sábado, 21 de noviembre de 2020

Me quejo o el modelo fatídico

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)


Debo confesar que me siento entre incómodo y sorprendido, entre irritado y aburrido. Es un sentimiento por aproximación, una mezcla a ojo de enfado, sorpresa y constatación de que no tenemos arreglo, aunque acabemos teniendo cura.

Si he entendido bien el planteamiento, nos debemos reservar para las Navidades. Nos ponen restricciones ahora para que lleguemos sanos a poder contagiarnos en Navidad.

El pueblo español está inquieto porque no sabe todavía cuantos cubiertos se podrán poner en la mesa para las fiestas navideñas. ¿6, 8, 10...? ¿Cómo cuentan los menores de cinco años? ¿Por mitades, dos niños menores por un adulto?

La verdad es que estoy empezando a desear intensamente que llegue la vacuna para poder sobrevivir a tanta tontería acumulada, a tanto ejercicio de hipocresía consumista, política, etc. con las que nos abruman los sentidos. 

Lo peor es que ahora saldrán los expertos a explicarnos los efectos perversos de la ausencia de cabalgatas, de no poder tomar la uvas juntos y de no sé cuántas cosas más. Los medios disfrutan con estas especulaciones prenavideñas y corren a buscar expertos en explicarnos los efectos perniciosos de tantas cosas de las que privarnos en una sociedad consumista. ¡Tantos hábitos creados para nada!

Creo que 2020 —¡vaya número!— es el año del aprendizaje de la realidad desnuda de estas sociedades en las que unos se niegan a ponerse mascarillas a la vez que los gobiernos empujan a la gente a meterse en bares y restaurantes por deber patriótico, a ir a las playas y montes como el que va a Santiago de Compostela en plena Edad Media, a ganarse el cielo.

No acabo de entender, quizá porque tampoco lo entendía antes y esto solo ha contribuido a confirmar algunas cosas que me negaba a creer. La pandemia provoca una especie de epifanía, una revelación en la que te das cuenta de sopetón de dónde estás, quién te gobierna, quién aspira a hacerlo, y del material con el que están hechos nuestros sueños, la siesta española.

Al menos ha servido para que nos demos cuentan de cuánto dependemos del turismo y la hostelería, aunque nadie parece dispuesto a remediarlo. La debilidad de nuestra economía ha estado camuflado por no querer reconocer que son sectores productores natos de paro, de empleo provisional, precario, mal preparado y mal pagado. Dependemos demasiado de si hace buen tiempo o mal tiempo, de si vienen muchos turistas o pocos, de si suben o bajan los precios. Cuando una sociedad depende tanto de factores que no controlas, malo. Lo ideal es tener el máximo control de tu destino.

Hemos descubierto que la mayor parte de nuestros medicamentos se fabrican en India y China y la carencia de muchos de ellos si no son negocio para quien los fabrica. No nos poníamos mascarillas antes sencillamente porque no había, había que encargarlas fuera. Descubrimos con escándalo su precio en Portugal y aquí se rebajan unos céntimos para evitar la sublevación o que nadie la lleve (algunos las llevan días enteros). Cada día descubrimos nuestros enormes agujeros sociales, productivos y, si me apuran, anímicos.

De país industrializado hemos pasado a país de puertas abiertas, con contagios o sin ellos. Junto a las navidades, pronto se quejarán las estaciones de esquí. Nos quejamos por cada puente, por cada festivo "desperdiciado", que parece ser de lo que vivimos todos.

Mientras tanto de lo que deberían ser sectores esenciales, como la industria o la enseñanza no se habla. Perdón... De la enseñanza se habla bastante, aunque sea de los cierres de residencias de estudiantes por los contagios y las fiestas que se celebran, que han hecho tomar medidas a los rectorados y responsables de los colegios universitarios.

No ha habido ningún plan de choque para la enseñanza, más que los intentos frustrados de que sean los profesores los que hagan los test a los niños en los centros y cosas por el estilo.


Lo más deprimente de esto es precisamente esa inevitabilidad del modelo, la aceptación fatídica de esta España carente de aspiraciones más allá del moreno en verano, las risas en la terracita, ir a las fiestas del pueblo... y poco más.

No veo planes de desarrollo de nuevos sectores, de localización de industrias estratégicas, formaciones especializadas en los que va a ser una constante en el futuro, las grandes pandemias en un mundo en movimiento. Pero, no. Nuestra preocupaciones siguen siendo puentes y festivos, fines de semana y viajes turísticos para cubrir a los que no vienen. Triste.

Gobierno tras gobierno, pasan sobre ello. Entrevistaron al Sr. Cristóbal Montoro, épico generador de presupuestos, por el motivo de que finalmente parece que habrá otros que no sean suyos. Habló de dependencia del sector turístico, debilidad del empleo, etc. ¡Qué pena que análisis tan preclaros no los haya tenido cuando estaba en el gobierno!

El modelo inevitable es un duro destino. Nuestra curva de progreso se "aplanó", como se dice ahora, y nos hicimos acomodaticios, gastronómicos, siesteros, playeros, encogidos constantes de hombros ante el futuro, que dejamos a los Íker de turno.

Todos los avisos de peligro que se nos dan nos llegan empaquetados entre un programa de gastronomía y un concurso tonto.

Tanto debate sobre quién es más experto ahora, cuando durante décadas hemos ignorado a todos los cenizos que nos advertían sobre nuestra precariedad, nuestras altísimas tasas de paro, la bajada de calidad de la enseñanza y el empeoramiento de los resultados detectados por todos los análisis internacionales, el desmantelamiento de la sanidad pública con sus recortes continuos, la pérdida constante de fondos de investigación para la ciencia, la conversión de los méritos en una forma de mediocridad ascendente, la fuga de cerebros en todos los sectores, de la ingeniería a la medicina, por falta de oportunidades y bajos sueldos, del cierre de fábricas y la pérdida de sectores enteros sin que se buscaran alternativas, de la ausencia de un plan nacional de desarrollo tecnológico... Todo esto y mucho más se ha estado diciendo año tras año, informe tras informe. Pero a nadie le importaba. La frivolidad y lo fácil se hicieron con nosotros como el virus más peligroso. Del turismo se vive, algunos bien, y el que no, que se apañe, ahí está la puerta.

Ahora tenemos por delante las quejas navideñas, las quejas de las rebajas, las quejas por la cenas, comidas, cabalgatas... por todo, porque nos hemos convertido en algo que nos agrada porque es cómodo: quejarnos mucho y hacer poco. Mucho presente y poco futuro.

Me quejo, que conste. Me quejo de que solo se quejen sin poner remedios, que solo se quejen de lo que se quejan y no de otras muchas cosas por las que quejarse. Me quejo porque crean problemas para tapar problemas y no buscan soluciones reales. Me quejo por la falta de visión de futuro, condenando a las próximas generaciones. Me quejo porque somos los que tenemos más paro, la economía más afectada y la que más tardará en recuperarse, según nos dicen, y no se hable de sus causas. 

Sí, me quejo, porque no queramos cambiar este modelo que vivimos como un destino en un país incapaz de llegar a acuerdos, a planes conjuntos, a remar todos en la misma dirección. Pero la división es más rentable para muchos. Y así nos va.

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