Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
La
llegada de Pablo Casado a la dirección del Partido Popular plantea algunos interrogantes
preocupantes. Cualquier cambio en los partidos es saludado como un salto hacia el futuro, hacia una
victoria que se muestra como inevitable. La victoria interna presagia la
victoria exterior; quien gana, ganará. El mundo es de los jóvenes y eso ya es
una garantía. Así lo afirman los tópicos recurrentes y manidos que se han
producido con cada una de las varias defenestraciones reales o simbólicas en
los partidos españoles en los últimos tiempos.
Que los
jóvenes lleguen con ideas "nuevas" es mucho suponer, más bien un
estereotipo sobre el liderazgo político. No voy a cometer el error simplista
de pensar que los jóvenes carecen de experiencia y que los viejos atesoran
sabiduría. No, la realidad nos dice que los jóvenes llegan con la capacidad de
exigir porque no cargan con los errores del pasado del que carecen, y que los
viejos cargan con el lastre de sus errores, de los que no se pueden librar. Ser "joven" puede ser un argumento, pero no una solución. Lo mismo es válido para la experiencia de la vejez.
Lo
preocupante de Casado no es la falta de sabiduría del que carece de
experiencia, sino los efectos de los tópicos sobre la política que ha acumulado
en tan poco tiempo. Enseguida le han salido cantores que pretenden llevarle por
el camino de los nacientes derechismos de Europa (el otro día le mentaban al
líder austriaco) y ese no es buen camino para nadie.
La
prensa de hoy recalca el discurso de Casado sobre la inmigración, teñido de
"realismo político", nos dice, aunque "no sea políticamente
correcto" expresarlo. Los políticos que presumen de decir lo que no es
"políticamente correcto", eligen una mala senda. Los populistas se presentan como "no políticos", como
"uno de los nuestros", alejados de los vicios de la "clase"
en la que muchos, sin embargo, se han criado desde su más tierna adolescencia, como es
el caso de Pablo Casado.
Radicalizar
el mensaje del Partido Popular a costa de la inmigración me parece un inmenso
error de planteamiento, más en estos tiempos en que se le va a jalear desde
diferentes puntos para que lo haga. Hoy el espectro mediático lo ha interpretado
como un preocupante populista antiinmigración (El País) o en un
"salvapatrias" (ABC). El Mundo, por su parte, recoge informaciones de
los grupos de activistas sociales que le califican como "lepenista" a
la española. Hay para todos los gustos.
Una cosa
es el beneficio electoral que te lleva al gobierno y otra el desvío hacia el
extremismo, que tiene sus costes sociales negativos. La democracia no es una
forma de asalto al poder, sino de mantenerlo abierto a la sociedad para la
convivencia. Por ello las soluciones extremas solo acaban matando la democracia
ya que, como vemos en Polonia o Hungría, por poner dos ejemplos cercanos, se
usa el poder pare obtener más poder.
La
solución que Casado daba el otro día para poder tener mayoría absoluta sin
tener mayoría absoluta, regalar 50
diputados de "bono" al que ganara, además de una barbaridad, es
tergiversar los resultados de las urnas que si dan mayoría pues muy bien; pero
que si no la dan, hay que lidiar con ello. Eso es ser político realmente, ser capaz de manejarse con lo existente.
Preocupantes
han sido las manifestaciones hechas sobre el funcionamiento interno del partido
popular: una sola voz. Parece que
Pablo Casado tiene algún tipo de fijación obsesiva con las mayorías o, lo que
es lo mismo, la manía de quererlo todo controlado y silenciar las
discrepancias. Es sana la divergencia cuando es leal.
Los
partidos políticos no pueden ser monolíticos. Y deberíamos acostumbrarnos a que
sean el primer escalón en los debates. Se antepone aquí el penoso argumento de la
consabida unidad para alcanzar el
poder. Las discrepancias, debates, críticas, etc., nos dicen, debilitan al
partido y se pierde eficacia
comunicativa. Aquí la "comunicación política", como tarea, ha hecho
mucho daño, pues les ha convencido que lo mejor para alcanzar el poder (siempre
esa es la meta, nos dicen) es la unidad
sin fisuras. Las "fisuras", es decir, las variaciones dentro de
los partidos, son precisamente las garantías de la diversidad.
Con partidos más abiertos y variados, por ejemplo, es más fácil detectar la corrupción y sacarla a la luz. Los intereses entrelazados dificultan que esto ocurra, como el propio Partido Popular ha experimentado en carne propia.
Que la
primera (o la segunda) medida interna de Casado como presidente del Partido Popular sea decir que no quiere corrientes
o grupos no es bueno. Es tratar de imponer la uniformidad allí donde debe
haber riqueza de ideas y contrastes. Si los propios partidos no son capaces de
diálogo interno, ¿cómo va a hacerlo en la política nacional? Se explica así la
petición del bono de los 50 diputados al que gana. Es la forma —como vimos el
otro día— de no tener que dialogar con nadie.
Convertir
un partido político en un espacio de unanimidad no solo es negativo para los
partidos, lo es para la sociedad en su conjunto, que pierde detalle en la representación. Internamente, lleva a acallar
cualquier voz disidente o crítica con los postulados oficiales. También crea un
problema de liderazgo, que se eterniza.
El
aislamiento del que tanta veces se habla de los líderes políticos españoles
tiene que ver mucho con esta falta de diferencia y de escuchar opiniones
diversas. Al final, solo escuchan a los que les dicen lo que quieren escuchar.
Miren lo que ocurre en democracias como la británica, la alemana o la francesa; hay divergencias y hasta conflictos. No se barre debajo de la alfombra.
Una
sociedad democrática necesita partidos democráticos, capaces de basarse en el
diálogo. Esa teoría, esgrimida por Pablo Casado (y muchos otros) de se discute cuando no hay más remedio y
después, ¡todos a una! es de lo más pedestre, democráticamente hablando.
Uno no hace política para renunciar a lo que piensa o para estar callado en su propio espacio.
Otra cosa es la lealtad,
que no debe ser nunca sumisión o abandono de lo propio.
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