Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los acusados, Hosni Mubarak, sus dos hijos y un puñado de jefes de la policía y políticos, escuchan la lista de los cargos contra ellos en el Tribunal de El Cairo. Preguntado por los cargos de asesinato, al haber autorizado expresamente el uso de munición real contra los manifestantes, y enriquecimiento ilícito durante su etapa de presidente al frente de Egipto, Mubarak los ha negado “categóricamente”. A Mubarak y a sus hijos se les acusa de corrupción, de haber hecho una gran fortuna con negocios en detrimento del país al que debían servir, de poseer villas, de haber especulado, de haber participado en negocios oscuros, como los de la venta del gas a Israel por debajo del precio de mercado. Todas las acusaciones son de gran gravedad y, sobre todo, son la concreción sobre el papel de treinta años de gobierno que cercenaron de raíz las expectativas de desarrollo de un país y una generación del pueblo egipcio.
Los hijos de Mubarak se convierten en escudos humanos para proteger a su padre de las miradas y de las cámaras que tratan de captarlo. El espectáculo del dictador en una camilla, ante la mirada indiferente de sus compañeros de banquillo, es insólita. Una imagen impensable hace tan solo unos meses. La Historia ha dado un gran salto en apenas unos meses. Egipto, el país que inventó la eternidad, nos ofrece ahora un espectáculo a la velocidad de la luz. Todos mis amigos egipcios tienen la misma percepción: parece que han pasado diez años.
El abandono de Egipto, cuando se repasa su historia en las últimas décadas, ha sido espectacular. Las cifras que nos aportan los investigadores e historiadores del periodo son escandalosas por el abandono de muchos sectores críticos para el desarrollo. Además de lo hecho, cae sobre él la responsabilidad de la ejemplaridad negativa, de la exhibición de cuál era la forma de prosperar en el país.
El espectáculo de un Hosni Mubarak, de 83 años, tumbado en una camilla escuchando los cargos, asistido por sus hijos que, dado su sordera, le tenían que explicar cuándo debía responder, habrá sido hoy un trauma necesario para el pueblo egipcio. Para unos, para sus seguidores, una humillación insoportable; para la mayoría de sus detractores, un umbral histórico que había que pasar para poder emprender el camino hacia el futuro. El juicio de Mubarak es una catarsis. Será complicado e implicará vivir meses bajo la tensión. Pero fue lo que Hosni Mubarak eligió al no ir al exilio. Cuando señaló que moriría en Egipto, su tierra, estaba iniciando un camino que obligaba a recorrer al pueblo egipcio con él.
El público sigue fuera del tribunal el juicio y le escuchan declararse inocente |
El espectáculo de un Hosni Mubarak, de 83 años, tumbado en una camilla escuchando los cargos, asistido por sus hijos que, dado su sordera, le tenían que explicar cuándo debía responder, habrá sido hoy un trauma necesario para el pueblo egipcio. Para unos, para sus seguidores, una humillación insoportable; para la mayoría de sus detractores, un umbral histórico que había que pasar para poder emprender el camino hacia el futuro. El juicio de Mubarak es una catarsis. Será complicado e implicará vivir meses bajo la tensión. Pero fue lo que Hosni Mubarak eligió al no ir al exilio. Cuando señaló que moriría en Egipto, su tierra, estaba iniciando un camino que obligaba a recorrer al pueblo egipcio con él.
Pero su juicio va más allá. Deben estar tomando buena nota de él en Siria, en Libia, en Yemen. Todo lo que está ocurriendo en cualquiera de los países árabes tiene un efecto ejemplar sobre el resto. Los levantamientos comenzaron por un proceso imitativo sobre un fondo común de indignación, sufrimiento, abandono, falta de futuro, y represión. El Club de los dictadores tenía claro que su poder, además de la brutalidad, se basaba en el fatalismo y la resignación de sus pueblos, en su falta de confianza en ellos mismos. Hasta que se acabó. En el momento en el que está aterrorizado se levanta y mira a la cara al que le pisotea, es solo cuestión de tiempo. El tiempo se traduce en cada uno de estos países en represiones brutales como las que está viviendo hoy Siria, ante una opinión internacional dividida por los intereses, pero horrorizada por lo poco que está llegando del interior.
El juicio de Mubarak es el ejercicio del derecho del pueblo egipcio a cerrar una primera etapa de refundación nacional con un gesto de dignidad, la que les ha devuelto el orgullo ganado por su entereza en las calles y plazas de las ciudades del país. El juicio al dictador, a su familia y a sus cómplices —unos sentados en el banquillos y otros juzgados en ausencia— es cambiar de lugar las rejas que rodeaban a todos los egipcios durante décadas y ponerlas alrededor de Hosni Mubarak y sus hijos.
Egipto se debate hoy en muchos frentes y dudas sobre su futuro, pero el futuro se hace cada día con el esfuerzo. Saben que no se ha terminado nada todavía, que se han quitado de encima un peso terrible, pero que hay muchos interrogantes que resolver todavía. Egipto camina todavía realizando equilibrios, con el peligro de desestabilizarse por lo precario de los logros alcanzados, que son muchos e importantes, pero requieren de su conversión en parte de lo cotidiano. Ese es el gran reto: la normalidad. Los egipcios tienen que reinventarse como sociedad bajo unas nuevas premisas de actuación política. El secreto de las buenas democracias es lograr la naturalidad sin caer en la rutina.
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