lunes, 25 de junio de 2012

Sobre la utilidad sin sabiduría

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Bertrand Russell, en su obra La educación y el orden social*, escribió:

La estrechez de la concepción tradicional de la cultura tiene mucho que ver con el descrédito en que ha caído la cultura en la opinión pública. La genuina cultura consiste en llegar a ser ciudadano del Universo, no solo de uno o dos fragmentos arbitrarios del espacio y del tiempo. La verdadera cultura ayuda al hombre a comprender la sociedad humana como un todo, a determinar sabiamente los fines que la comunidad debe perseguir, y a considerar el presente en relación con el pasado y el futuro. La auténtica cultura es por ello tan valiosa para quienes han de ejercer el poder como la información detallada. Para hacer que los hombres sean útiles hay que hacer que sean sabios, y parte esencial de la sabiduría es poseer una mentalidad amplia. (109-110)

Russell escribió esto en los años treinta. Es sorprendente cómo nos hemos dirigido en dirección opuesta a la señalada por el filósofo. Eso sería la confirmación práctica de la tesis de Russell, somos muy poco sabios y por eso vamos en la dirección que vamos. En estos días en los que algunos debaten sobre los conocimientos de la lengua inglesa de nuestros dirigentes y piden que “se exija idiomas” como para otros empleos, se revela lo poco que se les pide y, una vez más, la marginación de la cultura como idea individual y social. Que una persona sea culta se considera como un elemento paralelo, un adorno, frente a la utilidad que se le exige. Y, como bien señala Russell, la cultura da sobre todo una mentalidad amplia, algo esencial para construir una sociedad mejor. Sin saber hacia dónde caminamos, mal camino nos espera. Y la cultura lo que hace es darnos nuevas miras para tener mejores fines.
Desespera por eso ver que las reformas que se pretenden desde hace décadas en España y en otras partes del mundo, una y otra vez, ven la educación desde un punto de vista exclusivamente laboral, para ser “más competitivos”, y no desde la formación de la persona, que sería el ideal cultural. La pregunta —explícita o tácita— del “¿para qué te sirve?” acompaña a cualquier actividad cuya finalidad no sea obvia por sí misma y se traduzca en la obtención de un rendimiento económico para quien la realiza o para quien la fomenta u organiza. Invertimos en todo menos en la persona. Ignoramos que el mejor motor social es la cultura, porque es la que estimula la mente y abre más posibilidades para todos. Si los conocimientos son elementos concretos, la cultura es el fondo sobre el que se recortan.

Esta “utilidad sin sabiduría”, como señaló Russell es lo que nos domina en todos los órdenes y, lo que es peor, se ha convertido en la doctrina oficial de los políticos y responsables del mundo mal llamado de la cultura y que se ha transformado en puro espectáculo con fines a un rendimiento económico o de imagen. Nuestros festivales, premios, concursos, etc. no tienen otra finalidad que atraer la atención, convertirse en espectáculos mediáticos que son empaquetados y vendidos como pseudocultura. Un ejemplo es la proliferación de “academias” de las cosas más insólitas cuya función principal suele ser la organización de una gala anual con una alfombra roja como invitada principal y constante. Su eficacia se mide en función del grosor del dossier de prensa del día siguiente.


“Utilidad sin sabiduría” significa también una instrumentalización permanente de las personas, a las que se considera como un material maleable y rentable. Sin cultura las personas son más manejables, fácilmente manipulables ya que desconocen el fondo de lo que les ocurre e ignoran las consecuencias de sus actos. La incultura siempre es a corto plazo, no permite ver más allá de lo que nos ponen delante de los ojos. La sustitución de la cultura por sucedáneos permite la producción de un ambiente que genera la ilusión cultural, cuyo centro principal es la idea de “evento”, mera excusa para la concentración consumista.

Frente a la comprensión de la universalidad humana, que Russell reclamaba, tenemos la superficialidad del tópico. Es sorprendente que los impresionantes medios de que disponemos hoy para conocer mejor el mundo se utilicen para la transmisión permanente de tópicos distorsionados en vez de para la profundización de nuestras raíces comunes. Y es que la diferencia se vende mejor que la identidad. A través de las diferencias se fomenta, por ejemplo, los nacionalismos y otras ideologías sectarias que buscan el manejo emocional de las personas haciéndoles ver que el suelo que pisan estuvo bajo sus pies desde la noche de los tiempos, que las fronteras fueron dibujadas por los dioses, y que ellos son los privilegiados que viven en su interior. La incultura, sí, nos hace más manejables.
Tenemos abiertas de par en par las puertas de la cultura y pasamos ante ellas indiferentes, atareados, reclamados por urgencias irrelevantes y distracciones estúpidas. Vamos corriendo a todas partes, huyendo de nosotros mismos para no tener que sentarnos y mirar en el espejo el ridículo espectáculo de los “hombres huecos” que apuntó Eliot. Avanzamos hacia una sociedad informada, pero profundamente inculta y todas nuestras instituciones —parlamentos, tribunales...—, en cambio, nacieron para ser guiadas por personas cultas, de mentes amplias, que buscaran los acuerdos y soluciones mejores, y no por sectarios natos. Una democracia emocional no es una democracia; es un mero adular y construir sobre odios y recelos, un abandono de la inteligencia, que en tiempos de crisis se acrecienta, como vemos en el surgimiento del extremismo individual y colectivo, de un Anders Breivik a los ultranacionalistas que crecen por el mundo o los fanáticos religiosos.


La cultura nos obliga a comprendernos y eso, para algunos, no es bueno ni tranquilizador. Nos obliga a pensar en nuestras diferencias y similitudes; nos hace ser conscientes de nuestros errores y relativiza nuestras prioridades. El embrutecimiento siempre ha sido un arma poderosa. Lo extraño es que hoy somos nosotros los que elegimos el modelo en la armería para volarnos la tapa de la inteligencia.

* Bertand Russell (2004) [1932]: La educación y el orden social. Edhasa, Barcelona. 




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