Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En la
política española tenemos a los líderes compitiendo por endosarle al ministro
Illa expresiones como "ministro a la fuga", etc. Es la forma de llamar
la atención y tratar de paliar el efecto que pudiera causar en las elecciones
autonómicas catalanas, que se celebrarán en breve, si la pandemia no va a más y
las vacunas a menos, pero de esto ya hablaremos otro día.
Las
elecciones catalanas han vuelto a poner en evidencia esta guerra continua, este
Waterloo periódico que son algunas elecciones. Como el Barsa, las elecciones catalanas son siempre más que unas elecciones.
A la
oposición —que son todos— no le ha gustado nada la "jugada Illa". Si
antes le atacaban por un motivo, ahora lo hacen por otro, pero el mecanismo es
el mismo. Se esté de acuerdo o no, el ministro Illa tiene al menos a su favor
las "formas", que en este escenario de teatro bufo ya es suficiente
para despertar simpatías o al menos respeto, a lo que todos temen.
La
oposición ya tiene un argumento: electoralismo
sanitario. Pues vale. Hasta le ha sentado mal al socio del gobierno, que
pide también a Illa que se dedique a una cosa u otra, señal de que les ha
sentado mal, se han enterado tarde o ambas cosas. La política española es tan
confusa que es difícil mantener discursos coherentes cuando se manda en unas
autonomías y no en otras, cuando hay que pactar en un sitio con los que te
peleas en otro. Pese a estas discusiones, los pactos se mantienen porque
deshacerlos es perder la ocasión de hacer política "desde arriba", es
decir, manejar el poder para recoger después sus efectos en forma de votos.
Otro
feo detalle electoral en Cataluña ha sido la comprobación del principio
"nunca te vayas de un partido como una caballero o una dama". Es un
espectáculo bastante frecuente eso de salir dando portazos para que te acojan
con los brazos abiertos en otra formación. Ya pasó con Cayetana, que salió como
había entrado con la daga entre los dientes.
Como normalmente
estos portazos se dan entre partidos próximos (en este caso entre el PP y Cs),
el efecto es de puñalada por la espalda. No solo no se unen votos sino que se
separan destinos por la rabia asegurada ante estas traiciones continuas entre
unos y otros. Hoy les ha tocado a unos y mañana les tocará a otros. El argumento
esgrimido es siempre el mismo: me voy
porque esto ya no es lo que era, porque
han defraudado mis expectativas y las de mis votantes. Sí, porque aquí la
personalización de los votantes es como el que tiene dinero en una cuenta en el
banco. La promesa de traerte unos cuantos o de sembrar las dudas entre ellos
son siempre alicientes para las espantás.
De "traición" en "traición" se vive bien.
Es esta
facilidad para pasarse de un partido a otro en apenas unas horas, sin
transición, sin irse a un hotelito o monasterio retirado a meditar o
recuperarse, lo que demuestra la artificiosidad de nuestros partidos políticos.
El personalismo
creciente y el autoritarismo interno han ido reduciendo los partidos como un
segundo ciclo tras lo ocurrido inicialmente en la democracia española, que tras
unos inicios multitudinarios (¿quién se acuerda hoy del Partido Proverista y de
otros quinientos más?), volvió a fraccionarse al grito de "el bipartidismo
es malo" para dar entrada no a más ideas, sino a más egos. El resultado es
que tenemos un hipermercado electoral, con todo tipo de ofertas de temporada y
saldos ideológicos. Si nos descuidamos en vez del principio democrático
"un hombre, un voto" tenemos "un hombre, un partido", que
es a lo que llegaremos de esta forma.
Esto
claramente debilita la operatividad política, siembra desconcierto e irritación
entre los electores, además de sustituir líderes reales por cantamañanas con
pretensiones de modernidad, vocacionales de la indumentaria como distinción
ideológica e ingeniosos sin gracia.
Necesitamos
repensar la política. Los efectos de no hacerlo es el crecimiento de esos
grupos populistas, partidarios de revolverlo todo para sacar partido.
Proliferan por Europa y el mundo. Su especialidad es el alboroto, la confusión
y la agresividad. Unos días son antivacunas y otros antisistema con vocación sistémica por el poder. Como Trump, fingen
ser hijos del pueblo, hablar al pueblo como ellos hablan y solo preocuparse por
el pueblo. Como Trump no son hijos del pueblo, les fastidia tener que hablar
con ellos y mucho más tener que desatender el ego para atenderles.
Lo política tiene que volver a ser más vocacional, servicio y no aprovechamiento. Se nos ha llenado de gente que ha hecho su carrera desde los 16 años a la sombra de un líder al que aspiran a sustituir, a controlar el aparato de los partidos, que es el que les asegura la salida al mundo exterior. Hacen falta más congresos con sus debates, sus propuestas, implicación crítica de la militancia; menos espectáculos de aclamación, menos aplausos. Los debates deben ser sobre cómo encontrar mejores soluciones a los problemas del país (que son muchos) y no sobre estrategias de erosión del contrario, que es lo que habitualmente vemos. Por más que se le llame "política", no lo es.
Tengo curiosidad por ver si la tranquilidad y las maneras de Salvador Illa resisten a una campaña electoral, a los mítines, a sus compañeros de lista, a los gritos contagiosos, a los insultos del contrario. Sí, tengo cierta curiosidad morbosa sobre si va a resistir educadamente los ataques de la oposición, pues parece claro que va a estar en el punto de mira de todos por una cosa o por otra: por quedarse, por irse, por quedarse demasiado o por irse demasiado pronto. Es decir, por cualquier cosa.
Espero que así sea, que —gane o pierda— resista manteniendo el tipo tranquilo, educado y paciente. Hay cosas importantes que mantener más allá de las ideologías, como la compostura. Allá cada uno si se desmelena.
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