lunes, 11 de enero de 2021

Sobre la tendencia de las autoridades a lavarse las manos y no precisamente por higiene

Joaquín Mª Aguirre (UCM)




Las manos de Pilatos estaban inmaculadas o, al menos, así nos lo quería hacer ver con el gesto. La tendencia de las autoridades a (pasemos a otro campo de la metáfora) echar balones fuera, a desentenderse de las cosas y de lo dicho previamente, como si no existieran la hemeroteca y la videoteca, etc., parece ser una cualidad más necesaria que nunca para el gobernante. Con la salvedad de Donald Trump, que manda más de la cuenta y se apunta lo positivo dejando a otros lo negativo, lo cierto es que vivimos en una época de "cuidado" de la imagen más que de ejercicio del poder responsable.

El problema de la pandemia ha dejado a muchos gobernantes entre la espada y la pared, algo que no les gusta, ya que prefieren tener escaleras de incendios y extintores para manejarse por una realidad que cada día es más heredera del tuit, del canal de YouTube, del selfie. Todas son formas sensibles de mostrarse ante los ciudadanos, de definir la propia imagen protegiéndola de decisiones difíciles y de lo ataques de los contrarios, que buscan —por contra— exigir responsabilidades lo más arriba posible, tratando de provocar la caída.

Aquellos sabios que los reyes antiguos tenía a su alrededor para afinarles el carácter y hacer que sus criterios fueran responsables, firmes, justos, atinados y de "a lo hecho, pecho" han sido sustituidos por legiones de expertos que se preocupan de "cómo le ven" y de "cómo quieren que se le vea". Un ejército de maquilladores, peluqueros, expertos en comunicación verbal y otros en no verbal (hay que especializarse), técnicos de márquetin, modistos y diseñadores, seleccionadores de corbatas, medidores de los colores emocionales de los platós, etc. rodean a los figuras, a los poderosos a los que tanto ha costado llegar hasta la cima, generalmente con "sangre, sudor y lágrimas", preferentemente ajenas.



La pandemia nos ha permitido comprobar el escudo de los expertos, de los científicos, a los que se les ha dado una cuota de pantalla, un porcentaje de tiempo de cámara para desviar la atención de muchas decisiones. El contra ejemplo es, una vez más, Donald Trump, que ha ido dando patadas en el trasero a los expertos, saliendo por cosas como su teoría de la lejía o similares. Creo, de hecho, que parte del atractivo de Trump para sus seguidores, bisontes y campechanos, se basa en esa inmensa cara con la que afronta todo. En un tiempo en el que nadie quiere asumir responsabilidades, Trump ha asumido "irresponsabilidades" fruto de su afán de protagonismo. Cualquier cosa es buena solo porque él la dice. La broma narcisista le está costando a los Estados Unidos cientos de miles de muertos —están llegando a los 400.000 reconocidos oficialmente—, pero él ha seguido a lo suyo.



Mandar es cada vez más complejo en una sociedad de simpatía, donde todo se basa en contarlo de una manera aceptable o, peor, que lo cuente otro (el experto, el científico, el que sea), para evitar asumir muchas decisiones. Ha llamado la atención en Estados Unidos la actitud del gobernador del estado de Nueva York, Cuomo, a decir públicamente que asume la responsabilidad porque es él quien tiene que tomar las decisiones. Da la cara antes sus ciudadanos, explica y asume el temido "desgaste" de tener que tomar medidas poco populares, algo a lo que muchos se resisten o hacen caer la responsabilidad en los expertos de turno, aunque no existan, como ya hemos tenido algún caso próximo.

Casi nadie quiere tomar medidas "impopulares" en un mundo de "likes" y de sondeos permanentes. Los sondeos han pasado a tener el papel de los antiguos oráculos, solo que ahora creemos que el destino es fruto de la falta de información. Con el Big Data recogido y la Inteligencia Artificial procesando, con los expertos analistas del Trending y la proyección de futuro, no hay líder que no crea que cuenta con medios de invertir la tendencia, de corregir ese destino determinista y no fruto de un mal día de los dioses.



El problema es que finalmente todo el mundo se ha contagiado de esta especie de no querer mandar y dejarlo todo en manos de los ciudadanos, que es un principio muy saludable si no fuera porque solo se deja en sus manos aquello que no se quiere afrontar o que resulta molesto, es decir, los marrones. Para ello se utilizan todas las trampas del lenguaje, como cuando los que invaden nuestro ordenador nos dicen "nos preocupa su privacidad".

Nuestra última modernidad se ha tomado en serio la idea de que todo es comunicación o que todo se puede conseguir con el planteamiento correcto, una versión pedestre y neurológica de la antigua Retórica. Son tiempos de seducción, de juego de palabras, de convencerte que eres tú el que quieres que te suban los impuestos o cualquier otra cosa.




Los altavoces del Metro de Madrid repiten una y otra vez que "se recomienda que no suba más de una persona" en los ascensores. ¿Qué quiere decir eso? Simplemente que se deja el marrón de la discusión en manos del que quiera subir en ascensor y no quiera esperar a que baje. Los espectáculos del ascensor llenándose porque se trata de solo una "recomendación" es un ejemplo claro de esta forma blanda, amable de no llamar a las cosas por su nombre. Tú decides, sí, pero preferirías que la regla fuera clara y no tener que discutir con los que ignoran la "recomendación".

Si esto se tradujera solo en los actos políticos, podríamos soportarlo. Nuestro problema es que todo el mundo puede usar esta forma de irresponsabilidad, amable y descendente hasta que el último ya no tiene a nadie a quien hacerle la jugada y se tiene que aguantar. Cuando escuchas el mensaje del metro, el del "se recomienda", y ves el ascensor lleno hasta los topes, donde si no acaban en pelea cada día es porque tienen prisa, lo entiendes perfectamente. Es la forma de no tener que comprometerse, de lavarse las manos sobre lo que pueda ocurrir. Así, si pasa algo grave, la responsabilidad cae sobre las personas y no sobre el Consorcio de Transportes. La decisión del viajero ha sido ignorar la "recomendación".



No está de moda la "autoridad", pero sí, desgraciadamente, el "autoritarismo". 

La diferencia es básica y esencial: la autoridad implica ganarse el respeto de los ciudadanos, algo que la clase política no suele hacer con frecuencia. Las autoridades deben ser "competentes" y ahora son más bien "competitivas", incorporando al gobierno las malas prácticas de la vida empresarial, como hemos podido apreciar de nuevo en Trump, paradigma del destrozo del poder por un autoritarismo galopante y un perverso sentido del éxito.

Los ciudadanos, las personas en general, solemos reconocer la autoridad a través del respeto ganado. Ganarse el respeto es cada vez más difícil en el ámbito del gobierno en sus diversos niveles porque se recurre a este tipo habitual de trucos retóricos, campañas de imagen, etc. para intentar vendernos la moto, expresión poco sutil, pero muy acertada.

El problema no es la "política" o su profesionalización. Más bien se trata del "perfil político", de aquello que consideramos esencial para "triunfar" en la política. Esto se ha pervertido. Un buen político no es el que gana las elecciones; es el que acepta sus deberes como persona responsable, habla con claridad a los ciudadanos, piensa en lo mejor para ellos y posee competencias para hacerlo. Nada que ver con lo que solemos tener en la oferta electoral. Por eso se deriva hacia la simpleza, hacia el insulto a los otros, considerado como una "virtud" política.  

Necesitamos con urgencia dirigentes que se ganen nuestro respeto, a los que poder seguir con la confianza en que toman las decisiones pensando en lo mejor para todos, no en su propio desgaste. No es fácil porque precisamente la tendencia es la contraria, márquetin político y mucha retórica hueca. 

La trivialización de algo tan importante como es el gobierno, responsable de la comunidad, tiene sus consecuencias cuando llegan los tiempos duros y hay que dar la talla. Los ciudadanos no podemos desentendernos de nuestras responsabilidades, pero los políticos mucho menos.




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