Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Acaba
de pasar bajo mi ventana una madre con su hijo, de unos ocho años. Los dos iban
con mascarilla y debían regresar de su primer paseo oficial después de mucho tiempo, tras autorizarse a salir a
los niños a la calle. La imagen me ha conmovido. Lo más que he llegado a ver
pasar bajo mi ventana en este largo mes y medio de confinamiento es gente con
su perro, solitaria, o con bolsas del supermercado. Algún barrendero cumpliendo
estoicamente con sus tareas para beneficio de todos. Pero es la primera vez en
mucho tiempo que veo a un niño y la primera vez, igualmente, que veo a dos
personas de la mano. Un hecho frecuente, cotidiano, que se ha convertido en el
más discutido durante días y días: poder pasear con los niños.
La
salida de los niños, un acto sencillo que se ha seccionado, como si se tratara
del problema de Aquiles y la tortuga, hasta el infinito, hasta convertirlo en
algo bizantino, en algo digno de la escolástica más enrevesada. Pasear por la
calle con un niño... o dos, o tres o cuatro..., con un juguete o dos o tres...,
con padres o con responsables legales, con parientes hasta qué grado... han
salido aplicaciones telefónicas y en los medios para calcular la distancia
desde nuestras casas como centro hasta los límites del paseo infantil... ¿En
serio? ¿Somos nosotros los que preguntamos? A veces deberíamos confirmar que no somos "bots", como nos piden a veces para entrara en algunas páginas. ¿Hemos perdido la perspectiva?
Probablemente.
Es el
resultado de tantas horas de encierro y de reducir todos los problemas a
cálculos y casuística infinitos: ¿debo comprar el periódico en el puesto más
cercano o puedo ir otro más allá, hasta el siguiente?, ¿puedo ir al supermercado solo a por el pan
o hay pedidos mínimos?, ¿puedo comprar una cosa en cada sitio...
Y así hasta completar un mundo de papel milimetrado,
de cronómetros con precisiones de décimas de segundo, y geolocalización con
márgenes de más menos 20 centímetros en todo lo que hacemos. Sencillez, añoro la sencillez y el sentido común.
Las
ruedas de prensa se convierten en ejercicios barrocos de rizar el rizo en donde
lo sustancial se diluye en lo anecdótico, donde un lapsus se eleva al rango de
golpe de estado y un comunicado en un ejemplar de libro de arena borgiano.
Todo se
nos ha cambiado y probablemente ya lo hayamos hecho nosotros también. Pero solo
lo descubriremos cuando empecemos a relacionarnos de nuevo. Será entonces
cuando se producirá el choque. Y de nuevo le pediremos a los expertos que nos
digan qué tenemos que hacer. ¡Como si ellos siempre lo supieran! Quizá
preguntamos demasiado.
Y
preguntamos a quienes no debemos. Las noticias sobre el aumento de ingresos en
las urgencias de las ciudades norteamericanas debido a la ingesta de lejía o la
inyección de desinfectantes convierte nos transforma el mundo en un espectáculo
carnavalesco pero que no se burla del poder, sino que, por el contrario, lo
reafirma. Esto tiene su lógica si consideramos que es el bufón el que está ya
en el poder y que estos locos seguidores del poder. ¿Pero qué hacer cuando el
mundo da dos vueltas y el carnaval es representando por esos seres grotescos
que se manifiestan para que les dejen infectarse en nombre de las libertades
constitucionales?
Si la
imagen del niño con su madre me conmueve, la de la confirmación grotesca de la
estupidez humana de saca de mi estado emocional para llevar a otro de
distanciamiento extremo. ¿Cómo pueden llegar tan alto los idiotas? es la gran
pregunta que deberíamos hacer en la rueda de prensa que preceda al Juicio Final.
No quiero que el mundo se acabe sin una declaración por parte de la máxima
autoridad de la Creación. Pero probablemente el portavoz de la divinidad solo
haga un gesto respondiendo a las preguntas por video chat desde el infierno: se
encogerá de hombros. Telón.
Me
quedo con la imagen de paz de la mujer con el niño, disfrutando de la solidez
del pavimento, de poder pisar aceras inhóspitas, cortar el viento con la cara
tras la protección de una mascarilla. La señal más clara de la normalización de
la mascarilla es precisamente que empieza a haber de diseño, con colores
alegres y dibujos, tratando de cambiar su imagen clínica. La coquetería de la
máscara es un signo saludable, que representa también que nos hemos mentalizado
pensamos que va a ser un objeto cotidiano, que no saldremos de casa sin
mascarilla como tampoco se sale sin bufanda en invierno.
¿Olvidaremos la
pandemia? Le daremos forma en nuestra memoria y en nuestro arte, que no ha dejado pasar la ocasión. No se le puede poner puertas al campo de la imaginación.
Por ahora mi pantalla es la de mi ventana, por la que veo pasar a los que van y vienen. El paso de esa mujer con el niño bajo la ventana ha sido un cambio inesperado, un giro de guión en la película vital de mi ventana. La película es sencilla, comprensible. Van de la mano y caminan hacia su casa.
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