Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Otro desplome bursátil. Y hoy se teme un viernes negro. Está visto que nada funciona. Lo decíamos el otro día parafraseando a Nietzsche: lo malo de que me mientas es que ya no te puedo creer. Los mercados se están desplomando cada día, pinchazo tras pinchazo. Ninguna reunión, ninguna palabra, ninguna promesa, ninguna foto, ningún acuerdo… Nada funciona. Hartos de escuchar que no viene el lobo, cuando el lobo llega se beneficia de nuestra incredulidad. Mientras seguimos dudando si el lobo es real o producto de nuestra imaginación, él, indiferente, sigue devorando ovejas.
Todo el diseño que históricamente se ha ido creando tras cada una de las grandes crisis con posterioridad al 29, por dar una fecha clave, ha tratado de establecer mecanismos más seguros para los mercados, es decir, se ha buscado la forma de evitar que el desequilibrio, la inestabilidad, destruyera todo de una sola tacada. El sistema vive de que sigan fluyendo los capitales. Todavía debe haber diferencias entre arriesgarse y suicidarse. Pero el mercado ha asegurado una parte de sí mismo, pero no de sí mismo.
El problema de fondo ante el que nos encontramos es que no hay forma de convencer a nadie de que lo que se dice se cumple, ya no se creen ni los datos, perdidos entre contabilidades creativas, ni las deudas camufladas, ni las columnas con datos donde no deben estar... Hemos hecho un sistema de gestos hacia el futuro, de estimaciones e indicadores que facilitan nuestra toma de decisiones. Y tampoco nos fiamos de ellos. Demasiado peso de lo financiero, dice algunos; demasiado riesgo, dicen otros. Demasiada confusión. El capitalismo simbólico e informacional no puede permitirse el lujo de dudar de sus propios símbolos e informaciones. Se rompe la unidad psicológica del mercado.
Los mecanismos psicológicos para arriesgarse en épocas optimistas o pesimistas son muy distintos. La euforia y el miedo se comportan de forma diferente, emplean distintas varas de medir. Ponemos pocas trabas cuando estamos convencidos de que vamos a ganar, pero nos volvemos ultraconservadores ante la más leve sospecha de pérdida.
La crisis ante la que nos encontramos —en su inicio, su mitad o final— es extraña. En una entrada anterior hablamos de una ascendente y otra descendente; de una que llega desde arriba —USA y los triple A— y otra desde abajo —Grecia, Portugal, España…— y van creando su propio oleaje que causa la turbulencia excesiva al encontrarse. El origen de ambas está en el crédito optimista, en la deuda alegre, en la euforia gastadora y ganadora, entre lo que tenemos apalabrado y las posibilidades de cumplir nuestra palabra. La situación ha traído como respuesta el pesimismo y el estreñimiento financiero que este la agravan.
Me temo que lo único que los inversores van a creer ya —y con recelo— son los hechos. Ha pasado el tiempo de las palabras y las promesas y nada de lo que se diga merece la credibilidad más allá de unas horas. Existe una voluntad de credibilidad, un deseo de ser creído, que no está funcionando ni a Europa ni a Estados Unidos. Y es que el deseo de ser creído solo puede complementarse con el deseo de creer. Pero es el miedo el que está bloqueando esa posibilidad. No es fácil fingir que todo está bien cuando puede no estarlo, hoy o mañana. Ese temor te atenaza y agrava todos los síntomas reales. Como en el caso de los que padecen vértigo, solo pasas por el tablón si no miras hacia abajo.
Los mercados piden sacrificio y sacrificios y lo que se sacrifica aquí es el Estado mismo que se va devorando su propia carne, convertido en víctima propiciatoria, ante la mirada apática de los que buscan dónde invertir. No se le escapa a nadie que esta situación, esta petición extra política de recortes del Estado, es decir, de hechos más que de gestos, es a costa de sacrificar muchas cosas que quedarán liberadas para una iniciativa privada que, temerosa, pide más ante el riesgo elevado. Puede que esto actúe como incentivo y estímulo, pero a un precio muy alto, un precio social y político que tiene consecuencias.
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