Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Cuando tomamos una decisión, sea en el campo que sea, esta conlleva un riesgo determinado. Ese riesgo está en función de la incertidumbre existente, es decir, nuestro nivel de conocimiento. En sus intentos de reducir el nivel de incertidumbre para reducir el riesgo, los hombres han utilizado todo tipo de métodos.
Cuando un antiguo emperador tenía que invadir un país o lanzarse a una batalla consultaba con sus adivinos. Entendía que el futuro estaba escrito y que podía ser conocido con anticipación si se tocaban las teclas adecuadas. Hoy lo llamaríamos “información privilegiada”. Su equipo de adivinos debía ser de lo más selecto del ramo para así tener alguna ventaja competitiva con sus rivales. Lo adivinos sabían el poder que atesoraban con su control de las informaciones sobre el futuro. Todas las decisiones importantes del reino, imperio o, simplemente, la vida cotidiana, pasaban por ellos. En realidad, los que acababan mandando eran ellos porque quien decide manda. Desde el momento en que traspasamos la decisión a otros son ellos los que mandan.
Siempre se ha hablado del poder de castas de escribas y adivinos. Los primeros acabaron generando burocracias que decían lo que estaba permitido hacer, la ley. Los adivinos, por el contrario, señalaban lo que se debía hacer, sobre aquello que contaba con el beneplácito divino. Entre la Ley y un futuro escrito (que a veces eran lo mismo), al hombre no le quedaba mucho margen de libertad; obedecía a la ley y a su destino.
Perdida la fe, de forma más o menos general, en los adivinos, el problema no ha dejado de existir: seguimos necesitando información sobre el futuro. Solo aquellos a los que no les importa el futuro renuncian a intentar conocerlo. No son muchos: nihilistas y fanáticos. Pero la cuestión no es cómo conocer el futuro sino cómo comportarnos cuando no conocemos el futuro. Esta cuestión es mucho más real y ajustada, dado que el futuro no es más que una estimación que damos por buena. Nuestra confianza en el futuro no es más que la confianza en nosotros mismos, o sea, en nuestra capacidad de hacer estimaciones que nos convenzan realmente.
No tenemos información sobre el grado de convencimiento que los adivinos tenían en sus propias anticipaciones. Si eran unos estafadores, sabían que su vida y fortuna dependía del grado de convencimiento que pudieran despertar en los que solicitaban sus servicios. Si, por el contrario, como ocurre con los profetas, estaban convencidos realmente de que lo que decían era el “futuro”, lo que llegaría, su convencimiento era el máximo.
Los adivinos fueron probablemente el primer consulting que los humanos creamos para resolver algo tan específicamente humano como es el miedo al futuro. Huesos, tripas, posos del café, formas de nubes, vuelos de pájaros…, cualquier cosa nos ha servido para intentar tranquilizar nuestra inquietud, la angustia que nos produce tomar decisiones ante el riesgo que suponen. Es sorprendente el número (y el tipo) de personas que siguen consultando todo tipo de adivinos, humanos y autómatas on-line, porque aunque racionalmente sepamos que no tienen fundamento, ¿quién diablos necesita fundamentos para saber si esta semana vas a conocer al hombre o la mujer de tu vida?
Las predicciones son como las canciones de cuna. Su función es tratar de que durmamos tranquilos, que nos adentremos en la oscuridad del sueño, donde quién sabe lo que nos espera, sin terror.
Las predicciones, estimaciones, calificaciones, ratings, etc. cumplen un efecto parecido: ayudarnos a tomar decisiones más allá de la intuición, al menos teóricamente, ya que muchas de ellas no son más que placebos.
Nuestros adivinos hoy son los miles de expertos que tratan de establecer indicadores fiables de tendencias, de evoluciones, patrones de comportamiento, etc. que permitan a otros tomar sus decisiones. Desde finales del siglo XVIII se ha convertido en una obsesión tratar de conocer lo que va a ocurrir o, para ser más precisos, las diferentes probabilidades de que ocurran algunas cosas. Puede que la llegada de las revoluciones, es decir, la creencia en que no todo estaba escrito, tuviera algo que ver. En cualquier caso, aumentaron nuestra sensación de incertidumbre y el sentido del riesgo, que se hizo necesario estimar para la buena marcha de los negocios. Pronto, toda información era poca para decidir. A los ojos de todos, tan loco está el que no le importa el futuro como aquel que asegura conocerlo al ciento por ciento. Y eso es porque el futuro está siempre abierto porque incorpora nuestras propias estimaciones de actuación sobre él.
Para conocer el futuro sería necesario poder procesar toda la información de todos los elementos que afectan a la realidad, más todos aquellos que desconocemos y que lo harán entre el momento en que realizamos la predicción y el momento elegido. No hay ni habrá máquina ni mente capaz de procesar todo ello porque habría que realizar un mapa que coincidiera con el territorio, por utilizar la idea de Bateson. La relación mapa-territorio es la que establece la relación entre la realidad y su representación o modelo. Una predicción resulta de haber convertido partes de la realidad en datos y estos posteriormente, tras su procesado, en una estimación o representación de la realidad futura.
Nuestras agencias de evaluación son hoy nuestros adivinos. Ya no les basta mirarnos las manos y comprobar hasta dónde llegan las líneas. Conocedoras de lo precario de su conocimiento, como los adivinos, lo suplen con las muestras de confianza en sí mismos. Según ellas, lo único que realizan son evaluaciones, asignación de valores en una escala en función de la estimación de ciertas variables. Dicho así queda muy bien, pero estas cosas se traducen en que las variables son un cambio de gobierno en un país democrático, un terremoto, o el anuncio de la retirada de Steve Jacobs por enfermedad.
Steve Jobs, el visionario de Apple, es un buen ejemplo de nuestra extraña relación con el futuro. El anuncio de su abandono por enfermedad ha hecho descender la cotización de la compañía en las bolsas. Sin embargo, Jobs es, a la vez, la negación y la confirmación del funcionamiento del sistema.
The New York Times da la noticia de la retirada de Jacobs de su puesto actual de esta forma:
Steven P. Jobs, whose insistent vision that he knew what consumers wanted made Apple one of the world’s most valuable and influential companies, is stepping down as chief executive, the company announced late Wednesday.
[…] “The big thing about Steve Jobs is not his genius or his charisma but his extraordinary risk-taking,” said Alan Deutschman, who wrote a biography of Mr. Jobs. “Apple has been so innovative because Jobs takes major risks, which is rare in corporate America. He doesn’t market-test anything. It’s all his own judgment and perfectionism and gut.”*
Jobs no creía en el futuro; lo hacía. Para él los riesgos no se basaban en lo que decían los analistas, sino en lo que él creía un valor auténtico o no. A Jobs la confianza no le venía de fuera, sino de dentro. No deja de ser una paradoja que el futuro esté en manos de aquellos, como Jobs, que desprecian toda la maquinaria que hemos creado para intentar adivinar qué ocurrirá. Podemos verle como un visionario, como alguien que tiene una extraña conexión con el futuro; pero podemos verle también como una persona que lucha por convencer a los demás para que compartan sus sueños.
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