Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Quizá recuerden esa magnífica película de Steven Spielberg, sobre un relato del novelista Philip K. Dick, Minority Report. El papel de las agencias de rating es lo más parecido a esto: tres videntes, los “precog”, que contemplan quién va a cometer un crimen en el futuro. A su alrededor se ha desarrollado un sistema policial y jurídico que trata de evitar los delitos por anticipación. Los futuros criminales, los marcados por la bola roja, son detenidos poco antes de cometer sus crímenes. En teoría, la función de este sistema anticipatorio es hacer un mundo más seguro, en donde el crimen es el caos y la incertidumbre y la paz el orden y la certeza. Donde debía reinar el orden, lo hacen nuevas formas de corrupción.
El principio de la unanimidad de los tres videntes es el que garantiza que el hecho se produciría si no se evita desde el presente. Los tres emiten un único informe porque no hay más que un futuro: el que ellos ven. Sin embargo, el protagonista, el personaje del policía falsamente acusado de cometer un futuro crimen, es advertido de la existencia de discrepancias en los informes, de unos “informes en minoría” que son ocultados en beneficio de la estabilidad del propio sistema. Solo debe haber un futuro. Fingiendo la unanimidad, la certeza, desaparece la posibilidad de un “futuro alternativo”.
Lo que ha ocurrido con las agencias de evaluación es un “informe en minoría”: hasta ahora solo una de ellas, Standard & Poor’s, ha emitido un juicio negativo frente a las otras dos agencias, que mantienen su calificación de triple “AAA” de la deuda norteamericana. Y hace pocas horas, ha vuelto a advertir de que “puede” modificar su calificación a peor. Tiene todos los visos de una amenaza.
Ya hemos tratado en alguna ocasión del “efecto perverso” del sistema de “informes” de las agencias —las mismas agencias que se equivocaron otorgando por unanimidad la calificación de triple A a los “bonos basura” en la crisis de 2008 y seguían manteniendo las misma máximas calificaciones sobre bancos que quebraban al día siguiente—, de que no atisban el futuro sino que lo crean con sus predicciones y observaciones. La Economía no trabaja como la Física. Todo lo contrario: decir que algo va mal, contribuye a que vaya peor. Y, sobre todo, elimina la posibilidad de la repación.
Desde la más absoluta impotencia, los gobiernos de los países cuyas decisiones no son más que secundarias respecto a las decisiones de los que realmente deciden intentan transmitir inútilmente seguridad y confianza. El diario El País ha escrito uno de los párrafos más cínicos que recuerdo en los últimos años de vida periodística española:
Zapatero durmió en Doñana el martes y regresó a Moncloa el miércoles. "Las apariencias son importantes en política", señala un miembro del Gabinete. "Hay que dar la sensación de que el Gobierno está tensionado". Por eso el presidente reunió en Moncloa ese miércoles a Salgado, Blanco, Jáuregui, su jefe de gabinete y su director de la Oficina de Asuntos Económicos. Por eso se hizo una foto trabajando y ordenó a la vicepresidenta comparecer ante los medios para lanzar mensajes de tranquilidad.*
Es difícil superarlo en lo que tiene de descripción desengañada y distante de lo que supone un gobierno en medio de instituciones cuyas decisiones les desbordan. Solo queda la apatía de dejar las vacaciones durante unas horas para que te vean y piensen que actúas. La gente tiene que creer que estás haciendo algo y que ese algo puede servir para cambiar la situación. Se tiene que seguir creyendo en los gobiernos y en los que salen en una fotografía o en una pantalla a decir que todo está controlado, que ya ha pasado lo peor, que agosto es un mes malo, o que se esperan mejoras para finales del próximo trimestre… o similares, frases retóricas, repetidas hasta la saciedad, buscando la mala memoria, rogando por la sagrada bendición del autoengaño.
Pero el sistema deja en entredicho el poder que inaugura, que corta cintas, que va al palco, que hace gestos…, y nos enseña que no son más que manifestaciones folklóricas, recuerdos de un pasado romantizado de la política en la que esas personas que elegías, las elegías para algo, para que transformaran el mundo en función de tus ideales. Pero la política es cada vez más un arte de gestión comunicativa de la frustración, de la impotencia, en beneficio de un sistema que ha reducido drásticamente tus posibilidades de decisión y actuación.
La impotencia de los actos que puedas llevar a cabo, la incapacidad de generar un futuro alternativo al que unas empresas sospechosas de haber emitido dictámenes interesados negando la realidad de esas empresas a las que enviaban a comprar a los confiados inversores y que se mostraban fraudulentas, es lo que deprime realmente. Es la impotencia por ver cómo se derrumban los planes, sacrificios e ilusiones por un sistema financiero que ha pasado a ser el verdadero poder mundial. En las novelas decimonónicas, los personajes que vivían vidas por encima de sus posibilidades, poco ejemplares por la acumulación de vicios y defectos, acaban en manos de los usureros que, poco a poco, se habían ido haciendo con sus bienes y los de sus familias. Descubrían estos personajes la cruda realidad de la vida cuando se ha sido incapaz de ver las trampas que te ponían en el camino y en las que habías caído una tras otra. El final de la mayor parte de esos personajes era el suicidio, como el de la derrochadora Emma Bovary cuando descubre que está en manos de sus acreedores. Veneno o pistoletazo, puente o vía de tren serán las alternativas al descubrimiento de la vergüenza social por no haber sabido administrar la herencia o las rentas.
Hoy las formas de suicidio individual se sustituyen por formas de dependencia social: privatización de los servicios públicos esenciales, que pasan a ser negocios gestionados por empresas que se van quedan a buen precio con lo que les interesa, recortes de gastos sociales que dejan al descubierto a los que menos tienen, y recortes de la capacidad de organizar un futuro conforme a tus deseos. La política como arte de la gestión del presente para construir un futuro, queda reducida a una supervivencia cortoplacista en la que los países quedan limitados a un pensamiento permanente sobre cómo llegar a fin de mes. Los países dependientes son países sin sueños, sin futuro, sin esperanzas, donde cualquier ilusión es desestimada porque el día a día te absorbe con la imposición de la supervivencia. Hay que pagar las deudas. Son muchos los países que han entrado en este estado de angustia de la dependencia, de saberse en manos de otros: de una agencia de calificación, de unos bancos…
Hemos hecho un mundo en el que das la mano a los dictadores para que inyecten su dinero corrupto en tus bancos, en el que no puedes condenar los crímenes de esas dictaduras porque afectan a los intereses de las empresas que te han permitido instalar allí, en el que no hay reparo en venderles armas con las que después reprimirán los intentos de libertad de sus pueblos. Hemos hecho un mundo en el que preferimos creer en felicidades consumistas a cualquier precio porque nos gustan que nos estimulen al gasto y nos endeudamos sin límite porque se ha perdido el sentido del conjunto, disuelto en un océano de individualidades sin sentido de la solidaridad, de los elementos que nos afectan a todos. Todo esto se paga y muy duramente.
Ha bastado la rebaja de la calificación de la deuda, una rebaja en “minoría”, chapucera e inexacta, para demostrar al gobierno de los Estados Unidos quién manda realmente en el mundo. Ha bastado una desafortunada intervención del presidente del Banco Central Europeo para que se desencadene toda una serie de locuras financieras para demostrarnos quién manda realmente. Ha bastado una insinuación para que la Bolsa de Tel Aviv tuviera que cerrar ayer domingo ante las fuertes caídas.
Las agencias de evaluación —el sistema en su conjunto— están cumpliendo el papel del aprendiz de brujo. Y lo que era una operación de “limpieza”, se ha convertido en un caos incontrolable capaz de dar al traste con las vacaciones de nuestros políticos. Imperdonable.
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