Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Realiza Ken Goffman, en su obra La contracultura a través de los tiempos. De Abraham al acid-house*, la siguiente observación:
La contracultura es, por definición, la «punta de lanza» vanguardista; pero es también una forma de tradición, la tradición de romper la tradición, de cargar contra los convencionalismos del presente para abrir una ventana a la dimensión más profunda de las posibilidades humanas que supone un manantial permanente de lo auténticamente nuevo —y auténticamente grande— en la expresión y el esfuerzo humanos. En este sentido, la contracultura puede ser una tradición e iniciadora de casi todas las otras tradiciones. (15-16)
Desde el siglo XIX, la idea de un nihilismo de fondo caló hondo como una negatividad que impulsaba muchas veces más hacia la destrucción o la autodestrucción que a la creación de alternativas. Podemos rastrearla, por ejemplo, en los personajes de la novela de Turgeniev, Padres e hijos, altamente recomendable para todos, o en los personajes que pueblan la obra de Albert Camus con la tentación de acabar con todo sin ofrecer nada. Quizá sea Calígula la máxima expresión como hombre absurdo negativo, o la que encontramos en algunos de los planteamientos encarnados en los personajes de su obra teatral Los justos, los llevados por el odio.
La relación entre cultura y contracultura, entre sistema y antisistema, se vuelve complicada desde el momento en el que el sistema deja de encarnar la Cultura y representa, por el contrario, su reducción vital. Esa dialéctica se transforma radicalmente cuando se produce la paralización del propio sistema. La contracultura entonces debe tomar necesariamente una nueva orientación y un nuevo significado. La pregunta entonces es ¿en dónde se encarnan ahora los valores reales?
Los que señalaron el fin de la Historia pasaron por alto un fenómeno distinto: la constitución de un presente permanente que no produce futuro, sino novedad. La Historia no se acaba, se paraliza. Podemos crear un mundo sin futuro aunque esté lleno de novedades. Esta parálisis general hace que se sustituyan unos términos por otros alternativos, valores vacíos. La confusión entre “felicidad” y “entretenimiento” es la misma que hay entre “futuro” y “novedad”.
El sistema ha laminado los sueños al materializarlos, olvidando —tampoco le importa— que los sueños son el motor de las personas y los grupos en la medida en que actúan como impulsos y redirigen la acción. Los sueños materializados no son sueños, se agotan en el acto de su disfrute. El sueño es tiempo, duración bergsoniana, no espacio. El sueño-objeto es la parálisis.
El único sueño-motivación que el sistema ha producido es el del enriquecimiento, verdadera unidad de medida y referencia a la que se traducen todas las otras como patrón conversor. Es una constante en las obras de todo tipo —artículos, libros, documentales…— la mención de la codicia infinita, insaciable, origen de las crisis de los últimos treinta años. Los que tenían siempre quieren tener más, poseídos por una especie de pulsión enfermiza. No hay otra justificación, no hay otro sueño.
La contracultura hoy no se enfrenta a una cultura clásica, sino a la transformación perversa de los ideales en objetivos y de los sueños en consumo, del crecimiento personal en enriquecimiento. Hemos sustituido los sueños por los incentivos. Excitando el deseo para provocar la satisfacción inmediata, el sistema ha producido una cultura inmadura, infantil, que no se detiene, como los niños, en pensar en los efectos de lo que pide. Es esa inmadurez la que hace que no se vean los problemas mundiales más que como problemas de crecimiento económico y satisfacción de las necesidades propias, y no en términos de sostenibilidad, habitabilidad y de reparto solidario de la riqueza del mundo. Es la comodidad de mi presente egoísta e insolidario lo que está imposibilitando los sueños de otros, supeditados a mi propia forma expansiva de ver el mundo. Solo pueden tener sueños en la medida en que se dirigen hacia mi visión devoradora.
Zamiatin |
¿Por qué causa los hombres, desde la misma cuna, han rezado siempre? ¿Por qué han soñado y por qué se han torturado siempre? ¿Solamente para que uno definiese, uno de todos ellos y para siempre, lo que es la felicidad y los atase a golpes de maza a esa felicidad?
¿Acaso no es precisamente esto lo que hacemos? El hermoso sueño del paraíso… ¿lo conoce? En el Paraíso, los hombres ya nada desean, ya nada anhelan, allí ya no conocen la compasión ni el amor, allí solamente existen almas dichosas, a las que se les ha extirpado la fantasía con una operación (pues de lo contrario no serían felices) (200)
Las diferencias entre el paraíso y el infierno ya no están claras en un mundo en el que ha desaparecido la imaginación, porque imaginar ya no es más que dar instrucciones para el diseño de la novedad que nos dejará contentos. Hemos invertido la lámpara maravillosa y ahora somos nosotros los encerrados mientras los genios introducen en ella, a presión, nuestros deseos, órdenes satisfechas inmediatamente. Nuestros sueños son ahora oportunidades.
Han cerrado el ciclo de los sueños porque nos dicen que tenemos a nuestro alrededor todo lo necesario para ser felices. Sin embargo, no lo somos. Y no lo somos porque todavía podemos distinguir entre sueños y alucinaciones, entre soñar con cambiar las cosas y en la anestesia alucinada. La persona satisfecha está muerta. Hay que seguir soñando porque así se reconoce la imperfección del mundo.
* Ken Goffman (2003): La contracultura a través de los tiempos. De Abraham al acid-house. Barcelona, Anagrama.
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