Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En España está empezando a haber
política. Hay pocas cosas más emocionantes para el que tenga sentido de la
sociedad y de la historia que asistir al nacimiento o al renacimiento de la
política en un país. Es algo que significa el ingreso —o el reingreso— en la
plena civilización; el uso de la razón en los asuntos colectivos; el «darse de alta», por haber
llegado al estado adulto o por salir de la convalecencia del hospital o de la
prisión. Naturalmente, con ello van el riesgo y las responsabilidad, pero la
vida es siempre peligro, y más vale afrontar los que asumimos que aquellos en
los que nos meten los demás sin contar con nosotros. (59)*
El párrafo encabeza un texto cuyo título es La sinceridad política. Más de treinta años después, es doloroso ver la evolución de la política española, cuán lejos se encuentra de esa sinceridad, de ese “uso de razón en los asuntos colectivos”. Y es que Marías tenía una concepción racional de la política, como la tenían otros, como un servicio público al que las personas se dedican para llevar adelante un país, que significa buscar lo mejor para la mayoría de sus integrantes. Para ello, concebía la democracia como un sistema basado en el diálogo y el diálogo como una forma de esclarecer las verdades necesarias para la toma de decisiones. Julián Marías era un filósofo.
Nada más lejos que esta negación constante de esos principios con la que nos encontramos cada día y que es necesario recuperar por nuestro propio bien. Lejos de la “sinceridad”, lo que tenemos es una concepción meramente “comunicativa” de la política que la piensa como retórica y no como compromiso de acción. La palabra política debe ser compromiso sincero. La desconfianza nos invade cuando la palabra deja de ser sincera y pasa a ser ocultadora, lo que sirve para cubrir los hechos; deja de ser instrumento de acuerdo racional y se vuelve seductora y engañosa. No deja de ser infantil cuando se justifica la falta de sinceridad en la generación de confianza. Cada palabra dicha, por el contrario, pasa a ser entonces motivo de desconfianza. Dejamos de creer —en personas, en instituciones— y eso es malo. La creencia en la democracia, en su valor, no es superstición, sino experiencia: la experiencia de que la palabra se cumple y lo dicho se corresponde con la realidad.
Sin esta palabra racional, dialogante y sincera, todo aquello que se construye tiene poco valor y duración. Es racional porque los son sus objetivos; dialogante porque busca el acuerdo con el otro para cumplir sus objetivos de racionalidad; y, finalmente, sincera, porque sin esa sinceridad el diálogo se convierte en engaño permanente.
La
palabra política no es solo una palabra entre
políticos. Es esencialmente palabra hacia la ciudadanía, discurso abierto para
preguntar, saber y hacer saber. Palabra que busca el comprometerse de todos en
lo que interesa a todos, en lo público.
Pasados
más de treinta años desde los comienzos de la democracia, el panorama es
desolador. No lo digo por nuestra situación económica, sino por lo que nos ha
llevado a ella, básicamente el distanciamiento y pérdida de sentido de lo
político por el recelo, por la pérdida de la sinceridad. La vida política es un
continuo desmentido, en el que los hechos dejan en evidencia a las palabras.
Sin la
sinceridad política, lo que se crea es un escenario de confrontación y engaño. La
discusión política deja de tener el sentido de búsqueda de lo mejor para todos
y se convierte en una exhibición teatral que vive de chascarrillos y
descalificaciones. Hacen falta menos palabras y más sinceridad. Desprovista de
racionalidad, la democracia se convierte en una jungla de votos.
Cuando
una democracia funciona correctamente, la gente es consciente de lo que ocurre.
Aquí los hechos nos caen como chuzos en cuanto se les retira el paraguas
retórico. Se está pidiendo a los políticos —directa e indirectamente, desde todos
los ángulos sociales— que rectifiquen, que cambien su forma de entender y
practicar la política porque así no vamos a ninguna parte. El río revuelto no puede ser el escenario natural de la política en
un país que aspira a… ¿a qué
aspiramos?
Decía Julián Marías que la ventaja de la democracia es saber dónde nos metemos y no que nos metan otros en los peligros sin preguntar. Treinta años después nos encontramos en pleno ojo del huracán sin saber cómo hemos llegado hasta aquí, si es culpa nuestra o de quién lo es. Si es nuestra culpa, alguien debería habérnoslo hecho saber antes de llegar a esta situación. Si no lo es, deberíamos saber quién es el responsable. Y mucho me temo que no sabremos nunca ni lo uno ni lo otro.
Sin la
sinceridad que atraiga a los ciudadanos a ocuparse de los asuntos públicos, a
participar en ellos, la democracia no es una entrada en la civilización, como
señalaba Marías, sino en la barbarie, por mucho que se pase por las urnas. Sin
sinceridad, la democracia se convierte en un campo de lucha emocional en el que
constantemente emergen los demonios necesarios para mantener la distracción de
lo verdaderamente público. Hay que recuperar la sinceridad que nos permita volver
a creer en lo que se nos dice para poder cumplir lo que se nos pide. Para eso, la palabra de los políticos debe ser eco de la palabra ciudadana y no al contrario.
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