Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En días o semanas podemos asistir, con bastante probabilidad, a los actos finales de tres obras trágicas. Nos referimos al final de las revoluciones en Libia, Siria y Yemen. Intuimos ya la llegada de los finales, aunque no estén escritos al detalle todavía.
La crisis Libia se puede medir por el grado de ausencia del histriónico coronel Gadafi. Hemos pasado de sus baños de multitud en los balcones, a sus rápidos paseos por las avenidas, de sus reuniones con los clanes a la partida de ajedrez, de la retransmisión televisiva en color al sonido telefónico distante y defectuoso de su último comunicado. Hemos pasado del “danzad y sed felices” con el que animaba a las familias para que le sirvieran de escudos humanos en las inmediaciones de su residencia, a su último comunicado: “la sangre de los mártires es el combustible del campo de batalla”.
Puede que aquella aventurada e irreal afirmación del ministro británico de Asuntos Exteriores, al inicio del conflicto, asegurando que el dictador se encontraba camino de Venezuela, se acabe cumpliendo meses después sin que eso le reporte ningún mérito al adivino. De nuevo han vuelto a aparecer —esta vez solo como rumores— informaciones sobre su presunto destino en el país caribeño junto a su colega y amigo Chávez. La locura de Gadafi y su clan es la suficiente como para acabar convirtiendo el sitio de Trípoli en un baño de sangre. Cualquier cosas puede esperarse de él y de los que no tienen nada que perder, su clan. Los colaboradores más próximos se fugan de Trípoli y aparecen de pronto en Egipto o en otros países con sus familias y las tropas rebeldes se van acercando a la capital. ¿Habrá batalla final? La gente ya está huyendo. Gadafi sigue en algún búnker.
El otro acto final es el de Siria. No parece próximo, pero la tensión que el pueblo sirio está viviendo, la lenta sangría con más de dos mil muertos y miles de desaparecidos, no puede durar mucho. El involucrar hasta las cejas al Ejército sirio en la represión y depuración del país es una locura que quedará en la cuenta de Bashar Al-Assad durante generaciones. La única salida que deja para este último acto es el golpe de estado cuando una facción de Ejército asuma que no puede estar así eternamente y que el futuro, tras la represión, no es un verdadero futuro. El dictador sirio se ha beneficiado hasta el momento de los conflictos abiertos a su alrededor, de la imposibilidad de abrir más frentes desde Occidente, y de la estrategia de países como Rusia y China que necesitan estar en el extremo opuesto a lo que decida el resto del globo para afianzarse como potencias de no se sabe muy bien qué. Los gobernantes sirios han pensado que los conflictos de los demás garantizaban su impunidad. Pero pueden haber calculado mal.
La apertura actual de un nuevo conflicto diplomático entre Israel y Egipto parece un intento de terminar de revolver la zona en los momentos en que requiere más tranquilidad y unidad de acción. Si algo moviliza a Occidente es la posibilidad de que se recrudezca el conflicto con Israel, una baza que se ha estado jugando —por quien fuera en cada momento— desde el principio de la revoluciones árabes. Israel siempre ha servido de excusa en la zona para mantener dictadores, para provocar revueltas, y para distraer la atención según conviniera. E Israel siempre ha entrado al trapo. Es fácil provocarla cuando se sabe cómo suele reaccionar. Pero el Egipto de ahora no es el de Mubarak. No se van a arreglar las cosas con silencios. Egipto tiene ahora voz. Eso se lo están avisando a Israel todos. Pero Israel no suele escuchar.
El holocausto del pueblo sirio adquiere dimensiones de martirio colectivo cuando son masacrados —por tierra, mar y aire— impunemente por las fuerzas de su propio Ejército. Esta fractura, que no se ha producido ni en Túnez ni en Egipto, con la “neutralidad” (sería más correcto decir con la “no intervención” del Ejército) y su negativa a sostener a los dictadores directamente manchándose las manos de sangre, actividad que dejaron en manos de la Policía y demás secuaces organizados. El gobierno sirio tiene que caer y lo hará. Al Asad pagará entonces todos estos desmanes infames. El problema es saber quién quedará limpio para asumir la reconstrucción de una fractura de tal calibre. Su estrategia ha sido esa, comprometer a todos para que no puedan echarse atrás, convertirlos en cómplices de su actuación criminal represiva. Pero la contestación Siria sigue.
El tercer acto tiene visos de ser completamente inédito: el regreso de Alí Abdullah Saleh a Yemen tras su convalecencia. Saleh es el gobernante árabe que ha pasado más tiempo en el poder tras Gadafi. Puede que sus tristes e indignas marcas de ambos se cierren a la vez. Su regreso a Yemen tras el atentado sufrido parece que reabrirá el conflicto yemení, que no puede durar tampoco mucho más. El presidente que más veces incumplió su palabra de solucionar el problema de Yemen —él es el gran problema— no puede creer que le queden muchas opciones de regresar a negociar, una vez más, nada con su pueblo. El tramposo entre los tramposos espera que le reciban para seguir negociando, suponemos que hasta que no se tenga ya de pie. Nadie ha prometido tantas veces como Saleh que dejaría el poder. Y sigue en ello.
Estos tres finales se presentan sangrientos y de duración incierta. Lo importante es que los países a los que escuchen estos dictadores —si es que escuchan todavía a alguno— asuman su responsabilidad de convencerles que sus días han terminado, que sus cupos de sangre y crueldad hace tiempo que rebosan, y que lo único que han dejado a sus pueblos por herencia son enormes bolsas de pobreza y corrupción, y gigantescas fracturas sociales.
En su momento lo dijimos. El estallido casi simultáneo de las revueltas en tantos países benefició a los primeros. Los que quedaron a la zaga se han visto sometidos al temor de los dictadores a caer y seguir hacia callejones sin salida y del temor occidental a convertir medio continente en un polvorín incontrolable.
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