Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Parece una epidemia, sí, pero ¿de qué? La cuestión que se
plantea es si estamos ante oleadas de corruptos que han asaltado los puestos
políticos y administrativos de todo el mundo o si se trata, por el contrario,
de una avalancha puritana de los ciudadanos que ya no pasan una a los
dirigentes y responsables. Probablemente ambas cosas.
Por un lado, el deterioro de la idea de Política es evidente
y es el pragmatismo generalizado el que reina como marco teórico de un mundo en
el cual las diferencias económicas han aumentado en todas partes y la elite
política quiere vivir como la elite económica y estar a su altura. La idea del
político austero ha pasado, según parece, a la historia. En la medida en que la
política se ha convertido en una profesión,
los “profesionales” quieren vivir bien
—suben sueldos y gastos—, como si fueran profesionales liberales, y no lo son.
No están en el mercado de trabajo, sino sujetos a un compromiso ético profundo,
que es lo que diferencia un contrato profesional de un cargo público. Son
políticos, no ejecutivos. Hay grandes diferencias en todos los órdenes y el que
no lo entienda que, por favor, se vaya a la empresa privada a ganarse los lujos
con su buen saber hacer y el beneplácito de los accionistas.
Es cierto que la actividad política ha cambiado y también su
coste. Los presupuestos de viajes en un mundo interconectado, de reuniones
permanentes con grupos de todos los tamaños, con instituciones de todos los
continentes, hacen que los políticos vivan con un pie en el avión; ellos y sus
séquitos crecientes. Hoy toca la ONU, mañana Bruselas, pasado la OEA y el
domingo el partido de la selección o la final de tenis, o lo que sea Con unos
políticos convertidos en relaciones públicas, obligados a viajar porque si no vas tú lo aprovechan los demás, la
política no puede ser barata. Los países deben estar representados,
evidentemente, pero el problema aquí es por
cuántos, con qué frecuencia, en qué, etc. La polémica no debe ser si el
presidente del gobierno fue a un partido de la selección, sino revisar cuántos
fueron en el séquito, en qué clase viajaron, cuántos días estuvieron, etc. El
resto es demagogia y confrontación interesada para marear la perdiz y confundir
al ciudadano, que es fácilmente confundible con toda esta retórica. A lo mejor
deberíamos elegir agorafóbicos para
los cargos políticos y que les diera pavor salir de su casa. Saldría más barato,
pero no sé si es la solución.
Lo mejor es la transparencia institucional y la
responsabilidad personal. El control público e institucional de todo este tipo
de gastos debe ser muy estricto con todos, absolutamente todos y se debe
respaldar a los que tienen la obligación de fiscalizar el gasto. Ahora, según
parece, son “motivos de trabajo” los viajes a Marbella durante el fin de
semana, por ejemplo, y se considera que el contribuyente debe dar las gracias
porque se esté a “su servicio”. La portavoz del Consejo del Poder Judicial dio
una pista: desde que se sustituyó el sistema de dietas por el de presentación de
facturas, la cosa queda en manos de la seriedad de quien las presenta y de
quien pone el visto bueno. Rafael Ribó, el defensor del pueblo en Cataluña,
ante las polémicas sobre sus viajes internacionales, ha pedido comparecer ante
el parlamento catalán y mostrar que están justificados sus movimientos a los
sitios más distantes del globo. Seguro que todo el mundo se encuentra más
tranquilo cuando escuche sus explicaciones. Y si no, ya sabe.
Lo que ya no está dispuesta la gente es a pasar apreturas
mientras otros no tienen control porque se supervisan, en gran medida, ellos
mismos. La única parte positiva de la crisis es el despertar de la conciencia
del control del gasto. Su ausencia es un mal que afecta a ciudadanos y
políticos, a unos y otros, cada uno en lo que le toca. No solo algunos políticos gastan demasiado; también hay
ciudadanos que lo hacen.
El ciudadano exige gastos sin pensar en que también debe
poner parte de sus ingresos a través de sus impuestos, y el político gasta sin
pensar que tiene que sacarlo de los ciudadanos. El despilfarro es gastar más de
lo que se debe y eso lo pueden hacer tanto los ciudadanos
como los políticos. Los gastos se van sumando y van todos al mismo sitio, al
bolsillo del ciudadano que paga, que no siempre es el que gasta, pues cuando
tiene una conciencia ciudadana cumple con sus obligaciones y procura no cargar
a todos despilfarrando. Toma lo justo, sin abusar.
Para no perder o limitar derechos y servicios, debemos
vigilar las facturas, mantenerlas en los niveles necesarios para que no se
queden en papel mojado por falta de financiación. Podemos tener "derecho a la educación", pero las escuelas y los maestros se pagan. Una cosa es el derecho y otra la "calidad" que exigimos y la que se nos puede dar con lo que tenemos.
El ahorro es una virtud pública y privada. Significa no gastar por gastar y gastar lo justo en lo justo. El ahorro surge del planteamiento selectivo del gasto. Y “selectivo” quiere decir con buen criterio; lo primero es lo primero y lo último lo último. Nos salen los colores viendo algunos gastos y su cuantía.
El ahorro es una virtud pública y privada. Significa no gastar por gastar y gastar lo justo en lo justo. El ahorro surge del planteamiento selectivo del gasto. Y “selectivo” quiere decir con buen criterio; lo primero es lo primero y lo último lo último. Nos salen los colores viendo algunos gastos y su cuantía.
El peor enemigo del ahorro es la demagogia, es decir,
gastar desde criterios electoralistas pensando que si no vienen tiempos
mejores, por lo menos no nos pillarán en el puesto. Algunos gastan más de lo
que deben porque así creen que se aseguran su continuidad en el poder; y si no
ocurre así, la factura le llega al siguiente. No otra cosa es endeudarse,
gastar hoy y que pague el que viene.
Los derechos son papel mojado si no hay con qué
garantizarlos económicamente. Solo cuando las
arcas están vacías, nos acordamos de lo que nos falta. Entonces salen a relucir
las facturas de lo que nos hemos gastado en cosas absurdas, en demagogias con
las que los políticos nos han tenido entretenidos entre elección y elección.
El día que asumamos que nuestra tarea no solo es ir a
votar, sino vigilar a las personas que nosotros hemos colocado ahí y de las que
somos responsables, nos irá mejor a todos. Habremos alcanzado la madurez cívica
que nos hace falta para no gastar con las vacas gordas lo que nos faltará en
las flacas.
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