beneficio a unos mientras nos entretenemos otros. El tiempo (libre) es dinero.
Pero esto no es nuevo, sino una tendencia constante en nuestra época moderna. No hemos vendido el alma, como Fausto, sino el tiempo. Señala en su artículo Vargas Llosa respecto a las obras literarias:
¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?
Desconoce Vargas Llosa que fueron los norteamericanos de la “época” del libro previa al ordenador los que inventaron el Reader’s Digest. En 1922, De Witt Wallace tuvo la idea de realizar una revista que incluyera resúmenes de artículos y libros, literatura “condensada”, para que se pudiera leer una artículo diario. Wallace lo pensó en términos de tiempo e información. Quería un lector más informado en menos tiempo. No era necesario el ordenador. La idea central es el tiempo, su ahorro. En los años veinte el ahorro del tiempo se consideraba como una inversión productiva para poder dedicarlo a otras cosas o a adquirir más información. El dispositivo, en este caso, el resumen, permite ahorrarlo. No es necesario el ordenador para leer de mala manera.
Ernest Hemingway bromeó en uno de sus artículos de juventud para el Toronto Star sobre cómo resumir las grandes obras de la Literatura en breves titulares ante la incapacidad de perder el tiempo leyéndolas. Hemingway hizo un divertido ejercicio de síntesis de obras maestras de todos los tiempos para lectores que no tenían tiempo.
Confunde —y esto es bastante general— Vargas Llosa al lector con el lector literario. Es este segundo el que queda más perjudicado en el tiempo que necesita para leer a su ritmo, un ritmo pensado para otros tiempos en los que no había con qué llenarlo o en los que el tiempo libre era auténticamente libre, es decir, propio. Hay lecturas rápidas y lecturas que reclaman su tiempo lento, de absorción y reflexión, adecuado. Son estas lecturas las que están padeciendo el desinterés y el estrés contemporáneo, del que el ordenador no es más que la punta de iceberg. Nuestra sociedad prefiere hacer dinero con nuestro tiempo antes que dejarnos el tiempo para hacernos a nosotros mismos con las lecturas. En el fondo nos prefieren consumidores que cultos. Cuando se lee, presiona para que sean unas obras diseñadas para ser de lectura masiva y estándar, alejadas de la calidad de las obras maestras. Lo que se ha perdido es la idea de una tradición cultural, de un fondo de obras que una persona culta debería conocer. Es ese tiempo necesario el que se ha sarificado en beneficio de fenómenos masivos. Guerra y Paz debe tener un número de páginas aproximado a un Harry Potter, pero la presión es sobre el segundo y no sobre el primero. No es el ordenador, es el dinero.
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