Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Cada
vez que se publican los datos de evaluación de los alumnos se comete el mismo
error, ya que lo que se está evaluando realmente es a los diseñadores del
sistema. Todo el mundo tienen unas capacidades similares, sin grandes
diferencias; estas se acumulan por el camino, como distorsiones. ¡Olvídense de una vez de los genes, de la coeducación, etc.! Los resultados, mejores y peores,
son achacables al diseño del sistema y a su puesta en ejecución. Ni más ni menos.
Tendemos
a cargar las tintas en el alumnado y el alumnado es tan nuestro si sabe como si no sabe. El tonto y el listo, el vago y el trabajador son resultados de nuestra acciones educativas o de la
falta de estas. Esto del distanciamiento brechtiano cuando salen la
evaluaciones del sistema educativo no funciona. No suspenden ellos; suspendemos nosotros.
La pregunta
es, entonces ¿quiénes somos nosotros
y que hacemos o dejamos de hacer para que esto
ocurra? Nuestras deficiencias obedecen —lo hemos señalado en varias ocasiones—
a la pérdida de fondo social de cultura —su degradación ambiental— y a la incapacidad congénita de los agentes sociales
implicados, que han trasladado sus conflictos al sistema educativo,
imposibilitando la construcción estable y el progreso constante, elevando y
destruyendo lo que hace cada uno, en un movimiento suicida por ineficaz. Pero —¡qué se le va
a hacer!— nos divierte y estimula, nos saca a la calle a gritar contra unos o contra otros y eso está muy bien.
El
sistema educativo es el fiel reflejo de nuestra incapacidad para entendernos,
la traducción fiel de lo que vemos repetido en todos los escenarios —de los
bloqueos de la Justicia, de la lucha por la sanidad, etc.— de este país. La
disparidad de los resultados autonómicos no muestra que "unos sean mejores
que otros", "una frontera norte-sur", como algunos señalan en
sus titulares, sino un fracaso colectivo del que unos salen mejor que otros en
términos relativos por algún factor específico. Pero eso nos consuela y se vuelve a usar como arma arrojadiza, a esgrimir los datos de la miseria como grandes logros. Las infamias interpretativas que los políticos hacen de los datos para justificar su absoluta ineficacia son escandalosas. Ellos están para resolver problemas, no para explicárnoslos.
Seguimos
mostrando en todos los terrenos las debilidades de la falta de una política de
acuerdos porque seguimos entendiendo la política como un campo de batalla y no
como un campo de negociaciones que las evite. No tiene nada de particular,
porque es el abono orgánico en el que florecen los políticos, sindicatos, etc.,
que son los que han estado en esta lucha
constante que repite los viejos esquemas del inicio del pensamiento político
pedagógico: lo religioso contra lo laico, lo público contra lo privado, la
derecha contra la izquierda, lo provinciano frente a lo universal... y así en un sinfín de divisiones eternas que les
sirven a todos para salvar la cara unos frente a otros.
Y a esa
incapacidad hay que sumar esa degradación de la cultura que tiene precisamente
su punto de retroalimentación en la educación. El único freno al avance de la
degradación del gusto por la cultura es la educación, ahora incapaz de frenarla
por su debilidad. Resulta patética la explicación del "éxito asiático" mostrándola como una especie de cultura de la esclavitud, carente de sensibilidad, "alma" o de gusto por la cultura. Jamás he visto tanto tópico junto, tanto despropósito. Tengo desde hace tiempo muchos alumnos asiáticos y, afortunadamente, no tiene nada que ver con esos tópicos absurdos. Valoran la educación porque es importante para ellos, para sus vidas y trabajos. Nosotros lo hemos disociado: atravesamos el prado de la educación camino de ninguna parte.
Hizo
más por la cultura de este país el fallecido Fernando Argenta —sirvan estas
palabras de homenaje a su labor— que todos los ministros de educación de los
últimos treinta años juntos. Argenta trató de llevar lo que él amaba, la música
clásica, a los niños y su respuesta fue muy clara. Prefirió hacer que los niños
llegaran a Mozart que hacer que estén obsesionados con Halloween para estimular
la venta de calabazas y telarañas, bonita metáfora de nuestra
fiesta escolar desarrollada en este
periodo consumista.
"Clásicos
populares" o "El conciertazo" han sido programas que transmitían
un sentimiento responsable de las emisoras públicas, herramientas de
intervención de los poderes públicos, para la mejora cultural de la ciudadanía.
Pero los políticos y sus sicarios decidieron que los medios eran la forma de
enaltecerse y de denigrar a los demás, que había que dar circo y propaganda.
Todo era comunicación, imagen. No importa que la realidad se vaya degradando
mientras tengas los medios para transmitirla acorde con tu visión. Ya no
miramos lo que nos rodea; buscamos su imagen en las múltiples pantallas que nos
miran y seducen con sus interpretaciones coloristas o escandalosas.
España
no produce "cultura"; produce "espectáculos". La diferencia
es esencial. La cultura busca llenar las mentes; el espectáculo, llenar las
salas. Para lo primero todo es exigencia; para lo segundo, todo deben ser
facilidades. Esta pobre España del espectáculo es la que se desarrolla los
fines de semana, la que busca "puentes", la que te exige que estés
pensando en ella todo el día como obsesión con un "qué voy a hacer",
exasperante estado de disponibilidad para el sistema, hoy bloqueado porque no
se puede atender a tanta "distracción" como se nos solicita para que
funcione. ¡"San Bartolo", dice con ingenio la publicidad de la bebida
con chispa! ¡Gran acierto en el reconocimiento del santo patrón común!
La
incapacidad para ver la sutil diferencia que hay entre dos teatros llenos —uno
con cultura, el otro con espectáculo—, el hecho de que sea más fácil llenarlo
con bazofia que con algo que nos haga pensar y crecer, es parte de nuestro drama
de culebrón de moco tendido.
Aquellos
que deberían fomentar la cultura se han acostumbrado, como en otros campos, a que
el número es lo importante —¡ah, las cifras!—, lo decisivo. Y con esos
criterios, queda en caída libre cualquier cosa que nos haga madurar como
individuos y sociedad.
La hipocresía repugnante que preside el debate
sobre los medios públicos porque son "pagados por todos", solo
encubre el deseo empresarial de que les dejen el campo despejado a los privados
para la consecución de las masas aburridas, ávidas de espectáculos.
Es
necesario comprender —¡otra obviedad vergonzosa!— la complementariedad de ambos
sistemas, educación y cultura, para poner remedio a lo que de otra forma no lo
tiene. Es más fácil educar en una sociedad culta que en una que no lo es; es más
fácil que surja el interés y la curiosidad, motores intelectuales.
¿"Matemáticas",
"comprensión lectora", "competencia científica"? ¿Para qué? ¿Para qué quieres
"comprensión lectora", si se trata de que no entiendas lo que firmas
con el banco, que te cuelen las preferentes? ¿Para qué quieres "competencia
científica" si has apostado por ladrillos y turismo y expulsas a los que
son especialmente competentes en ese campo?
Vemos
cada día el retroceso del cultural y el deterioro de lo educativo. Al sistema
cultural del espectáculo, se le quiere poner ahora como complemento una concepción laboralista de la educación, un
finalismo de un trabajo inexistente, degradado, para los jóvenes, verdaderos
explotados en los dos extremos del sistema económico: como trabajo mendicante
mal pagado, por un lado, y convertidos, en el otro, en compulsivos consumistas,
en un sector al que se destinan los más infames reclamos con tal de vender.
¡Extraño
mundo para el que lo quiera ver! Ayer, epifanía de hipermercado: las camisetas rojas
de la selección española para perros colgadas, sin comprador. ¡Pena de emprendedores!
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