Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Media
España cachea a la otra media, por turnos. Miro
la prensa. No me atrevo a leerla, solo la miro por temor a que sea resbaladiza
como el hielo, como el suelo de un
hospital encerado con mala fe. Salto de foto en foto, de declaración en
declaración, de auto judicial en auto judicial, de registro en registro, de
declaración en desmentido... España a vuelo de pájaro de mal agüero.
Como si
fueran pajes de Reyes perversos, en una Navidad de Tim Burton —Pesadilla desde mucho antes de Navidad— , veo
policías y más policías que entran en sedes y oficinas a llevarse ordenadores,
documentos y todo lo que tenga tufillo a regalito corrupto, a prebenda, a
privilegio, a carta reveladora de ineptitudes, infidelidades, engaños y
traiciones. En este mundo invertido, estos pajes
no lanzan caramelos o golosinas sino que entregan órdenes judiciales y se
llevan todo lo que encuentran. Es la regresión
del regalo y la prebenda.
Los
jueces, convertidos en poceros, piden protección para poder sondear cloacas y
sacar las porquerías que atascan el sistema haciendo que la casa se nos haya
llenado de olores que la maquinaria de amplificación mediática recoge con gusto
perverso, con cierto regodeo, estirando el chicle que pisa. Ninguna maldad se
agota ni debe quedar aislada. La ley del equilibrio universal de la infamia se
debe cumplir y ninguna acción malvada puede quedar aislada, necesita de su
contrario, su ying y su yang. Es el efecto llamada de la desvergüenza coral.
Sí, es
un oscuro mundo invertido en el que es el ladrón el que denuncia a su víctima
pederasta, en la extraña fábula navideña nos cuenta la prensa estos días. Es
como una película de Capra: el ladrón que descubre que su víctima es peor que
él y le denuncia. Ya solo los ladrones son gente honrada, como nos recordaba el
célebre título, al menos relativamente.
No voy
a cometer el error infantil de decir que todo esto se pare, como un tiempo muerto del baloncesto, durante las
navidades. Dentro de un par de días, los mismos que ahora gritan y se insultan,
se sonreirán y abrazarán; los redactores jefes gritarán con malos modos que hay
que buscar historias positivas, que
es Navidad. Quedará todo como el que retira el puchero del fuego mientras
atiende el teléfono y regresa tras la llamada. Que no se enfríe demasiado.
Me
preocupan los ladrones y sinvergüenzas, los corruptos y los mentirosos, como no
podía ser de otra manera. Pero hace tiempo que me preocupan más los efectos que
están causando sobre el resto de los mortales: el estado permanente de
irritación, de agresividad de mal humor, de violencia que se paga con el que
menos culpa tiene. Los corruptos nos corrompen a su manera, mediante el mal
ejemplo y mediante el mal café. Es la
otra corrupción.
Ayer mi
buena acción fue no apartarme de un
mostrador, por si había que echar una mano, mientras una pareja de
impresentables "clientes" decía todo tipo de barbaridades a una chica
que ni era responsable de lo que les ocurría ni era capaz de resolver su
problema, que deberían intentar solucionar llamando a un número de cuatro
cifras. Su teoría era que ellos ya no llamaban a ningún sitio porque les
colgaban —y con razón, pensé—. Ellos necesitaban desahogarse en vivo, gritar a alguien, ejercer su mal entendido derecho a poder insultar a aquella pobre
chica que atiende a todo el mundo correctamente y, además, tiende a dar las
mejores soluciones a los clientes a diferencia de otros que intentan colarte lo
más caro. Ellos se fueron con el mismo problema que llegaron, pero con la inmensa satisfacción de haber insultado e
intentado humillar a una persona que no les había hecho nada. Llevaba unas
chocolatinas navideñas en el bolsillo y se las entregué; no le compensaron el
mal rato, pero le hizo ilusión.
Puede
que haya muchos ladrones y sinvergüenzas sueltos, no le digo yo que no. Pero si
usted grita, insulta y falta al respeto a todo el que se le pone delante, el
país se nos llena además de energúmenos.
Y puedes protegerte de la prensa y sus depresivos
efectos, tendrá leerla en pequeñas dosis; pero no puedes protegerte de la
agresividad y las malas maneras que nos envuelven y empiezan a ser un rasgo distintivo
que percibe rápidamente el que llega de fuera o quien desde dentro consigue
desautomatizarlo. Nos hemos vuelto profundamente maleducados; somos groseros con causa.
Por la
noche me comentaron algo similar, una celebración de unas jornadas académicas
en otra universidad en la que a los pocos minutos ya estaban con un lío absurdo
montado, sin venir a cuento, una pura discusión. Porque la gente no dice las
cosas donde debe, sino donde mejor le viene y a quien le pilla más cerca.
Se va
convirtiendo ya en una rutina que cualquier cuestión se desvíe de su fin en
apenas unos minutos. Cualquier artículo, hasta el más inocente —ya hemos
tratado esto alguna vez— se convierte en el cubo de la basura tras el tercer
comentario, en una pelea de gallos tras el quinto. No se trata de opinar o
debatir, sino de hacer visible esa agresividad prepotente que no ha causado la crisis pero que sí le sirve de
excusa. La crisis está sirviendo de amparo a muchos para justificar abusos e
insultos, muchas veces con los menos culpables. A los efectos de la crisis
sumamos así nuevas dosis de injusticia. ¿Hay corruptos? Sí, pero no deje que le
corrompan.
Trate
de reducir los límites del abuso allí por donde vaya. No se cebe en los que no
tienen la culpa de lo que le ocurre. No abuse de los demás como otros lo hacen
de usted porque entonces entramos en un círculo infernal del que no hay
escapatoria. Podemos mandar a los corruptos a la cárcel, pero tenemos que
convivir todos los días con los maleducados.
Cuando
tenemos un problema podemos hacer dos cosas: buscar alguien a quien insultar o
un amigo con quien conversar. Si abusamos de lo primero, luego nos será difícil
lo segundo. Ya no nos quedará nadie. Piense que puede ser insólito encontrarse con una persona amable, pero que puede ser usted.
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