Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
La gran
crisis de la Filosofía se demuestra cada día ante el predominio de discursos
aberrantes sobre la finalidad del ser humano. Con total naturalidad, individuos
eminentes, nos dirigen proclamas sobre el sentido de la vida y el camino hacia
objetivos precisos y evaluables que definen nuestra felicidad. Antes los seres
humanos buscábamos caminos; ahora seguimos protocolos. Las tradicionales metáforas
de la vida como ríos solo tienen sentido si en ellos hay algún salto de agua
que produzca electricidad o contenga alguna piscifactoría.
El
camino moderno a la felicidad comenzó con el intento de los moralistas de
definirla, de hacerla asequible como un derecho adquirible mediante el
esfuerzo, por un lazo, y gracias al mayor control sobre la naturaleza, que nos
hizo pensar que podríamos vencer todos los obstáculos: la injusticia o la
muerte.
Debo
confesar que me asusta el convencimiento que veo en las palabras de algunos
sobre lo que significa progreso, que pasa por la conversión de la vida social e
individual en maquinaria. Somos pequeñas máquinas, en máquinas más grandes que
se insertan a su vez en otras maquinas más grandes. Los caminos del
individualismo y el colectivismo extremos confluyen en la teoría implícita de
la "maquinaria" en sustitución de la vida que al menos latía en las
visiones orgánicas.
Escuchando
a esas personas, la vida carece de sentido, no hace falta preguntarse más. Todo está al servicio de una
supuesta eficacia, que se basa en producir; ni siquiera ya en el consumo,
porque podemos producir sin consumir, como ocurre en muchos países, que son
explotados con la promesa de que un día podrán acceder a lo que hoy está en sus
manos pero no puede estar en sus mesas. La felicidad es una promesa vacía que
hemos perdido la posibilidad de reclamar porque somos vaciados previamente de
cualquier aspiración o idea que no sea manejable. Aspiramos a lo que nos pueden
dar. Esta vaciedad de los discursos sobre el sentido de la vida solo es eficaz
si se consigue que dejemos de preguntarnos por nosotros mismos y nos limitemos,
en cambio, a seleccionar del catálogo el modelo de felicidad que esté a nuestro
alcance, el que nos corresponde según nuestros méritos productivos. Nuestra
queja actual no es tanto por cómo vivimos, sino por la retirada de ofertas
ventajosas del catálogo, tardanza en los envíos, deterioro de los embalajes o
publicidad engañosa. Problemas de la vida por catálogo, en los que siempre se expresa alguna reserva sobre la posibilidad de cambios sin aviso.
En
ningún sitio se detecta mejor —de forma más precisa— esa vida que en la
enseñanza. Existe el mito de que la enseñanza transforma nuestras vidas. Es un
mito. El tipo de conocimientos que ahora pueden ser transmitidos se limita al
catálogo educativo, las utilidades precisas para poder llegar hasta donde te
corresponda o puedas llegar. La vida, así enfocada, es una cuestión posicional: se aprende para cambiar de posición. La educación ha renunciado a ir más allá, a
dar sentido a las vidas o, si se prefiere, a hacer que nos preguntemos sobre la
fiabilidad del suelo que pisamos o la realidad de las imágenes entre las que
vivimos. Eso ya no se lleva. A lo más que se puede aspirar a alguna ironía
escéptica, dejada caer con disimulo, incomprensible. Es el sistema mismo el que
constituye la enseñanza, el que convierte en memoria muscular nuestras acciones: no hay que pensarlas; solo
actúa. El centro de decisiones está centralizado y no eres más que una
terminación nerviosa.
Hasta
los que se quejan del sistema prefieren la acción y su conversión en reacción pauloviana al eslogan de turno. El mundo
funciona a toque de silbato y salivación. No necesitan que pienses, solo que te cuenten y para que seas contado; solo que salgas en la foto
necesaria para enfrentarse a otra foto que es contestación de otra anterior y
así indefinidamente en un mundo dialógico,
pero no dialogante. Como maquinaria, el mundo solo necesita ya aceite, suavizar
las fricciones para que los engranajes no chirríen demasiado.
En su
obra La crisis de la identidades
(2002), Claude Dubar escribió:
Tanto Marx como Weber habían visto claramente
la novedad radical introducida por el capitalismo en la historia. Lo que el
primero llamó «desarrollo incesante de las fuerzas productivas»,
el segundo lo consideraba un aspecto fundamental del «proceso histórico de
racionalización», que consistía, según Weber, en difundir por todas partes, en
todas las esferas de actividad, una nueva lógica de pensamiento y de acción,
una racionalidad fin-medios que condujera a la optimización de los resultados
de los resultados y también al «control del porvenir a partir de la previsión».
Quizá fuera Schumpeter quien, sumando los dos puntos de vista precedentes,
encontrara la fórmula más sugestiva: la destrucción creativa que sería, según
él, el proceso del capital y sus detentadores consistente en destruir
constantemente las antiguas formas de producción y de intercambio para
reemplazarlas por formas más «innovadoras», es decir, a la vez técnicamente más
eficaces y financieramente más rentables.
Es lo
que hoy se llama comúnmente la modernización. (114-115)*
Sorprende la asepsia con la que estas formulaciones
han sido aceptadas y forman parte hoy de esos discursos a los que nos
referíamos al inicio del texto. Sorprende la distancia entra la limpieza de la
formulación y la oscuridad de su materialización, de su conversión en realidad
palpable sepultada bajo toneladas de discursos grandilocuentes. Se escamotea que
el propio Schumpeter señaló que, de forma congruente con la aplicación de su
propia racionalidad, el sistema iría al desastre. La "destrucción creativa"
se quedaría simplemente en "destrucción" por su propia lógica
interna, por su olvido de todo aquello que no puede ser racionalizado y que el
sistema simplemente ignora. Los "ciclos económicos" se convertían en una solución intermedia entre el "destino" cerrado y la "libertad" absoluta, algo salomónico sin sabiduría. La "creatividad", además, pasaba a ser
específica de un grupo de personas en detrimento de la mayoría; son los nuevos profetas
de un pueblo manso al que se prometía una salvación consistente en gangas para unos y en mera
supervivencia para otros. La teoría dice que es un sistema abierto a las buenas ideas,
pero la bondad de la idea está en función de su consonancia con el propio
sistema. Y así el sistema se va refinando y pronto las ideas siempre llegan de los mismos sitios.
El
pensamiento de la modernidad es el
pensamiento de la eficacia, un pensamiento en el que no caben las personas y
sus aspiraciones más allá del catálogo ofrecido. La extensión de ese
pensamiento a todas las esferas de la vida, como señaló Weber, es un hecho. La
muestra es el contagio estilístico de los discursos, que se van impregnando de
esa retórica hueca en todos los ámbitos de nuestra vida, convertida en listado de
actividades.
Marca la educación, el amor, el trabajo, la política, etc. porque no se concibe
ninguna acción que no tienda a ser productivamente eficiente. Vivir es
"actuar" y hacerlo desde esa racionalidad.
La
necesidad de sumergirse en los ríos de la idiotez para tener una alternativa a
la felicidad está presente en los discursos críticos del siglo diecinueve, hasta los poetas lo vieron, momento
en el que se es consciente dolorosamente del tránsito de un mundo angustiosamente
personal a otro felizmente impersonal, saturado de ofertas y gangas vitales. El otro camino es el de la incomprensión
exterior para dedicarse al doloroso hecho de preguntarse cada día por el
sentido, por el aquí y el ahora, por el pasado y el futuro, fines y medios, y un sinfín de viejos conceptos olvidados.
Asusta ver las miradas con las que algunos sostienen sus palabras; ese grado de firmeza y seguridad. Son miradas que transmiten la confianza necesaria para que la máquina continúe funcionando. Si
quiere vivir tranquilo, siga el protocolo, consulte el catálogo; no le dé más vueltas. Si no,
aténgase a las consecuencias.
*Claude
Dubar (2002): La crisis de las identidades. La interpretación de una mutación.
Edicions Bellaterra, Barcelona.
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