Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Yo soy
más de librerías, aunque no las hay en mi pueblo, que es demasiado moderno para
tener librerías. Las que había, sobrevivían vendiendo material escolar y
enterándose de los libros que "pedían" a los alumnos en los colegios
cercanos, con lo que dejaron de ser verdaderas librerías, aunque tuvieran
doscientos ejemplares de Niebla o otros tantos de La familia de Pascual Duarte,
pongamos por caso.
Tendría diez u once años cuando me di cuenta que estaba rodeado de libros. Mi casa estaba llena de libros, pero los quioscos de alrededor estaban cargados de libros. Y había muchas librerías en el camino de mi casa hasta la Plaza de Colón, camino que solía recorrer los sábados por la tarde, entrando en una y otra, inspeccionando los estantes. Las librerías entonces tenían "fondo", es decir, no estaban inundadas con el mismo libro en promoción, sino que encontrabas libros de años anteriores, a veces décadas, sin que se consideraran libros "viejos" o "antiguos", categorías difusas. Eran realmente diversidad cultural.
Hoy le
han acortado la vida al libro, al que consideran un indeseable si no se lo
llevan rápido. Tiene que dejar sitio a los que llegan en flujo constante, por
temporadas. En realidad, las únicas que pueden llamarse todavía librerías y no
espacios promocionales son las librerías de viejo, si es que siguen quedando
románticos que las llevan y románticos que las visitan.
Podríamos
pensar que la gente se ha pasado al ebook. ¡Ojalá! Los primeros que vi con ebooks,
cuando era un objeto extraño, era persona muy mayores que se habían tenido que
desprender se sus libros pero no lo habían hecho de su costumbre de leer.
Descargaban clásicos de la red y mantenían vivo su ocio y cerebro leyendo,
dejando espacio en sus casas y residencias.
Lo que
se nos ha muerto, lo he dicho en ocasiones, es el lector. Y luego todo va en
cadena: desaparecen los libros y cierran las librerías, que tienen que reducir
espacio porque no lo pueden mantener. Nos cuentas con motivo del Día Internacional,
que una serie de librerías se han unido para poder ofrecer sus libros online y
que luego lo sirva la librería más cercana. No está mal... mientras sigan
quedando lectores, algo dudoso si no se toman medidas.
Lo malo
es que no se tomarán porque esto está producido por una falta de visión de
futuro que comenzó hace ya mucho, mucho tiempo. Uno de mis primeros artículos
publicados, a mediados de los 80 ya estaba dedicado a la crisis de la lectura.
Aquí no vale eso de la "mala salud de hierro". El retroceso cultural
es realmente apabullante y tiene mucho que ver con el ambiente. No puedes
pretender oler a rosas si te metes en un establo. Y el entorno cultural español
tiene más de establo que de jardín de rosas.
Nos
hemos hecho cortoplacistas, no pensamos en términos de prolongar, ni de
retener, sino solo en usar y tirar. Es el momento lo que prima y la educación
es una carrera acumulativa y de largo recorrido. Accedemos solo lo que
necesitamos y lo demás nos sobra. La cultura es precisamente lo que va más allá
de la necesidad.
La
educación se ha pervertido demasiado por los tres lados: las familias (que
quieren éxitos), los docentes (que quieren méritos) y los alumnos (que quieren
acceso al empleo). Es un utilitarismo demasiado grosero, cada vez más
precisamente por la falta de apreciación de los valores que representan la cultura.
No se trata de comprender el mundo, sino de dominarlo o de sobrevivir. La gran
pregunta que sigue hundiendo el mundo de la cultura es "¿para qué
sirve?", una pregunta que por el hecho mismo de hacerse carece de
respuesta inteligible para que la formula.
Las
librerías desaparecen porque ya incluso las bibliotecas se deshacen de los
libros, que les suponen espacio ocupado. Serán las siguientes en caer, aunque
su estatus público les suele permitir vivir. Muchos van allí a estudiar porque
ha mesas. Poco más. "Estudiar" es otra palabra pervertida como lo es
"aprender".
Hace
muchos años que vivo fuera de Madrid en este pueblo tan moderno que no tiene
librerías. De vez en cuando paseo y veo a alguien leyendo. De vez en cuando me
emociono viendo a alguien leyendo un libro en el tren de vuelta. Son pocos. La
gente hoy agacha el cuello ante el teléfono, consulta constante, miedo a
quedarse aislados en un mundo vacío, a que desaparezca la especie humana y que
no te avisen.
Echo de
menos aquellos paseos de sábado por la tarde, de librería en librería, de
estante en estante, encontrando pequeños tesoros olvidados, ignorados entre
cada vez más elevadas pirámides de libros nuevos, con la cara de sus autores en
portadas, sonriendo seductoramente para llevarnos a la compra.
Libros,
lectores y librerías. Cultural educación, industria. Pero solo tenemos bares y
terrazas, una cultura de la "nueva oralidad", de la nueva sociabilidad
en la que nos aterra estar solos, algo que ya no sabemos hacer. El mundo se nos
viene encima. Ya no hay consolación de la Filosofía, refugio de la Poesía,
mundanidad de la Novela, aventura del Ensayo... Nos queda el best-seller, una especie de gatillazo precoz
de la cultura.
Con la
pandemia ha quedado en evidencia la pobreza espiritual de la sociedad en la que
vivimos, que confunde recogimiento con confinamiento. Deseo el restablecimiento
de hostelería, de bares y terrazas, de hoteles y fabricantes de maletas y
bolsos de viaje. Pero déjenme derramar una lágrima solitaria por las librerías
que cierran, no por la pandemia, sino por otro tipo de epidemia mortal como es
el avance con paso firme de la mediocridad, de lo trivial, algo de lo que nos
llevan avisando décadas y cuya confirmación es precisamente que no hacemos nada
por frenarlo.
De vez
en cuando, se montan en la salida del metro de la Universidad unos puestos
improvisados con cajas llenas de libros, probablemente de donaciones. Los trae
una ONG que recauda así dinero para otros fines. Los libros, muy baratos, se
ofrecen a la curiosidad de los estudiantes que se paran a mirar y a la
indiferencia de los que pasan de largo, seguramente camino algún examen.
Siempre me detengo y me hago con algunos, sirviendo así a una doble buena
causa, la de la ONG y la de rescatar al esos libros de cajas de mercado en el
que se nos ofrecen, pobres estantes de un mundo que solo valora lo mismo en
casi todas partes.
Estos días nos han hablado de las bibliotecas de pacientes en los hospitales, en especial de la del hospital improvisado de IFEMA, en Madrid. Es una buena historia y un gran símbolo de resistencia psíquica ante la adversidad. Puede que no venzamos a la muerte con la lectura, pero vencemos al tedio, recuperamos las ganas de vivir siguiendo el hilo de las historias, de las ideas, con esos estímulos que tanta falta nos hacen. Los libros, nos dicen, son desinfectados, quedan en cuarentena y vuelven; algunos no regresan porque son regalados a los enfermos. Es la vida misma. Todos estamos enfermos, pero no lo sabemos. Todos necesitamos lecturas, pero tampoco lo sabemos.
Sí, echo de menos los estantes variados, vitalistas, donde se producían aquellos encuentros entre la curiosidad y la sorpresa. Quizá todo pueda ser visto como un negocio, pero hay muchas formas de vivirlos y de enfocarlos. Hacer un día para que la gente vaya a comprar no deja de ser una derrota. Deberíamos vivir el año entre libros y el Día Mundial celebrarlo leyendo. Un día al año no es mucho, ni como negocio ni como cultura. Pero así son estos tiempos de celebrar aquello que perdemos.
Rodeado de libros nunca estás solo. Hasta puede que te encuentres a ti mismo. Muchos no pueden resistir estar confinados. Que busquen un libro.
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