Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Es raro
que no nos hablen de fracturas, de países divididos por la política. La
división parece ser la seña de identidad política de este siglo. Es una
consecuencia lógica cuando la política no se basa en lo posible, sino en lo irrenunciable.
Las
imágenes de Brasil que las televisiones nos han mostrado en pantalla partida,
ponían a un lado a los celebrantes de la victoria de Lula, mientras que las
imágenes que se nos mostraban en el otro era de personas rezando, mirando al
cielo, esperando señales, mensajes o rayos fulminantes que volvieran al país a
los designios divinos.
De
repente, por todo el mundo ha aumentado la fe. Ya sea la religión que sea,
vemos rezos, cirios y miradas al cielo. Han aumentado los rezos, sí, y también
las armas. Nos dicen que en Brasil con Bolsonaro se ha pasado de 300.000 armas
a un millón. A Dios rogando y con el mazo
dando.
El
patriarca de Moscú bendice la invasión de Ucrania para liberarla de los gais,
dice, y proteger a las familias rusas y que tengan hijos como Dios manda, sin
que nadie se los tuerza. Putin se lo agradece sosteniendo su cirio con mirada
devota o lo que sea. No creo que nada de lo que haga Putin con un cirio en las
manos, pero le funciona.
Los
populismos se camuflan tras la religión, que pasa a convertir a los votantes en
un ejército de Dios. No queda rastro de "amor" o de cualquier otro
signo acorde con la religión. Esta se transforma en cosa de espadas flamígeras
y justicieras y la gente comienza a mirar al cielo con la mirada cada vez más
perdida, más aislada del mundo, un signo evidente de que estás en algún tipo de
comunicación con el otro lado.
El otro
lado está muy activo, ya que te ilumina constantemente sobre cómo debes ver a
tus oponentes y el futuro apocalíptico que Dios no te perdonará nunca si
pierdes. Si ganas tú es, por supuesto, cosa divina; si lo hacen los oponentes,
pasa a ser cosa del diablo.
Las
miradas de los brasileños hacia el cielo, las manos juntas unos y los brazos en
cruz de otros son lamento, queja, petición de explicaciones que no llegan,
porque Dios castiga con el silencio. ¡Pero cuántos interpretan el silencio!
Las
estrategias del populismo pasan por el uso de la religión. Van a lo más básico
e inexplicable: la fuerza de la sangre (raza), del territorio (las raíces) y
las creencias (la religión). Con las tres es fácil hacer ese mejunje ideológico
en el que ganar es cumplir la voluntad de Dios y de la Historia.
Hay
muchas personas contagiadas del virus de la irracionalidad, de la negación del
pensamiento más allá de sus propios límites. Se suman a las causas populistas
que reivindican el poder de la fuerza y la fuerza del poder, que es lo que da
autenticidad a las causas. La historia la escribe el que gana, nos dicen; los
populistas, además, cuando ganan reescriben las leyes, los delitos, todo lo que
pueden para evitar que se pierda el poder.
Nada
resulta más insultante a una inteligencia mediana que esa hipocresía de
Bolsonaro en trance escuchando atento a Dios. Nada más insultante a cualquier
inteligencia que Donald Trump sosteniendo la Biblia.
La
religión es una parte esencial de este populismo que se nos muestra como
xenófobo, racista, intransigente, violento... mientras mira al cielo pidiendo
más ayuda, una luz que ciegue a todos y les deje a su merced.
Sí, el
populismo se basa en lo irrenunciable. ¿Cómo negociar sobre la patria, sobre la
familia, sobre Dios, sobre la Historia..., que te apropias dejando fuera a
todos los demás? Todo es irrenunciable;
cambiarlo es traición.
Las
miradas al cielo de los votantes de Bolsonaro dan mucho que pensar. Nos enseñan
sobre lo que ocurre en el norte del continente, en diferentes países de Europa,
que se aleja de ser multicultural, una alianza de viejos enemigos que han resuelto
sus problemas históricos, y en la que se empiezan a reabrir grietas populistas,
esa Europa de la naciones, que usa
uno de los términos más manoseados creados para las primeras fórmulas del
populismo. Las guerras de religión dejaron paso a las guerras nacionales y la
gente lo vio normal, marchó a luchar por las tierras que las autoridades les
decían eran suyas. Hoy lo vemos en Ucrania, donde territorio, lengua y deidad
actúan con los tanques Z, los drones iranís y los milicianos chechenos y otros
llegados de diferentes partes.
El
populismo abre fracturas difíciles de resolver. Biden dijo al llegar que quería
devolver la unidad; no lo ha conseguido. Lula lo acaba de decir en Brasil, pero
es poco probable que lo consiga. Como sucede con Putin y con otros dictadores,
se convierten en la voz privilegiada de Dios, el pueblo y la Historia. El
pueblo, feliz por ver finalmente la luz y el buen camino, les sigue
aplaudiendo, rezando... y matando en ocasiones.
Las políticas de lo irrenunciable son lo opuesto a la democracia. Buscan la fractura para conseguir un estado permanente. Les educan en la inevitabilidad del unilateralismo. Los demás no cuentan, solo esos impulsos llegados de las raíces, auténticos, reales. Lo que se opone debe ser eliminado, apartado del camino de la Historia. Es una política de seguimiento de emociones, cada vez más intensan, como veíamos en los seguidores de Bolsonaro, una especie de trance ante el líder y de shock en la derrota.
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