Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Nos cuenta Henry Fountain —en The New York Times— una cena parisina con el recientemente
fallecido escritor Ray Bradbury. Tras indicarnos que el novelista era casi un
escritor compulsivo de autógrafos, relata que en mitad de la animada velada se
derramó una copa de vino, accidente frecuente y sin transcendencia habitualmente. Bradbury,
al ver la mancha en el mantel, dio un grito y explicó a los demás que
nítidamente era la cara de un marciano. Echó mano al bolsillo de la chaqueta, que
tenía lleno de rotuladores por si tenía que firmar autógrafos, y terminó de retocar
sobre la tela la cara extraterrestre que acababa de manifestarse ante ellos. Un par de
retoques, unas antenitas… y, ya está, ¡un marciano!
Lo primero que se le viene a uno a la cabeza es que Bradbury
—gracias al improvisado test de Rorschach— tenía una tendencia a ver marcianos en
cualquier sitio. Pero no es esto lo más interesante del caso que nos cuentan.
Cuando llegó el camarero a retirar el mantel, no le hizo mucha gracia ver los
dibujitos de aquel cliente al que no tenía el gusto de conocer ni,
probablemente, de leer. Bradbury reaccionó inmediatamente y sacó sus rotuladores
para firmar la improvisada obra pictórica. El camarero retiró el mantel y la
cena siguió.
Cuenta Henry Fountain que el director del restaurante salió
a despedirles a la puerta dándoles las gracias por el “regalo”. La siguiente
vez que acudió al restaurante a comer, Fountain señala que el mantel ya no
estaba sobre las mesas, sino enmarcado en la pared, en lugar de honor. Pasados
siete u ocho años, regresó. El restaurante había sido traspasado a otro
propietario y remodelado completamente. El mantel seguía, con la firma de Ray
Bradbury, mostrando la cara del marciano desde la pared del nuevo restaurante.
La anécdota de Bradbury, contada por Henry Fountain, es
reveladora de varias cuestiones. La primera afecta al valor de la cosas,
evidentemente. Que Bradbury decidiera firmar su estropicio gráfico
sobre el mantel —además de mancharlo con el vino, hacerlo con la tinta de los
rotuladores— rectificaba el acto en su misma naturaleza. El hecho de que
Bradbury fuera siempre pertrechado de rotuladores para firmar sus libros a los
fans nos lo retrata como un revalorizador
nato. Cada firma en un libro era un regalo de valor que el escritor hacía a
sus lectores. Lo mismo hizo con en el mantel; al firmarlo compensaba con creces
el coste de tener que cambiarlo por otro si las manchas de tinta no salían con
el lavado. El "objeto mantel" pasaba a ser único, alejándose de los otros de su especie, vulgares manteles sin firma.
Nos enseña también que es la persona la que crea el valor
transfiriéndolo más allá de sus habilidades. No hay constancia de que Bradbury
fuera un pintor reconocido; no se trataba de un Pollock, sino de una broma en
mitad de una cena. Sin embargo, la diferencia crucial es la firma. Al firmarlo,
el afamado escritor convertía el mantel en “obra”, en producto del trabajo, en
naturaleza transformada. Su valor no era el del tiempo dedicado a retocar la
mancha con sus rotuladores, sino el de toda su vida en la que había conseguido
fama y reconocimiento. La firma es la que hacía que aquel mantel entrara a
formar parte de los acontecimientos cuya totalidad constituyen la “vida de
Bradbury”. La prueba es que es contado por Henry Fountain y repetido por
nosotros, que los contaremos cuando hablemos de Bradbury en otras cenas en las
que se caerán las copas de vino y tendremos que aguantar las miradas reprobatorias mientras
nos los recogen. Muchas copas se caerán en el futuro, incluso de gente famosa,
pero solo algunas estarán firmadas, se enmarcarán y sobreviran al traspaso de
los locales. Incluso si alguien hiciera esto mismo, sería considerado como una repetición
de lo que ya hizo Ray Bradbury.
Tampoco es desdeñable la capacidad de Bradbury para imponer
una interpretación de la mancha a los demás. Ahí entra la capacidad del
artista, su fuerza de convencimiento. Aunque la mancha pudiera parecer
cualquier otra cosa —desde Elvis a la cara de cualquier santo, que suelen ser motivos recurrentes—, el novelista acabó haciendo ver a todos un marciano. Es el poder
de la sugestión, algo esencial en cualquier manifestación artística, el hacer ver y creer, la ilusión. El mantel no
era una obra de arte, pero el arte es una mezcla de acciones, explicaciones, sugerencias
y sugestiones consolidadadas por una firma personal que le confiere unidad e historia. El
mantel enmarcado se convirtió en un objeto capaz de ser colgado en la pared
preferente del lugar. Cuando los clientes más inquietos preguntaran por qué
estaba aquella mancha enmarcada en la pared, el camarero de turno —todos habrán sido
instruidos— contará la historia de cómo Monsieur Bradbury, armado de
rotuladores, dio vida a la mancha de vino sobre el mantel.
Si la historia transciende, es probable que el restaurante
viva de la reservas de la mesa en la que la copa, por azares del destino y
necesidad gravitatoria, cayó sobre la blanca superficie de tela permitiendo
abrir un puente con los que hay al otro lado del universo. Incluso podría instituirse la "noche Brabury" en la que los comensales derramaran su copa de vino en los manteles, todo por un precio ajustado que incluya los gastos de reposición de la mantelería.
El arte tiene sus reglas y el consumo las suyas.
Me gusta mucho la anécdota y el poder de convencimiento por su capacidad de manifestaciones artísticas del D.E.P. sr. Bradbury.
ResponderEliminarCómo me gustaría poder hacer algo de esa índole (convertir en algo artístico un objeto cotidiano) sin que me quisieran estampar contra la mesa los responsables del objeto o lugar. La improvisación sí que está al alcance de nuestra mano.
Está al alcance de todos derramar el vino en la mesa, de muchos menos ver marcianos en la mancha, de algunos convencer a los demás, y solo de unos pocos elegidos conseguir que cuelguen la mancha enmarcada. Es la selección "cultural". Saludos
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