domingo, 26 de abril de 2020

Una mujer y un niño bajo mi ventana o un mundo sencillo

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Acaba de pasar bajo mi ventana una madre con su hijo, de unos ocho años. Los dos iban con mascarilla y debían regresar de su primer paseo oficial después de mucho tiempo, tras autorizarse a salir a los niños a la calle. La imagen me ha conmovido. Lo más que he llegado a ver pasar bajo mi ventana en este largo mes y medio de confinamiento es gente con su perro, solitaria, o con bolsas del supermercado. Algún barrendero cumpliendo estoicamente con sus tareas para beneficio de todos. Pero es la primera vez en mucho tiempo que veo a un niño y la primera vez, igualmente, que veo a dos personas de la mano. Un hecho frecuente, cotidiano, que se ha convertido en el más discutido durante días y días: poder pasear con los niños.

La salida de los niños, un acto sencillo que se ha seccionado, como si se tratara del problema de Aquiles y la tortuga, hasta el infinito, hasta convertirlo en algo bizantino, en algo digno de la escolástica más enrevesada. Pasear por la calle con un niño... o dos, o tres o cuatro..., con un juguete o dos o tres..., con padres o con responsables legales, con parientes hasta qué grado... han salido aplicaciones telefónicas y en los medios para calcular la distancia desde nuestras casas como centro hasta los límites del paseo infantil... ¿En serio? ¿Somos nosotros los que preguntamos? A veces deberíamos confirmar que no somos "bots", como nos piden a veces para entrara en algunas páginas. ¿Hemos perdido la perspectiva? Probablemente. 
Es el resultado de tantas horas de encierro y de reducir todos los problemas a cálculos y casuística infinitos: ¿debo comprar el periódico en el puesto más cercano o puedo ir otro más allá, hasta el siguiente?, ¿puedo ir al supermercado solo a por el pan o hay pedidos mínimos?, ¿puedo comprar una cosa en cada sitio... 
Y así hasta completar un mundo de papel milimetrado, de cronómetros con precisiones de décimas de segundo, y geolocalización con márgenes de más menos 20 centímetros en todo lo que hacemos. Sencillez, añoro la sencillez y el sentido común.


Las ruedas de prensa se convierten en ejercicios barrocos de rizar el rizo en donde lo sustancial se diluye en lo anecdótico, donde un lapsus se eleva al rango de golpe de estado y un comunicado en un ejemplar de libro de arena borgiano.
Todo se nos ha cambiado y probablemente ya lo hayamos hecho nosotros también. Pero solo lo descubriremos cuando empecemos a relacionarnos de nuevo. Será entonces cuando se producirá el choque. Y de nuevo le pediremos a los expertos que nos digan qué tenemos que hacer. ¡Como si ellos siempre lo supieran! Quizá preguntamos demasiado.


Y preguntamos a quienes no debemos. Las noticias sobre el aumento de ingresos en las urgencias de las ciudades norteamericanas debido a la ingesta de lejía o la inyección de desinfectantes convierte nos transforma el mundo en un espectáculo carnavalesco pero que no se burla del poder, sino que, por el contrario, lo reafirma. Esto tiene su lógica si consideramos que es el bufón el que está ya en el poder y que estos locos seguidores del poder. ¿Pero qué hacer cuando el mundo da dos vueltas y el carnaval es representando por esos seres grotescos que se manifiestan para que les dejen infectarse en nombre de las libertades constitucionales?
Si la imagen del niño con su madre me conmueve, la de la confirmación grotesca de la estupidez humana de saca de mi estado emocional para llevar a otro de distanciamiento extremo. ¿Cómo pueden llegar tan alto los idiotas? es la gran pregunta que deberíamos hacer en la rueda de prensa que preceda al Juicio Final. No quiero que el mundo se acabe sin una declaración por parte de la máxima autoridad de la Creación. Pero probablemente el portavoz de la divinidad solo haga un gesto respondiendo a las preguntas por video chat desde el infierno: se encogerá de hombros. Telón.


Me quedo con la imagen de paz de la mujer con el niño, disfrutando de la solidez del pavimento, de poder pisar aceras inhóspitas, cortar el viento con la cara tras la protección de una mascarilla. La señal más clara de la normalización de la mascarilla es precisamente que empieza a haber de diseño, con colores alegres y dibujos, tratando de cambiar su imagen clínica. La coquetería de la máscara es un signo saludable, que representa también que nos hemos mentalizado pensamos que va a ser un objeto cotidiano, que no saldremos de casa sin mascarilla como tampoco se sale sin bufanda en invierno. 
¿Olvidaremos la pandemia? Le daremos forma en nuestra memoria y en nuestro arte, que no ha dejado pasar la ocasión. No se le puede poner puertas al campo de la imaginación.  
Por ahora mi pantalla es la de mi ventana, por la que veo pasar a los que van y vienen. El paso de esa mujer con el niño bajo la ventana ha sido un cambio inesperado, un giro de guión en la película vital de mi ventana. La película es sencilla, comprensible. Van de la mano y caminan hacia su casa.








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