domingo, 15 de noviembre de 2020

La aristocracia del corazón

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)

No sé como salieron, pero siguen ahí. Los veo mientras hago zapping esperando a que pasen los anuncios, viajando de canal en canal por la zona prohibida. Mi "zona prohibida" suelen ser los canales televisivos nacionales de mi dial, una zona peligrosa para la inteligencia y las emociones. Hace unos días pude ver un magnífico reportaje sobre la carencia de ciertos medicamentos y los intereses comerciales de las farmacéuticas, pero es la excepción. Cuando queremos, cuando les dejan, una buena televisión es posible. Pero, desgraciadamente, lo malo dura más que lo bueno.

La televisión es una especie de ecosistema en el que se desarrollan desde hace unas décadas unos seres específicos, salidos la mayor parte de ellos de la nada y convertidos en voces gritonas y caras gesticulantes, cuyos intranscendentes problemas reclaman nuestra atención. Son, podríamos decirlo así, una gran familia, ramificada por los canales y programas que ocupan horas de la programación, a la que se agarraron con fuerza y de la que no se sueltan.

Todo empezó, creo, con el nacimiento de las autonómicas y, posteriormente, con las privadas. Había que llenar los canales recién llegados dando una apariencia de diversidad mediática, algo que rompiera la estructura monolítica de la televisión estatal, la "mejor televisión de España", según decía un chiste de la época.

Los espectadores agradecimos la llegada de nuevas caras, desde luego. La propia televisión estatal se fue renovando para la competencia. Pero, como suele ocurrir, la diversidad hizo que el pastel publicitario se redujera y que el mejor programa actual no llegue ni a una décima parte de las audiencias de entonces. Es sencillo de entender: si solo tienes un canal, todo el mundo lo ve; pero demasiada competencia, arruina a todos si no se eliminan algunas cadenas. Y aquí no cierra nada y se abren muchas. Si le añadimos la multiplicación de medios, el panorama se ensombrece.

Pero lo más sorprendente —al menos para mí, que paso por ellos como de vivita— es la supervivencia de una casta mediática dedicada al frivoleo, a pelearse y discutir ante millones de personas, y enganchar a las audiencias con increíbles cuestiones, como la pelea entre un hijo casi calvo con su madre por no sé qué motivos, que tampoco me importan lo más mínimo. Si tenemos en cuenta que el hijo está en estas lides mediáticas desde que tampoco tenía pelo porque acababa de nacer, lleva ahí toda su vida.

El secreto del sistema fue convertir la televisión en un patio de vecindad en el que discuten durante horas, algunos de canal en canal, sobre el destino y circunstancias de toreros, hijos y esposas de toreros, cantantes, modelos, hijos e hijas aburridos de familias bien, actores y actrices que se juntan, se separan y se vuelven a juntar con los mismos o con otros, futbolistas marchosos, concursantes de algún programa, abandonados en islas, etc. Algunos llegan a sentar la cabeza, pero otros muchos, carentes de oficio y beneficio, se dedican con eterno entusiasmo a la tarea de servir de objeto de contemplación mediática y posterior discusión familiar. Su vida es que les vean y hablen de ellos. Poco más.

La mecánica suele ser siempre la misma. Hacen algo (casi nunca productivo), como pelearse, reconciliarse, etc. acciones básicas en sus historias. Después sirven de material para que esos periodistas —llamados "del corazón"— se peleen entre ellos, defendiendo cada uno a un bando. Cuando se ha calentado el asunto de forma suficiente, se invita a uno o a los dos contendientes para que expliquen sus posturas sobre cosas absurdas, pero que viven como si fueran el asunto del siglo. A veces los invitan por separado, luego los juntan y a ver qué pasa. Si hay suerte, se pelean y alguno abandona ofendido el plató. Esto sirve para dedicarle nuevos espacios. Los programas les invitan para que se expliquen y así vivimos sus andanzas. Algunos lo llaman "exclusivas", pero no lo crean.

Se podría hacer un listado con todos estos personajes y otro con los entrevistadores, reporteros, fotógrafos, etc. que viven de ello. La decadencia de los medios tradicionales ante los digitales hace que producir estos programas sea mucho más barato que la mayor parte de programas. Con una inversión mínima se les pueden sacar horas y horas, días  y días, semanas... y años a estos fantasmas catódicos que se manifiestan en nuestras pantallas.

A veces me cuesta reconocer a algunos periodistas que llevan años, porque el tiempo pasado y la cirugía han cobrado fractura. Pero pronto identifico el tono y el volumen de los gritos y le pongo la antigua cara, la de hace más de veinte años, treinta en algunos casos. Algunos no se resistieron y, ya fuera por vocación, por sacrificio o por necesidad, dieron el salto al otro lado, el del escándalo, el del hablar de ellos mismos.

Los que han crecido con esto lo ven normal, como el que mira la sierra desde su ventana, porque siempre ha estado ahí. La nueva savia para estos programas han sido los concursos y realities. Tuvieron que cambiar los criterios, pasar de concursantes inteligentes —que trataban de mostrar cuánto sabían— a otros empeñados en enseñar maldades, histerias e incapacidad de convivencia, casi la descripción del personaje perfecto para estas cosas del consumo trivial.

Tiene su mérito, desde luego. Esta legión informativa y ese ejército carnal y emocional de "personas de interés" han logrado ser conjuntamente la energía que sostiene al medio televisivo. Programas baratos que, suponemos, permiten invertir en otros más productivos o simplemente ahorrar. Supongo que en estos días de confinamientos  obligados, vocacionales o mediopensionistas, el consumo de este material televisivo se ha disparado, aunque sea vía Zoom. Con fiestas, estrenos, pedidas, etc.  suspendidas, se las tienen que apañar de otra forma, me imagino que subiendo el nivel de los conflictos para atrapar al público con lo que mejor se les da, la declaración, la confidencia, el abrir el corazón a quien quiera mirar dentro.

Me ha sorprendido hasta qué punto estos grupos perduran en el tiempo. Ya hay segundas generaciones. Aquellos niños de los que nos vendieron la exclusiva del nacimiento nos venden ellos ahora las de sus bodas y poco después de sus bautizos, asegurando una tercera generación. Crecen y se pelean o se aman dentro de esa conexión familiar que les asiste con los medios, que siguen documentando sus vidas triviales pero coloristas.

Las viejas glorias del corazón —una verdadera aristocracia— siguen ahí, resistiendo. Salieron de aquel seminal "Tómbola" y de otros programas que después le imitaron y se esparcen hoy por canales y horarios diversos. No se me ocurre responsabilizarles a ellos de ganarse la vida así.

Se podría decirse, incluso, que el tiempo les ha dado la razón. Hoy nuestros parlamentos se parecen a Tómbola, con gritos y discusiones; pocas ideas y muchos gritos. El presidente de los Estados Unidos paso sus años de aprendizaje en los realities y concursos de belleza y muestra lo alto que se puede llegar desde la prensa y la televisión, dando reportajes para que vean tu casa, casarse con una modelo, y tener escándalos sexuales. Si Trump sale de la Casa Blanca (o le sacan), pasará el resto de su vida contándolo a quien quiera escucharlo, cadena tras cadena. Hay telebasura como hay política-basura. Todo pasa hoy por los medios y estos ya no son lo que eran. Tampoco los públicos.

Quizá el fenómeno sea un elemento más en esta sociedad de profunda soledad rodeada de gente que no tiene nada que decirse, que necesita hablar de lo que les pasa a unos y otros antes que fijarse en ellos mismos, una sociedad del espectáculo en donde la vida es lo que pasa en la pantalla. Se resisten, no retroceden ante sus jóvenes imitadores.

Antes, el mundo era redondo; ahora tiene forma de pantalla.

 

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