Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Visto retrospectivamente, tras el fallo de ayer, el diseño
de la operación adquiere cierta claridad en su planificación detalladar. Todos
los movimientos llevaban hasta aquí: la cuidadosa eliminación de los candidatos
presidenciales, la concentración del voto del mubarakismo, los exculpatorios juicios previos contra los militares
y policías por las muertes de manifestantes (que hubieran desmoralizado a las
tropas restándoles contundencia represora) o los exámenes de virginidad a las
mujeres participantes en las manifestaciones, los encarcelamientos de los
activistas, los ataques a las embajadas, los juicios militares a civiles, etc. Todo
lleva ante la puerta de la presidencia del Estado.
Bajo la apariencia de aceptar y liderar la revolución, el
régimen seguía funcionando a pleno ritmo disociando los deseos de la calle de
los mecanismos institucionales, que seguía controlando. Es la maquinaria elaborada
tras décadas de poder. Se trataba de crear y mantener el caos callejero e
intervenir con contundencia cuando conviniera, de sembrar el enfrentamiento religioso,
de provocar el enfrentamiento entre los diferentes apoyos de la revolución.
Divide y vencerás; aburre y ganarás.
En el mensaje a la nación francesa emitido en el final del
año 1968, el presidente de la República, el general Charles De Gaulle, fortalecido
por el movimiento pendular de conservadurismo que los acontecimientos del “mayo
del 68” habían provocado, les dijo a los ciudadanos franceses: «Echemos por tierra todos los
diablos que nos han atormentado en 1968.»* Era una invitación a borrar de forma
activa de la memoria los acontecimientos que había sacudido Francia medio año
antes y que habían atraído la atención de todo el mundo. El general, como
militar que era, sabía que no se debe intervenir en las batallas en el propio país más que haciendo que sean los ciudadanos
quienes lo pidan de rodillas. Es famosa la expresión que definió la estrategia
del general sobre la situación creada entonces: ¡Dejemos que se pudra! Laisser pourrir!
La
crónica del diario ABC del día
siguiente comenta recogiendo los comentarios de la prensa francesa:
Esos «diablos», como simplemente De Gaulle los llama, son objeto
hoy de muchos comentarios en la Prensa. «Lo que ha pasado en mayo, y después en
noviembre —escribe esta mañana L’Aurore
en su primera página— no tiene, a los ojos del jefe del Estado, nada de
misterioso. Hay culpables y los culpables son los «diablos» que nos han
atormentado.» E inmediatamente el periódico añade: «En resumen, la manera en
que nuestros asuntos públicos han sido llevados desde hace diez años no tiene
nada que ver con los acontecimientos de la primavera. Ni la carencia del
mantenimiento de autoridad en ese “paso
en el vacío”», concluye el diario, haciendo alusión, indudablemente, a esas
semanas de mayo en las que el general De Gaulle dejó que «se pudriera» una
situación, en vez de cortar con rapidez la parálisis y reducir así los efectos
que la acompañarían.*
Francia era y es un régimen democrático y Charles De Gaulle, por supuesto, no era Mubarak; la alternativa no
eran las masacres desencadenadas por la policía y el ejército del dictador egipcio y su régimen. Sí,
en cambio, es característica de un militar la estrategia de “dejar pudrirse” la revolución, es decir, que la
gente se aburra de ella, que desee
que se termine y que pida que se reprima y desaparezca, que pierda los apoyos
sociales, que quede como un mal recuerdo colectivo. Te llamarán y rogarán que les salves del desorden. La gente es así, primero se anima y luego se angustian. Ya lo dijo Dostoievski: entre la libertad y la seguridad, la mayoría prefiere lo segundo. El Gran Inquisidor tenía razón.
El que se pudra sí encaja con la estrategia seguida por el régimen egipcio. Y
no porque no tuviera capacidad para destruirla bajo el peso de sus botas, como
había estado haciendo con los opositores hasta el momento sin contemplación
alguna, manteniendo desde 1981 la Ley de Emergencia, sino por las presiones
internacionales y dependencia exterior, por un lado, y por la firmeza del
pueblo egipcio que salió a la calle desesperado por el deterioro absoluto del
Estado.
Es característico de la mentalidad militar, cuando decide
asumir todos los poderes, esperar a que el deterioro sea lo suficientemente
grande como para justificar su presencia al frente de la nación. Son entonces
los salvadores. Esa salvación, que
comenzó en 1952, se ha prolongado con mayor o menor dureza hasta hoy y busca su
justificación en diversas causas: el caos, la inmadurez política, las
agresiones exteriores, etc. Todas ellas se han esgrimido para justificar el
control del régimen.
Es hoy el argumento electoral de Ahmed Shafiq, militar y ex primer
ministro de Hosni Mubarak, un producto puro del régimen, un hombre fuerte que
promete “seguridad” y “estabilidad” volviendo a la fase previa a la revolución.
Pero seguridad es “represión” y estabilidad significa “parálisis” porque eso es
exactamente lo que llevó al estallido de la revolución
del 25 de enero. Tratar de convertir el régimen de Mubarak en un paraíso
terrenal en el que reinaba la eficacia, la justicia y la armonía es un sarcasmo
solo concebible en mentes adictas al autoengaño o a beneficiarios, directos o
indirectos, del régimen, que son bastantes.
La “revolución” no son las manifestaciones, algo que se
confunde. Para algunos ingenuos, la revolución es como las trompetas de Jericó,
por el hecho de sonar harán caer las murallas. No es tan sencillo, como se ha
visto. Las manifestaciones tienen su momento, sentido y eficacia. Pero se trata
de cambiar el régimen, no de que el régimen cambie de actitud. Las patas
del sistema —la justicia, la policía y el ejército— siguen funcionando, controlando con la fuerza y preceptos de las leyes del estado represor. Son las
herramientas de represión, física y legales, con las que se detenía, juzgaba y condenaba al que se
oponía. Están intactas. También los que las aplicaban siguen en sus puestos. El
mantenimiento hasta hace unos días de la ley de emergencia, que se implantó tras
la muerte de Sadat, no es más que un aspecto formal y un lavado de imagen
después de habérsela aplicado a miles de activistas de la revolución de la
misma manera que se aplicó anteriormente a cualquiera que se opusiera a Mubarak
o a las fuerzas armadas. O fuera simplemente molesto. Los juicios militares tras
el 25 de enero son la prueba más evidente, por si fuera necesaria alguna.
Si se hubieran comenzado las depuraciones de las distintas
instancias controladas por el régimen, de las fábricas a las universidades, de
los juzgados a las empresas públicas, inmediatamente después de la revolución, como
los estudiantes reclamaron haciendo sentadas en las puertas de los despachos de
los decanos afectos a Mubarak, o los trabajadores plantados ante los despachos de
los directores corruptos de las fábricas, se habría podido ver alguna voluntad
de cambio. Pero no fue eso lo que ocurrió. Nada cambió.
La pantomima del juicio a Hosni Mubarak, sus hijos, sus
ministros y los responsables de las muertes en las calles y de la corrupción
económica ha servido para dejar en evidencia que le sistema ha trabajado en
paralelo estigmatizando a la revolución y los deseos del pueblo, por un lado, y
exculpando a todos sus responsables por otro. Con ello trata de apaciguar las
presiones de un sistema económico con una dependencia exterior muy grande,
tanto por la financiación estadounidense del ejército como por el sector
turístico, aspectos clave. Los militares no quieren ceder el poder real. La pantomima es que, si gana Ahmed
Shafiq, la transmisión de poderes será de militares a un militar, cerrando el
círculo de la broma macabra.
La reacción de indignación que el veredicto ha provocado puede volverse contra ellos. Anoche se asaltaron de nuevo las sedes de Ahmed Shafiq, en el que ya no se ve tanto la tranquilidad como la desfachatez.
La SCAF no era un árbitro neutral —no podía serlo— y se comprueba
que ha ido desarrollando en este tiempo la estrategia necesaria para llegar al
momento que quería: conseguir que una parte de la población pidiera la
presidencia de un militar, que culpara a la revolución de los males de Egipto,
que pensara en el época de Mubarak como en un “paraíso de pleno empleo”, “justicia
social” y “educación generalizada”. Pero para conseguir esa fantasía tenía que
lograr que por las calles de Egipto corriera la sangre periódicamente —sangre
de los coptos para que no votaran a los islamistas, sangre de activistas, sangre
de los seguidores futbolísticos…—, sangre estratégica para ir provocando el
miedo de unos y el rechazo de otros; había que asaltar embajadas —Israel,
Arabia Saudí…— para que hubiera apoyos internacionales a un gobierno de orden, el de un militar, el
de un hombre fuerte que devolviera a Egipto a la normalidad faraónica tras la
pesadilla revolucionaria.
Para ello se sacrificaron dos piezas, a Hosni Mubarak y a su
ministro del interior. No se sacrifica al “rey” en la partida, constatación de
que Mubarak ya solo era el comisionista
de los negocios de otros, una pieza menor con el negocio en marcha. Su semilla va más allá de sus hijos. Mubarak no fue
el principio de nada. Fue la pieza elegida como recambio para lo que ya existía
de antes y seguirá existiendo bajo el manto de la legalidad del régimen, que lo
seguirá protegiendo a través de una justicia hecha a su medida. Que se
considere que han prescrito los delitos de corrupción es porque solo se
eligieron los que estaban dentro de ese marco temporal; que no se hayan podido
aportar pruebas para condenar a los oficiales encargados de la represión es
porque se las han pedido a los propios afectados. Nunca un fiscal tuvo menos
ganas de buscar pruebas o formular acusaciones. Se trataba solo de condenar a
Mubarak para salvar al resto del cuerpo de la gangrena. Pero el cuerpo está
corrupto y esto no es más que la confirmación.
La crónica del diario ABC sobre la alocución de primero de
año del general Charles De Gaulle, que se había extendido inusualmente en temas
internacionales y había dedicado poco a los nacionales, se refirió a lo acontecido en mayo llamándolo los «sucesos de primavera en Francia».
El corresponsal señalaba:
Anoche, De Gaulle se refería a
quienes participaron, diciendo que en «su
esterilidad, ellos tienen la irrisoria insolencia de llamarlo revolución».*
Si Ahmed Shafiq, la personificación del régimen dictatorial,
gana las elecciones próximas, la “primavera” egipcia, el 25 de enero, recibirán
una consideración similar: un “paso en el vacío”, una “irrisoria insolencia”.
Pero los egipcios saben que no es insolencia llamar revolución a lo que ocurrió en el 25 de enero de 2011. Sí es, en
cambio, una auténtica insolencia defender y dar por bueno lo que había antes.
¡Que se pudra la dictadura! Tiempo ha tenido.
¡Que se pudra la dictadura! Tiempo ha tenido.
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