Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Si querían que hablaran de ellos, lo han conseguido. La
noticia ha dado la vuelta al mundo y hoy la tenemos en todas las cadenas
informativas, entre las noticias de las matanzas en Siria o el desastre de
Nigeria. Es el referéndum “¿trabajo o toros?” que se le ha ocurrido a algún genio descerebrado que
confunde la democracia con la urnas y el gobierno con el populismo. ¡Que se vote, que se vote! La simple
alternativa es hiriente.
No hay que sacar las cosas de quicio. Pero puesto sobre el papel queda espectacular porque, por
maravilla de la retórica, lo que hace la parte repercute en el todo, e igual
que se admira a un país porque uno de sus ciudadanos —uno solo— mete un gol, se
le deja de respetar por lo que otro, uno solo, haga. Y esto es una cagada. No me pregunten por qué,
pero es así. ¿Es injusto? Sí. ¿Cómo se arregla? Y yo qué sé…
En un momento en el que España se la juega cada día, estos
ciudadanos conscientes de que democracia es decidir
y que gobernar es preguntar, se han
planteado públicamente qué quieren. Y han conseguido que allí, en el aquel
pueblo muy, muy lejano, queden fijos
los ojos del planeta, de la galaxia entera. Todos pendientes de cuatro malditas vaquillas y de quince mil cochinos euros.
Con la simplificación de mentes y papeletas, las
alternativas lucen, negro sobre blanco,
con toda claridad, con letras bien grandes, por si alguno no lo entiende: “trabajo”
y “toros”. Podríamos establecer grandes
reflexiones, teorías basadas en la historia, en la economía, en la
antropología, citar a Marvin Harris, parafrasear a Thornstein Veblen, comentar a Max Weber..., pero, no, no lo
haremos. Reprimiremos los deseos filosóficos, antropológicos, económicos,
históricos de explicar la estupidez, que se explica por sí sola.
Alejémonos de esos tres pueblecitos unidos por un presupuesto,
de sus calles soleadas, de sus atareados habitantes; no les molestemos en la
cotidiana tarea de preocuparse por el pan del día siguiente. Es un pueblo sabio
y por eso toma las decisiones que toma. Esos quince mil euros que estaban en
juego y que ellos sensatamente han decido —según los comentarios de los vecinos
entrevistados—, disfrutarlos ellos con carreras y sustos antes que se los lleve
algún amiguete del alcalde o autoridad local. Han optado por las vaquillas, que
dan muchas alegrías y se lo pasan muy bien todos y crea comunidad, que mucha
falta hace tanto una cosa como la otra.
¿Es que no se acuerda nadie de La vaquilla, del genial Luis García Berlanga? ¿Es que no se
acuerdan? No veas lo unido que sale el pueblo después de cada carrera. El director
podría haber hecho una maravillosa película con este argumento, una mezcla
entre Bienvenido, Mr. Marshall y La Vaquilla no hubiera tenido
desperdicio en sus manos. Si con La escopeta nacional se ocupaba de los de
arriba, esta hubiera dado cuenta de los de abajo. ¡Añorado maestro! ¿Quién no
va a enseñar ahora a reírnos de nuestras pequeñas miserias?
Hay que reconocerles, eso sí, que la campaña de promoción
del pueblo les ha salido redonda. Cualquier especialista en valorar estas cosas
les dirá que habrían necesitado cientos de miles de euros para poder alcanzar
un nivel de notoriedad semejante. Si se hubiera ocupado el Instituto Nóos, habría salido en millones de euros,
más los informes previos, que van aparte.
Harán camiseras y pegatinas con lo del “pueblo del
referéndum” y pasarán por allí miles de turistas de todo el mundo cada año para
fotografiarse en ese pueblo tan curioso que vota esas cosas tan raras. Tendrán
una vaquilla fija para perseguir turistas a 60 euros la hora, descuento a
grupos. En fin, tanta genialidad no se debe desperdiciar. Me imagino que los
directores de comunicación estarán llamando sin cesar para ofrecerse a
gestionar la imagen municipal de cara al futuro.
En ese pueblo habrá gente que no tenga nada que ver con
esto, que se sienta avergonzada de este espectáculo, que considere que ayudar a
salir a alguien del paro por unos días merece la pena. Los habrá que lo
defiendan —¡María, que hemos salío en
la tele!— y consideren que ellos son dueños de su destino, algo que
efectivamente son, pero ¡qué destino, madre mía! Son la mayoría democrática de
los que han dedicado, supongo, el día antes a reflexionar sobre el asunto
porque hay cosas que no deben tomarse a la ligera. Los más modernos consideran las vaquillas no como una diversión, sino como una inversión. Traerá gente al pueblo. Es como lo del Eurovegas, pero con cuernos y tintorro. Todo es a escala.
Durán i Lleida, ese alemán del sur, se quejaba hace unos
días de que hay lugares de España en los que siempre se está de “fiesta mayor”.
Pues ya tiene un ejemplo para tirar de él la próxima década, para seguir siendo
tan alemán del sur y ver a los demás tan subdesarrollados del norte. Otros lo usarán
para demostrar la necesidad de controlar los gastos, de poner límites a estas
cosas. Los 15.000 de las vaquillas nos van a costar caros a todos, porque nos
obligarán a demostrar que no todo el
monte es orégano ni que en todas
partes cuecen habas. Y seguirán llegando recortes. Los primeros —y me
parece muy bien—, en festejos y saraos.
Pero mucho me temo que a ellos no les preocupen los recortes. Para ellos el “recorte” es un
arte taurino que consiste en enfrentarse al toro sin capote, todo lo más una
garrocha, a cuerpo desnudo, y burlarlo. Y para recortar necesitan, claro, los toros y vaquillas, elemento
imprescindible. ¡España, piel de toro! Algunos se enfrentan a
las crisis con un salto de garrocha, con
un recorte que dé con el animal por
tierra. Y así van, de salto en salto, esquivando cornada tras cornada. Hasta
que a alguno lo enganchan por la taleguilla. Otros, en cambio, no recortan sino que los recortan directamente
y no con pértiga, sino con cuchillo de carnicero, hasta el tuétano.
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