jueves, 19 de diciembre de 2013

La vida por catálogo

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La gran crisis de la Filosofía se demuestra cada día ante el predominio de discursos aberrantes sobre la finalidad del ser humano. Con total naturalidad, individuos eminentes, nos dirigen proclamas sobre el sentido de la vida y el camino hacia objetivos precisos y evaluables que definen nuestra felicidad. Antes los seres humanos buscábamos caminos; ahora seguimos protocolos. Las tradicionales metáforas de la vida como ríos solo tienen sentido si en ellos hay algún salto de agua que produzca electricidad o contenga alguna piscifactoría.
El camino moderno a la felicidad comenzó con el intento de los moralistas de definirla, de hacerla asequible como un derecho adquirible mediante el esfuerzo, por un lazo, y gracias al mayor control sobre la naturaleza, que nos hizo pensar que podríamos vencer todos los obstáculos: la injusticia o la muerte.
Debo confesar que me asusta el convencimiento que veo en las palabras de algunos sobre lo que significa progreso, que pasa por la conversión de la vida social e individual en maquinaria. Somos pequeñas máquinas, en máquinas más grandes que se insertan a su vez en otras maquinas más grandes. Los caminos del individualismo y el colectivismo extremos confluyen en la teoría implícita de la "maquinaria" en sustitución de la vida que al menos latía en las visiones orgánicas.


Escuchando a esas personas, la vida carece de sentido, no hace falta preguntarse más. Todo está al servicio de una supuesta eficacia, que se basa en producir; ni siquiera ya en el consumo, porque podemos producir sin consumir, como ocurre en muchos países, que son explotados con la promesa de que un día podrán acceder a lo que hoy está en sus manos pero no puede estar en sus mesas. La felicidad es una promesa vacía que hemos perdido la posibilidad de reclamar porque somos vaciados previamente de cualquier aspiración o idea que no sea manejable. Aspiramos a lo que nos pueden dar. Esta vaciedad de los discursos sobre el sentido de la vida solo es eficaz si se consigue que dejemos de preguntarnos por nosotros mismos y nos limitemos, en cambio, a seleccionar del catálogo el modelo de felicidad que esté a nuestro alcance, el que nos corresponde según nuestros méritos productivos. Nuestra queja actual no es tanto por cómo vivimos, sino por la retirada de ofertas ventajosas del catálogo, tardanza en los envíos, deterioro de los embalajes o publicidad engañosa. Problemas de la vida por catálogo, en los que siempre se expresa alguna reserva sobre la posibilidad de cambios sin aviso.


En ningún sitio se detecta mejor —de forma más precisa— esa vida que en la enseñanza. Existe el mito de que la enseñanza transforma nuestras vidas. Es un mito. El tipo de conocimientos que ahora pueden ser transmitidos se limita al catálogo educativo, las utilidades precisas para poder llegar hasta donde te corresponda o puedas llegar. La vida, así enfocada, es una cuestión posicional: se aprende para cambiar de posición. La educación ha renunciado a ir más allá, a dar sentido a las vidas o, si se prefiere, a hacer que nos preguntemos sobre la fiabilidad del suelo que pisamos o la realidad de las imágenes entre las que vivimos. Eso ya no se lleva. A lo más que se puede aspirar a alguna ironía escéptica, dejada caer con disimulo, incomprensible. Es el sistema mismo el que constituye la enseñanza, el que convierte en memoria muscular nuestras acciones: no hay que pensarlas; solo actúa. El centro de decisiones está centralizado y no eres más que una terminación nerviosa.

Hasta los que se quejan del sistema prefieren la acción y su conversión en reacción pauloviana al eslogan de turno. El mundo funciona a toque de silbato y salivación. No necesitan que pienses, solo que te cuenten y para que seas contado; solo que salgas en la foto necesaria para enfrentarse a otra foto que es contestación de otra anterior y así indefinidamente en un mundo dialógico, pero no dialogante. Como maquinaria, el mundo solo necesita ya aceite, suavizar las fricciones para que los engranajes no chirríen demasiado.
En su obra La crisis de la identidades (2002), Claude Dubar escribió:

Tanto Marx como Weber habían visto claramente la novedad radical introducida por el capitalismo en la historia. Lo que el primero llamó «desarrollo incesante de las fuerzas productivas», el segundo lo consideraba un aspecto fundamental del «proceso histórico de racionalización», que consistía, según Weber, en difundir por todas partes, en todas las esferas de actividad, una nueva lógica de pensamiento y de acción, una racionalidad fin-medios que condujera a la optimización de los resultados de los resultados y también al «control del porvenir a partir de la previsión». Quizá fuera Schumpeter quien, sumando los dos puntos de vista precedentes, encontrara la fórmula más sugestiva: la destrucción creativa que sería, según él, el proceso del capital y sus detentadores consistente en destruir constantemente las antiguas formas de producción y de intercambio para reemplazarlas por formas más «innovadoras», es decir, a la vez técnicamente más eficaces y financieramente más rentables.
Es lo que hoy se llama comúnmente la modernización. (114-115)*


Sorprende la asepsia con la que estas formulaciones han sido aceptadas y forman parte hoy de esos discursos a los que nos referíamos al inicio del texto. Sorprende la distancia entra la limpieza de la formulación y la oscuridad de su materialización, de su conversión en realidad palpable sepultada bajo toneladas de discursos grandilocuentes. Se escamotea que el propio Schumpeter señaló que, de forma congruente con la aplicación de su propia racionalidad, el sistema iría al desastre. La "destrucción creativa" se quedaría simplemente en "destrucción" por su propia lógica interna, por su olvido de todo aquello que no puede ser racionalizado y que el sistema simplemente ignora. Los "ciclos económicos" se convertían en una solución intermedia entre el "destino" cerrado y la "libertad" absoluta, algo salomónico sin sabiduría. La "creatividad", además, pasaba a ser específica de un grupo de personas en detrimento de la mayoría; son los nuevos profetas de un pueblo manso al que se prometía una salvación consistente en gangas para unos y en mera supervivencia para otros. La teoría dice que es un sistema abierto a las buenas ideas, pero la bondad de la idea está en función de su consonancia con el propio sistema. Y así el sistema se va refinando y pronto las ideas siempre llegan de los mismos sitios.


El pensamiento de la modernidad es el pensamiento de la eficacia, un pensamiento en el que no caben las personas y sus aspiraciones más allá del catálogo ofrecido. La extensión de ese pensamiento a todas las esferas de la vida, como señaló Weber, es un hecho. La muestra es el contagio estilístico de los discursos, que se van impregnando de esa retórica hueca en todos los ámbitos de nuestra vida, convertida en listado de  actividades. Marca la educación, el amor, el trabajo, la política, etc. porque no se concibe ninguna acción que no tienda a ser productivamente eficiente. Vivir es "actuar" y hacerlo desde esa racionalidad.
La necesidad de sumergirse en los ríos de la idiotez para tener una alternativa a la felicidad está presente en los discursos críticos del siglo diecinueve, hasta los poetas lo vieron, momento en el que se es consciente dolorosamente del tránsito de un mundo angustiosamente personal a otro felizmente impersonal, saturado de ofertas y gangas vitales. El otro camino es el de la incomprensión exterior para dedicarse al doloroso hecho de preguntarse cada día por el sentido, por el aquí y el ahora, por el pasado y el futuro, fines y medios, y un sinfín de viejos conceptos olvidados.
Asusta ver las miradas con las que algunos sostienen sus palabras; ese grado de firmeza y seguridad. Son miradas que transmiten la confianza necesaria para que la máquina continúe funcionando. Si quiere vivir tranquilo, siga el protocolo, consulte el catálogo; no le dé más vueltas. Si no, aténgase a las consecuencias.


*Claude Dubar (2002): La crisis de las identidades. La interpretación de una mutación. Edicions Bellaterra, Barcelona.


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