Joaquín Mª Aguirre (UCM)
No sé
qué tiene la palabra "elecciones" que saca lo peor de muchas
personas. Parece que se da un pistoletazo para aumentar el grado perverso de
teatralización que la propia política conlleva. El político vive en un
escenario, en un plató, ante una audiencia posible las veinticuatro horas del
día desde que se escucha la palabra "elecciones". Van a renovar el vestuario de
insultos, descalificaciones y categorías de los oponentes como van a renovar el
vestuario o el look global si es necesario.
Se
detecta la labor de los "grupos de ingenio", etiqueta con la que
nombro a esas personas de cada partido (o exclusivas para el candidato) que
suministran tópicos ingeniosos para la descalificación del contrario. Ayer
escuché algunos de nuevo cuño, estrenados para la ocasión, como
"depredadores de lo público". Son la respuesta a expresiones
"comunismo o libertad", acuñadas en la otra banda del campo en sustitución de
la anterior, de vida breve, "socialismo o libertad", que los planes
políticos cambiantes hicieron rectificar.
La
política española es como una película de Cecil B. DeMille, que ha quedado para
la historia por aquella frase, de que hay que empezar con un terremoto y luego
subir en intensidad. Esto y por la imagen de un Moisés separando las aguas con
Charlton Heston en Los diez Mandamientos. La política española tiene muchos Moisés iracundos, bajados del Sinaí con las tablas de su propia Ley revelada en la mano,
dispuestos a darte en la cabeza con ellas para que las "entiendas"
mejor. Demasiados profetas sueltos a los que seguir.
¡Adiós
a la moderación! es el lema general. El moderado desaparece en todos los
sentidos de la palabra. Ya nadie dice aquello de España es del centro, quizá
por ser acusados de "centralistas", que es otra cosa. La moderación desaparece
entre las voces gritonas y llamativas. No se puede ser moderado a voces, pese a que algunos lo intentan.
El
terremoto político con epicentro fallido en Murcia, ¡quién nos lo iba a decir
de una autonomía uniprovincial! pasó a otra, Madrid, hizo una rápida gira por
España, como la bolita de la ruleta "a ver dónde cae" y acabó (por
ahora) haciendo descender a la arena madrileña al vicepresidente del gobierno,
que no ha sido excesivamente bien recibido en el cuadrilátero. Quizá porque ven
en él a otro Moisés que viene con las tablas bajo el brazo.
Quizá
haya en ello mucho de fenómeno mediático, que los medios atiendan más al que
grita e insulta, al que da juego,
como se suele decir. Mientras los medios dediquen más espacio al que insulta
que al que piensa, al agresivo antes que al dialogante, estaremos condenados al
crescendo del insulto y a una política irritante en todos los sentidos de la palabra.
Hace
unos días se proponía detener los partidos de fútbol en los que se produjeran
insultos homófobos, algo que se ha intentado anteriormente con los de tipo
racistas, otro clásico del insulto. Algunos pensarán que qué gracia tiene ir al estadio si
no se puede insultar, porque hay gente así. ¿Se podría hacer algo así en la
política, detener el juego si los insultos y descalificaciones suben de tono? A
veces se intenta en el parlamento cuando se les va la lengua, pero son
reprimendas protocolarias, poco enérgicas.
Convertir
las elecciones en la guerra del insulto parece un destino, pero me resisto a ello,
me resisto a aceptarlo. El problema es que eso te deja aislado en un mundo en
el que se ha convertido en normalidad. ¿No se entiende que la moderación debe
ser en todo y que la radicalidad no implica la mala educación? Por supuesto que
no se entiende, ¡qué iluso!, pensarán algunos con razón.
Me
viene a la memoria —mucho, mucho tiempo ha pasado— el caso de una señora
anciana, de Murcia para más señas, que votaba a un político radical (de
entonces). "Pero, abuela —le decían—, ¡que va en contra de todo lo
suyo!". "Pero es tan educado", contestaba ella, que identificaba
aquel hablar pausado y de curilla con sus propias ideas, si es que las tenía. A
la señora lo que le gustaba es que no se metiera con nadie y que, si lo hacía (que lo hacía),
ella no lo entendiera. Valoraba las formas por encima de otra cosa.
Todos
los partidos deberían —quizá por ley— tener un moderado en la expresión, aunque fuera radical en las ideas.
Incluso, pasado el tiempo se podría hablar de "paridades" y de
"cuotas" para poder alentar el voto de los que se declaran objetores por
la mala educación de los políticos. Quizá hubiera que sortearlo entre los
candidatos y al que le toque que se aguante. Pero algo tiene que hacerse. Ironías aparte, creo que los ciudadanos deberíamos empezar a presionar en este asunto, exigir a nuestros representantes (que lo son de todos) mejorar su maneras.
Es
triste tener que ver las campañas electorales con el sonido quitado. Como ya
sabes de qué va cada uno, te ahorras los insultos y las ironías fáciles. No sé
a cuántos da trabajo el sector del insulto ingenioso, del discurso agresivo,
pero quizá hubiera que ampliar el perfil y contratar una cuantas personas
educaditas capaces de expresar las ideas sin faltar.
Pero,
vuelvo a la idea expresada, ¿qué gracia tienen unas elecciones si no se puede
insultar? Pues a lo mejor no tienen por qué tener gracia, sino ideas que la
gente entienda. A lo mejor es ahí donde radica el problema, que exista una
relación entre la carencia de ideas y la proliferación del insulto, la
descalificación y el chiste facilón. Una vez más, el rey en esto ha sido Trump.
Nadie ha insultado tanto, se ha burlado tanto ni ha mentido tanto como él. Y,
pese a perder —¡no se lo recuerden!—, ha tenido más de 70 millones de votantes.
Ideas planas y excluyentes, maximalistas, como "America First!". ¿Es
posible un mensaje más reducido que deje en manos del que lo escucha la lista
de los que sobran de "América" y los que quedan en segundo lugar. Por eso, como
comentábamos ayer del senador republicano Ron Johnson, es posible pensar que
los que asaltaron el Capitolio, con cinco muertos en su haber, eran
"personas amantes de su país, pacíficos y respetuosos de la ley".
Una
política que se basa en el insulto, la descalificación del otro
estigmatizándolo y llamando a la radicalidad ante la proximidad del apocalipsis
local, está condenándose a un enfrentamiento constante que siempre acabará mal.
Eso o el abstencionismo, la desconexión, el otro mal de la política a cara de
perro. Hay mucha gente, valiosa en sus campos, que no participan en la política
porque sencillamente no va con su forma de ser esta agresividad constante.
¡Hasta los pacifistas son violentos!
Antiguamente
—términos político-temporales— se podía jugar aquellos partidos de fútbol de
confraternización en los que unos partidos políticos jugaban contra los del
otro bando. También los había de "políticos" contra
"periodistas". Era un intento naif de hacer ver que lo que se
discutía en el parlamento no implicaba enemistad real. Había políticos que
tenían amistades profundas con gente del otro bando y a nadie le extrañaba que
fueran padrinos de boda o de algún hijo. ¡Se imaginan algo así hoy! Eran
gestos, pero los gestos son importantes en política representativa. Hoy, si
haces algo así, te acusan de tránsfuga.
Con la
extensión de las campañas a la totalidad de las legislaturas, los votantes no
tenemos una pausa pacífica, educadita. Algunos necesitamos un respiro, seguir
confiando en la política, al menos, diferente en sus formas y maneras. Lo malo es que esto ha salido ya del ámbito estrictamente político y hay mucho vocacional suelto que exhibe sus malas manera allí donde hay un foro público. Parece que la inteligencia solo brilla mediante el insulto ingenioso y la descalificación.
Descubro esperanzado que los políticos españoles son capaces de unirse en la celebración en Castilla-La Mancha de un partido de "fútbol solidario" por los "derechos humanos en Rusia" y que quien lo organiza es Amnistía Internacional. Quizá en Rusia se haya organizado un partido solidario en favor de la buena educación política en España y no nos hayamos enterado. ¿Por qué no? Si ese es el camino, bienvenido sea.
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